ENTREVISTA
Ercole Lissardi, narrador y ensayista uruguayo, comenzó a escribir a los cuarenta y cinco años. Hoy, apenas sexagenario, lleva escritas más de veinte novelas eróticas y ensayos en los que celebra el mundo de la carne y cada triunfo de la ley del deseo. De visita en Buenos Aires, reflexiona sobre lo que llama “el paradigma fáunico”, la voracidad sexual como principio vital.
› Por Adrián Melo
“Parece un personaje de Rabelais”, pienso apenas lo veo, sentado frente a su vaso con whisky en el café de la librería, tocando satisfecho su prominente abdomen a la par que extiende su mano, y me advierte que si no comparto con él al menos dos medidas de whisky, la entrevista no va a tener lugar. “Yo invito”, aclara. Antes de este momento intercambiamos unos cuantos mails para concertar el encuentro (“Das más vueltas que un perro antes de dormirte”, me había escrito en uno de esos mensajes).
Quizá mi primera impresión está influida por la lectura, hace unos meses, de su libro La pasión erótica. Del sátiro griego a la pornografía en Internet, un ensayo sobre lo que Lissardi conceptualiza como el amor fáunico. Allí postula que hay dos paradigmas en la cultura de Occidente que se ocuparon del eros. Una triunfante, la del paradigma amoroso que comienza en El Banquete de Platón y que se refiere al amor en tanto vínculo espiritual y exclusivo. Y otra tradición que privilegia el apetito sexual, el deseo, la curiosidad sexual y la voluptuosidad como vectores esencialmente enriquecedores de la experiencia humana. Este paradigma fáunico ha perdurado y encontrado diferentes formas desde la Antigüedad hasta la actualidad —el Sátiro, el Diablo, Don Juan, Casanova—, a pesar de haber sido rechazado y reprimido por las instituciones que han regulado la vida, el pensamiento y la sensibilidad en Occidente.
Es claro que ese libro, como toda la obra de Lissardi, celebra el mundo de la carne y del bajo vientre. No es raro que lo vea como un personaje de Rabelais, ya munido yo también de las correspondientes medidas de whisky.
En tu novela Los secretos de Romina, Lucas —el narrador— conoce a una mujer que pasa, cruza fugazmente una mirada con ella, la desea y la ve morir inmediatamente unos segundos después en un accidente de tránsito. Luego se obsesiona y comienza a investigar la historia sexual de esa mujer. Aparece un rasgo en varias de tus novelas: sensualidad, goce y muerte se entremezclan en la trama. ¿Creés que sucumbir al deseo siempre guarda alguna relación con la muerte?
—A mí la muerte no me interesa demasiado. Es un dato: un día vamos a morir. Sólo me interesa en la trama de mis novelas porque posibilita que los personajes, al saber que van a morir, se atrevan a tomar decisiones que no tomarían en lo que llamaríamos el curso normal de la vida. Es lo que le pasa al personaje de mi primera obra, Aurora Lunar, que al saber que está enfermo y que sólo le restan seis meses de vida, se dedica a fornicar, a tener la mayor cantidad de sexo posible durante ese lapso. Ojo, es el desenfreno de una persona de clase media con sus correspondientes represiones de clase; tampoco es el desenfreno sin límites, tampoco el delirio (risas). Pero, ahora que lo decís, en El centro del mundo, el personaje decide morir al no poder entregarse a la pasión incontenible de su amada. Creo que el deseo es una amenaza: no solemos sucumbir a él porque es una fuerza subversiva muy poderosa que pone en riesgo nuestras formas de vida, las normas sociales, la política misma. La muerte no es un castigo al deseo en mis novelas, sino que a veces muestra las barreras que impone la civilización, la sociedad, al flujo de los deseos. De ese deseo que hace caer las máscaras de la hipocresía, y libera a los cuerpos y los corazones de la culpa.
Hay una intención en tu literatura de conectar erotismo y política un poco a la manera de Mayo del ’68, donde liberación sexual y liberación social iban de la mano.
