Vie 09.01.2015
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SOY ABIERTO POR VACACIONES

los rubenes

Daniel Link envía el relato inédito “Los Rubenes”. Soy invita a sus lectorxs a seguir mandando sus cuentos cortos (no más de 15 mil caracteres) por inbox (Facebook: Suplemento Soy). Al cierre de esta edición la casilla rebalsa de textos. Y como va a ser difícil elegir sólo uno, los seguiremos publicando durante todo el año.

› Por Daniel Link

Cuando nos echaron del Hipermercado en 2006 decidimos invertir nuestra indemnización en una loca empresa. Con el correr de las semanas, cada uno de nosotros tuvo sus preferidos y sus “encargate vos”.

El menor de los Freire se llevaba mal con la cuadrilla de Rubenes (no sabemos si todos se llamaban Rubén, pero al menos tres de ellos respondían a ese nombre), que se dedicaban a tareas menores de albañilería y de pintura. Decía que eran subnormales y que no entendían ninguna indicación. Tal vez fuera cierto, pero yo los veía de otro modo: todos muy jóvenes (casi adolescentes), diminutos y resultado de los mestizajes más estrambóticos, lo que daba como resultado ese tipo de belleza física típicamente argentina, con pieles de matices tan ricos como un crepúsculo pampeano. Eran, también, sumamente respetuosos y, cada vez que podía, les encargaba una tarea extra (mover algún mueble de un piso a otro), lo que me permitía contemplar sus movimientos de una sensualidad delirante, darles una propina y sentir que en algo contribuía a su felicidad.

A Pascual lo habíamos conocido el verano anterior, cuando se encargó de unos arreglos en la casa de mi mamá: un boliviano sumamente lúcido (éramos no-sotros, por el contrario, quienes lo entendíamos a duras penas), rapidísimo para trabajar y eficacísimo para sisar materiales, lo que sacaba de quicio al mayor de los hermanos Freire (que se encarga de los números). Yo, que creo que los pobres hacen bien en robar toda vez que pueden, me hacía el tonto cuando me parecía que algo se acababa demasiado pronto.

Urbano, el herrero, consideraba que su relación con los metales lo ponía por encima del común de los mortales. Hacía lo que le placía y con su propio ritmo. Era inconmovible a nuestros ruegos pero no había modo de enfrentar su olímpica actitud porque, después de todo, descendía directamente de la fragua de Vulcano.

Entre todos nos ayudaban a cumplir el sueño de abrir un hotel boutique para turistas en el barrio de Montserrat, el Chez Freire.

* * *

Mientras yo me entregaba en los remates de provincia a las deliciosas apuestas a las que mi nueva posición laboral en el hotelito me obligaba, los hermanos Freire se arrojaban en Buenos Aires a una de-safortunada (para ellos, para nosotros) lucha de clases. Hacía tiempo que se venían dando discusiones entre contratantes y contratados a propósito de costos de la mano de obra y ritmos de trabajo. Los Freire, educados en los inconmovibles rigores económicos de una familia gallega de antaño, no querían modificar en un centavo un presupuesto que, a todas luces, había sido calculado en relación con jornadas laborales que se multiplicaron, como suele suceder en estos casos, exponencialmente. Pasó entonces que, estando yo en un remate en San Andrés de Giles, un miembro de la cuadrilla de Rubenes se cayó por la escalera de mármol que conduce al quinto piso del Chez Freire. Se quebró una pierna. Por supuesto, el cuento allí se detendría si el mayor de los Freire, como estaba previsto, hubiera contratado los seguros de riesgo de trabajo, tarea que quedó bajo su órbita. Pero se le pasó. Fue postergando el trámite.

Naturalmente, los Rubenes exigieron una reparación económica (los Freire insistían en que no fue un accidente, sino una caída deliberada) y fue entonces cuando comenzamos a arrepentirnos de habernos subido a un barco que estaba ya muy lejos de la costa como para que fuera posible lanzarnos por la borda y abandonarlo. “¡Encima vos (me reprochó el menor de los Freire), que andás tomando reservas!” (porque también ésa es mi área laboral).

