CRONICA
Agonía, performances y hospitales: crónica delirante de una eternidad anunciada
› Por Alejandro Modarelli
Esa flor pasionaria que fue Pedro Lemebel es como la cola de la sorprendente estrella Mira (aunque cola en Chile se le dice también a la marica) que fascina hoy a los astrónomos: en su derrame ultravioleta, uno ve lo que dejará el astro en su apagón. Hay que haber visto, para entenderlo, cómo se cerraba la Pedro con todas sus espinas, cómo la biología supo trazar metáforas en el momento de su clausura. Habrá que decir, a riesgo de apelar a la autobiografía ligera, que fui testigo de los últimos días santiaguinos del gran escritor (Roberto Bolaño lo llamó el poeta chileno más importante de su generación, digamos que escribía crónicas como quien escribe poesía), una agonía que era a la vez melodrama y comedia, qué otra cosa con él. Pude besar su cara y sus manos como no había podido con mi madre y con mi abuela en los ritos funerarios de la infancia. Y es que se estaba yendo de mi cambiante universo otro habitante oceánico y devorador, otra de mis grandes mujeres, alguien que me parió la porción más sonora y femenina del alma: Pedro Lemebel, les aseguro, fue mi nodriza literaria.
En la escena mimética que nos ata en carne y alma al moribundo –uno habita en el otro, entonces, de manera radical, y ni qué decir si ese otro es admirado– puede colarse por carácter transitivo cierta jactancia, unos pétalos de narciso, la ansiedad de un espejo. La estampa de la Petra hospitalizada con un casco emplumado y una rosa entre los dientes mezcla en mi memoria dignidad, farsa y, sobre todo, empatía. El casco emplumado... Entre las imágenes de esos días (“Decime Morda, ¿no es cierto que todo esto lo vas escribir?”, me preguntó desde la caverna abierta de su garganta, y alguien me develó la broma del apelativo: Gorda + Modarelli= Morda) elijo justamente la fuga ortopédica por las calles pitucas del barrio de Providencia, donde queda La Fundación del Cáncer Arturo López Pérez. Detrás íbamos empujando con Jaime Lepé, en el arte conocido como Dajme, amigo desde la adolescencia, ayahuasquero que lo cobijó durante su migración de 1984 a Buenos Aires, cuando Pedro Lemebel usaba todavía el apellido paterno y testicular de Mardones y se ganaba la vida como un artesano jipón.
Los armatostes de seguridad de la clínica nos dejaban salir y entrar del edificio con el “paciente en estado crítico”, a quien no le negaban un beso de regalo al pasar, y eso que en el Chile prostático los varones no se dan cariño de ese modo. Pero a esa altura quién le iba a impedir la breve huida, quién le hubiera rechazado el piquito de cachorro justo a esa estrella supernova que se apagaba mientras seguía jodiendo a su entorno.
Para hacerse oír, la Lemebel tenía que taparse el hueco de donde emanaba como podía su ronca voz en off (y no obstante le salía una risa muda, mientras ahuyentaba así a la muerte). Como una Nefertiti malandra, cascarrabias y roja, zarandeaba la mano hacia el rosal de una mansión vecina, para obligarnos a arrancarle a los cuicos de Providencia (es decir a los conchetos, seguro que eran pinochetistas) una flor con todos sus filos, para lastimar con ella al cáncer. El gran orfebre de la crónica trola latinoamericana vistió así de jolgorio el anuncio de su muerte cercana. Y no fue sólo la rosa robada sino que, como siempre, ella dobló la apuesta. Se clavó un penacho de sioux en la cabeza, que le compré por cinco lucas a un vendedor de sombreros de cotillón. Era mi última ofrenda. Llegaba el fin de año y es común que Chile se disfrace. Así, revestida de deidad precolonial de pelotero, con la cresta de cóndora evanesciéndose en un arco iris, herida en vuelo, regresó enseguida a la morfina hospitalaria, y contenta la faraona por el paseo en su faluca se animó a la broma soez de abrirse de piernas (hubo que colaborar en la pirueta) cuando pasó un pendejo kinesiólogo como salido de revista porno, delante de la puerta. Esa foto es todo un documento de after hour de locario.