—Por supuesto que mi literatura tiene un costado político. Creo que una de las cuestiones que diferencian el erotismo de la pornografía es que a la pornografía sólo le interesa el sexo y el acto sexual, y al erotismo, el deseo en un contexto político, social y filosófico determinado. Las grandes obras del erotismo son obras políticas. El Satiricón de Petronio nos dice mucho de la corrupción en la época de Nerón. El Decamerón, de la Florencia del siglo XIV. Al describir las formas del deseo, aparecen nuevas formas de desear, de amar y de vivir que ponen en tela de juicio las vigentes. Siempre cito Muerte en Venecia como una película sobre el deseo. El profesor desea profundamente a ese muchacho. Durante mi adolescencia, el erotismo ganaba cada vez más espacio cultural, y entre 1973 y 1985 la dictadura uruguaya acabó con esa apertura. Algo debe tener de subversivo. También por algo, en la Edad Media, el goce del cuerpo se asociaba al pecado y a lo demoníaco.
En este sentido, varios filósofos y críticos literarios argentinos, entre ellos Horacio González, han advertido la falta de un gran corpus erótico en la literatura argentina. No hay celebración del cuerpo y de la carne. Más que el cuerpo gozado aparece el cuerpo violado, el cuerpo desaparecido.
—Sí, quizás hay poca literatura erótica en toda Latinoamérica, salvo Brasil. Pero encuentro en el Cortázar del Libro de Manuel un gran modelo. Allí aparece el Club de los Masturbadores. El erotismo viene de la mano de la revolución y de la risa. Como dijo el propio Cortázar en una entrevista, se acabaron las revoluciones serias, con cara de culo a lo Robespierre o Saint-Just. También me influyó el famoso capítulo noveno de Paradiso, de Lezama Lima. Siempre me indignó lo que la Revolución Cubana le hizo a Lezama Lima. Es imperdonable. Pero no es solamente Cuba. En todos lados, y particularmente en Uruguay, la izquierda es profundamente pacata. Es triste saber que la izquierda a la que entregué mi vida, por la que me exilié y sufrí tantas otras cuestiones, haya sido la principal crítica de mi obra.
¿Qué puntos de contacto tiene tu poética con las diversidades sexuales?
—Mis novelas están escritas bajo el signo del fauno. Es decir, lo que no cesan de describir es ese deseo que todo lo rompe, que todo lo desordena, que hace que las convenciones sociales estallen en mil pedazos y que las apariencias se hagan insostenibles. Impone su ley, la ley del deseo. El deseo es una fuerza que surge en nuestro interior y nos arrastra hacia una persona. Cuando se produce el deseo, lo negamos. En tanto civilizados, buscamos desalentar esa imprevisibilidad, aprendemos a reprimir, queremos desear de una manera correcta. No queremos desear desenfrenadamente, no queremos decir como Pasolini: “Son miles de muchachos. Quiero amarlos a todos”. No queremos desear a la mujer del amigo. Nos queremos comportar adecuadamente, ser civilizados. Creo particularmente que las llamadas sexualidades diversas, al ser secularmente condenadas, han sido uno de los reductos de ese amor fáunico que pone en tela de juicio las maneras de amar, pensar, sentir y vivir de las sociedades. Se banalizó y se mercantilizó el sexo, como señala Pasolini en la “Abjuración” de La trilogía de la vida, los cuerpos se volvieron mercancías sexuales. No se pudo aún mercantilizar del todo el deseo fáunico, porque no se puede ejercer un control absoluto sobre él. Pero la fuerza de reacción que intenta apagar lo fáunico no ha perdido poder. En mi país, sobre todo la prensa de izquierda me atacó violentamente, acusándome de que mis libros iban dirigidos a pervertir a la juventud.
En algunas de tus novelas, los personajes tienen experiencias bisexuales u homosexuales. Hay también algunas referencias al sexo anal. ¿En qué te basás para hacer esas descripciones? ¿Te cuesta escribirlas?
—De experiencias que me cuentan. A la gente, por tener demasiado o por tener demasiado poco, le encanta hablar de sexo. Y también de experiencias personales. Una de las cuestiones que más me fascinaron en mi ensayo La pasión erótica es la pansexualidad del deseo fáunico. Ya el Sátiro en reposo de Praxíteles es un jovencito fresco, lampiño, poco masculino, con su cuerpo más trabajado por las perezas y los placeres que por el esfuerzo. Sin duda, la dieta sexual de los griegos que enciende las miradas deseantes tanto de hombres como de mujeres. Y no olvidemos la historia de Bellino. Casanova sucumbe a su deseo por Bellino sin saber si es hombre, mujer o un travesti.
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