Cumplía con eficacia mi tarea y, sin embargo, comencé a dudar sobre la inauguración del hotelito de Montserrat: temía que nuestras primeras visitas tuvieran que acomodarse entre escombros. Luego de una semana de discusiones y amenazas entre las partes en conflicto (y aconsejados por nuestros abogados, que auguraban lo peor), tomamos la decisión de llegar a un arreglo extrajudicial. Los Freire otorgaron el usufructo por cinco años del quinto piso del hotel (el último, y al que se llega sólo por escaleras bastante fatales los días de humedad, como hemos podido comprobar), conservando para sí la nuda propiedad. ¡Mi adorada terracita, además de dos habitaciones y uno de los baños más lindos de toda la propiedad, inaccesibles durante cinco años! No hubo otra opción y ahora los Rubenes, según protocolo firmado ante escribano público, son nuestros socios (tan minoritarios como yo, pero con la ventaja de que cuentan con habitaciones de propia disponibilidad en el Chez Freire).

* * *

Pese a todo, seguimos trabajando para acondicionar las dos habitaciones que, como prueba piloto, pensábamos inaugurar en el Chez Freire para nuestras primeras visitas, una pareja de locas alemanas que venían a conocer la Patagonia. Yo intuía que todo iba a salir pésimo: los pobres deberían convivir con los ruidos que habría a su alrededor porque, en las semanas anteriores a su check in, la obra se retrasó considerablemente y el nuevo estatuto de la relación contractual con la cuadrilla de Rubenes impedía presionarlos para que se apuraran.

No es que hubieran perdido su natural amabilidad y su elegancia, pero los derechos que habían adquirido nos obligaban a tratarlos como iguales, y ellos lo sabían.

Por supuesto, yo me preguntaba por qué habían aceptado con tanta rapidez el arreglo (un poco tirado de los pelos) al que habíamos llegado. La respuesta llegó sola, una noche en que volvía cargado de ropa de cama que compré a precios de liquidación en una fábrica de Munro que el menor de los Freire había localizado a través de Internet.

Venía en una camioneta, que manejaba el novio de mi hija (actualmente desempleado y que se dedica, por lo tanto, a proveernos de fletes a precios más bien módicos con el vehículo de sus padres), cargada con montañas de sábanas, fundas, toallas y toallones.

Mientras estacionábamos, se produjo un revuelo de tacos y minifaldas en la esquina de San José y Humberto Primo. Pensé en la policía, que cada tanto aparece para hacer cumplir las siniestras normas de convivencia urbana cuyas modificaciones fascistoides la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires aprobó a mediados de la primera década del siglo. El menor de los Freire fue una vez víctima de esos procedimientos más protocolares que otra cosa, obligado a oficiar de testigo mientras le labraban el acta a una joven que habría estado ejerciendo la prostitución. Ella se negó a firmar el acta y continuó, por lo tanto, con sus quehaceres callejeros. Pero él tuvo que concurrir a la comisaría, donde el acta fue tipeada, y mientras esperaba aprovecharon su presencia para hacerlo partícipe, además, de una suelta de loritos que un inescrupuloso traficante tenía enjaulados y dispuestos para su venta.

De modo que cuando vi la corrida que de San José se aproximaba hacia nosotros temí lo peor: ser yo también obligado a testificar en un caso de conducta escandalosa protagonizado por las chicas del barrio.

Me volvió el alma al cuerpo cuando comprobé que, en realidad, se trataba de una rencilla (seguramente por un territorio en disputa) que no involucraba agentes del orden y que las chicas que venían detrás agredían a las que corrían adelante con insultos y alguno que otro objeto contundente arrojado sin la precisión que el caso hubiera requerido. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comprobé, a la escasa luz artificial que la cuadra ofrece al transeúnte nocturno, que las chicas que corrían delante no eran chicas sino chicos travestidos, y que los chicos travestidos no eran otros que los más jóvenes y bellos integrantes de la cuadrilla de Rubenes.

Se precipitaron, como era de prever, en el umbral del Chez Freire, donde entraron, los cinco, ofuscadísimos y con los postizos desencajados mientras yo les sostenía la puerta en un gesto de caballerosidad involuntario pero del que no me arrepiento, porque las ménades dominicanas estaban ya sobre nosotros.

“¿Pero qué pasa?”, les espeté mirando sin poder creer los rímeles corridos y los torpes intentos por acomodar lo poco que vestían. Como niñas atrapadas en una travesura pícara, callaron al unísono y bajaron los ojos.