Las amistades con las que Petra se peleaba de por vida volvían al poco tiempo (me cuenta ese otro personaje santiaguino el Che de los Gays, Víctor Hugo Robles, que ayer soñó con Pedro, que llevaba un chaleco de mil colores para despedirse, y que se reconciliaban para siempre). Hoy te echaba del living y al mes te agasajaba con una canción de Bola de Nieve y tres litros del bueno, y siempre había lugar para un nuevo ensayo de amor; no sé si esto último fue mi caso: “Quiero más a la Noy que a ti”, me punzó una noche, a ver si reaccionaba. “Y creo que hacés bien, prima –le respondí–, porque ella sí vale la pena.” Qué otra cosa podía responderle si me comparaba nada menos que con esa medusa candomblera de Fernando Noy. Cómo iba a irritarme cuando me llamaba con un poco de desdén cactus de terciopelo, si yo sé que habito mejor en las crónicas que bajo la borrachera o los focos, y el vestido de hembra con que salí tantas veces a devorar sexos atorrantes era apenas un jumper para devorar chongos.
Chongos... La Lemebel o la Noy (de quien me pidió con insistencia que lo despidiera, y que además lo conservaba retratado en su piso de Bellas Artes) son pura recreación de sí, caníbales urbanos que con tres dentelladas al hilo transforman una calle de Buenos Aires o de Santiago en su propio alimento carnal, que será siempre una revelación o una crónica al desamparo. Los chongos, los rotos, de pronto abandonan la esquina donde piden el mango, para seguir el paso de Parnaso de esas dos locas egregias, y hasta parecen pedirles perdón mientras le punguean el bolso anacrónico, como les pasó una noche en la avenida Corrientes. Ellas tan campantes, tan a su aire, se dejan robar para seguir dando qué hablar.
No imagino qué cosas Pedro habrá preferido pasar por alto en el momento de soñar un montaje definitivo para su vida, lamiendo memorias contra la almohada. Qué recuerdos descartó para cuando se encendiera el ula ula del final. Quiso salir de la López Pérez la tarde del 31 de diciembre para reunir a unos pocos amigos –el Che de los Gays incluido– en su departamento del barrio Bellas Artes; nada que ver con el lujo gringo del Alto Santiago, que no era su ideal de casa: sus fastos domésticos eran recuerdos austeros de sus grandes momentos, abanicos, fotografías, afiches, dibujos y homenajes. Supongo que el preferido era una lámina donde se estilizaba una rosa en registro Luxemburgo, y el nombre de Gladys Marín, su gran amiga, la Pasionaria de Chile, que se la hizo difícil al dictador. Planeaba publicar este año el libro de sus conversaciones con esa prócer compañera del Partido Comunista.
La morfina que reclamaba a cada rato le traía fantasmas de ciudades. El cielo de Santiago estaba de plomo, y el aire pesado: “¿Estamos en Buenos Aires?”, consultó. Le dije que no, a pesar de saber cuánto amaba esta ciudad, quizá porque le habían quedado para siempre tatuados en el cuerpo los lunares libertarios y dragueados del ’84. “Me quieren más en la Argentina que acá”, había decidido creer, y por supuesto no lo contradije. No sé, por ahí nunca dejó de estar enojado con las torsiones neoliberales del universo gaycito santiaguino. Sobre todo, no le gustaban los nuevos referentes de la literatura maricueca trasandina. Nadie se anime a declararse heredero.
Yo le llevé de regalo un elefante diminuto traído de la India, que representa al dios Ganesha. Que remueve los obstáculos. Espero que esa cosita le esté quitando del camino lo que no quiera recordar. Que lo ayude a hacer como con una película su montaje definitivo, mientras lleva la rosa robada entre los dientes y el casco de sioux desafiante. Como con su maestro Monsiváis, como con Chavela Vargas, ay, que se cuide de Pedro la muerte.
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