“Suban inmediatamente”, dije mientras observaba cómo la resma de almohadas que habíamos abandonado en la vereda era víctima de la furia y la codicia de las perseguidoras. “Cuando el mayor de los Freire se entere, me mata”, pensé (haciendo caso omiso de la mirada escandalizada del novio de mi hija, un chico de la zona sojera santafecina que yo estaba involucrando en una historia que sus padres habrían de censurar severamente). “Esperame en la camioneta”, le dije y subí saltando los escalones de tres en tres para ver qué raro twist el destino estaba arrojando sobre mí, un hombre mayor y ya cansado de sorpresas.

El cuarto piso, donde supuse que estarían los Rubenes rumiando su culpa y su bronca, era un cementerio. Por el hueco de las escaleras vi luz en el quinto piso y hacia allí me abalancé, ahogado casi y al borde de las lágrimas. Estaban allí, todavía cabizbajos, como un pelotón juicioso de escolares dispuestos a soportar el reto injusto de una maestra menopáusica. “¿Pero cómo? —dije, jadeando—, ¿aprendices de albañiles de día y putas de noche?” El más achinado y hermoso de todos los Rubenes, de pelo negro y lacio, soltó un gemido, se puso a llorar y se arrojó en un silloncito que yo no había visto nunca (en cuatro segundos pude notar que habían comenzado a amueblar el pisito y no lo habían hecho nada mal, para mi gusto). “¿Y esto de dónde salió?”, pregunté, tratando de aligerar la tensión, recuperar mi ritmo cardíaco y pensar algo inteligente para decirles en relación con una serie de hechos y presunciones para los cuales —justo es decirlo— nunca supuse que debiera tener un discurso preparado. “Lo compramos en Mercado Libre”, me contestó uno de ellos (el más amable de todos, el más callado, el que siempre me ayudaba con los bultos y me abría la puerta del ascensor sin que se lo pidiera).

Hablamos largamente y mucho de lo que me dijeron todavía no lo saben ni mis hijos ni mi madre ni los Freire. Lo cierto es que estaban decididos: el quinto piso del Chez Freire sería no ya hotel de pasajeros sino lo que en el barrio se conoce como telo: nidos de amor provistos para los goces clandestinos de la carne.

¡Cómo no nos habíamos dado cuenta antes! Ahora quedan claras las alusiones envenenadas del herrero, Urbano, que como buen evangelista estaba siempre con el demonio en la boca y no se cansaba de hablar mal de estos jóvenes a los que yo siempre defendía. Tendré que pensar qué decirle a nuestro huésped inminente, el exquisito zoólogo alemán que no sé si verá con buenos ojos instalarse en un edificio donde la confusión reina sin desmayo...

* * *

Aprovecho los últimos caracteres que me quedan para ordenar un poco el relato porque de otro modo, impedido de narrar como se debe, me veré obligado a contar generalidades o a callar, lo que es más grave. Todo empezó con la desaparición, hace unos meses, de la hermana gemela del Chino, el bello integrante de la cuadrilla de Rubenes que, cuando descubrí el juego nocturno al que se entregaba con sus compañeros, perdió la compostura y, entre sollozos, me contó todo (ayudado por sus jovencísimos secuaces, deseosos de “sacarse el peso de encima”):

Su melliza, después de haber pasado con honores por el noviciado, vivía en el convento de carmelitas que linda con la iglesia de San José (o Josef, como se lee en la fachada), justo enfrente del Chez Freire. El, que desde la primera infancia se había acostumbrado a usar la ropa de la niña, la visitaba regularmente (sólo ella lo entendía). La monjita, a la que llamaremos China, desapareció del convento sin dejar rastros.

Desesperado, el Chino aprovechó la oportunidad que se le ofrecía (¡trabajar enfrente mismo del escenario de su desdicha!) para vigilar las idas y venidas de las hermanas (ya nosotros habíamos observado que a determinadas horas del día se alborotaban y corrían por los patios del claustro). Sus amigos, conmovidos, se ofrecieron a ayudarlo. Lo que llamaron “horas extras” fueron conversaciones cada vez más íntimas con las prostitutas dominicanas y brasileñas de las inmediaciones, en busca de datos fidedignos sobre la vida en las manzanas que demarcaron como “escena del crimen”.

Preocupados por la finalización de los trabajos de albañilería en el Chez Freire (que ellos mismos comenzaron a sabotear para prolongar su estancia en el barrio), fraguaron la falsa caída que Rubén aprovechó para quedarse con parte de la torta turística de los Freire (lo que, para alegría de la banda de detectives aficionados, no hizo sino retrasar indefinidamente el final de la obra).

Convencido de que su hermana gemela había sido víctima de una red de prostitución (“era lindísima”, asegura), el Chino decidió él mismo traquetear las calles aledañas en busca de alguna pista. Sus amigos, una vez más conmovidos, se ofrecieron a acompañarlo en sus pesquisas. ¡Pero cómo! Nadie se dedica a la prostitución por solidaridad con el semejante (fue lo que yo dije).

Por supuesto. De paso hacían unos pesos que no les venían nada mal, porque Rubén, el jefe de todos ellos, no sólo robaba en los presupuestos que pasaba sino también en los jornales que a ellos les pagaba (“para comprar vino”, “es un borracho”, “le pega a la mujer”). Pero... ¡travestis! (fue lo que yo exclamé).

Ellos no son tontos. Sabían que por la contextura física que los caracteriza bien podían hacerse pasar por travestis, pero ellos “no entregaban”. Al único a quien le gusta que se la pongan es al Chino. Ellos eran travestis activas, solamente.

Como preveían, comenzaron a tener éxito nocturno, al punto de desquiciar a las compañeras trabajadoras del sexo que antes los habían introducido en las delicias de la noche. Lo siguiente fue establecer un centro de operaciones en el quinto piso del Chez Freire.

¿Y Rubén estaba al tanto de todo? (fue lo que yo pregunté, escandalizado). De ninguna manera. A Rubén lo engatusaron y, viendo el deterioro progresivo de su relación con el mayor de los Freire, lo obligaron a borrarse del mapa para poder usufructuar a sus anchas lo que, si hubiera verdadera justicia, les habría correspondido a ellos, explotados desde el primer día, y no al atorrante de su jefe.

¿Pero por qué no hicieron la correspondiente denuncia de la desaparición? (mi intervención más desafortunada). Porque ellos no eran tarados. Sabían que en el negocio de la prostitución y la droga están involucrados policías. ¿Qué sentido tenía avivar al enemigo de que estaban tras sus pasos?

Con las primeras ganancias de sus rondas nocturnas comenzaron a comprar muebles en Mercado Libre y a perfeccionar sus vestuarios en las ferias americanas del barrio. Como, pese a todas las astucias de las que querían hacer gala, son unos niños (o unas niñas, llegado el caso), y además de imprudentes parecen un poco incultos en las complejidades de la vida callejera, inmediatamente les organicé una reunión con la Lic. Marlene Wayar (ganadora de Los 8 escalones) para que tuvieran, al menos, asesoramiento sanitario.

Contentísimas, me pidieron que les guardara el secreto, cosa que hice, hasta que un viernes malhadado el mayor de los Freire fue falsamente involucrado en una red internacional de pedofilia.

¿Creen los Rubenes que Rubén habrá tenido algo que ver en el asunto? (mi miedo). “Por supuesto, es capaz de todo”, “Es muy mala persona”, “Tiene contactos”, “Le pega a la mujer”.

Mientras resolvíamos todos los entuertos legales en los que estábamos metidos, ellos querían seguir trabajando en el Chez Freire. Arreglando, en primer término, los desaciertos constructivos de Rubén, y después en “la parte turística”. Les gustaba el proyecto y estaban dispuestos a poner el hombro (como yo no pude evitar una sonrisa irónica me aclararon: “el hombro, en principio... Después se verá”). Prometieron ser extremadamente discretas porque sabían que no teníamos habilitación (¡ni la tendremos nunca!) para funcionar como nido de amor. Además, no pensaban abandonar el barrio porque estaban dispuestas a toda costa a encontrar a la hermana gemela del Chino, y del quinto piso del Chez Freire, según protocolo notarial, no podíamos echarlos. Desaprovechar sus servicios habría sido tonto de nuestra parte. Y desaprovechar la historia que me estaban regalando habría sido imposible para mí.

Continuará...

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