ENTREVISTA INéDITA
En junio de 2012 la Petra recibió en su casa a Facundo R. Soto. El resultado fue una entrevista que no se publicó en ese momento, a la espera de un segundo encuentro que Lemebel fue posponiendo con evasivas y promesas de muchos más detalles jugosos. Aquí, algunas de las perlas de aquella charla que va del sexo lumpen al amor de madre.
Me abrió la puerta un chico alto, moreno y con barba. Pensé que era árabe o brasileño, pero después me enteré de que era peruano. Detrás de él, Pedro. Inclinado como si quisiera espiarme, para ver cómo era, me miraba con la mano en la cabeza. Tenía un gorro, un pañuelo en la garganta y llevaba un pantalón violeta de pana. Hablaba en susurros y se esforzaba para hacerse oír. Me contó que la semana anterior le habían dado de alta después de la operación de laringe. Esa tarde iba a ser el primer día que volvería a comer. Llevé masas secas para tomar el té. Pedro, acercándose, me contó que él y Alfonso (el morocho de barba) no habían almorzado. Eran las cuatro de la tarde. Se metió en la cocina para ver cómo iba el pastel de papas. Pedro abrió el horno. El olor a carne llegó al living, donde yo me había quedado mirando los cuadros. Había cuatro: uno era un collage, con fotos, recortes y escrituras, muy dadaísta. Estaba hecho sobre una cartulina apelmazada por el tiempo, con manchas de humedad, pegado en un cartón enmarcado en vidrio. El que estaba al lado era una serigrafía plateada. Tenía a un hombre con cables en la cabeza. No podía sacarle la mirada a ninguno. Después, descubrí que había otro. Parecía un Liechtenstein auténtico. De hecho se llamaba así, y era el retrato de Liechtenstein, pintado con su técnica y color.
Cuando Pedro volvió al living le pregunté si era un original. Me dijo que no, que era un Liechtenstein pintado por un chileno. Volvió a la cocina y me llamó desde la oscuridad. Me preguntó si quería comer. Le dije que no, que un té estaba bien. Volvió a abrir el horno. Alfonso sacó la fuente y Pedro lo espolvoreó con azúcar. Regresamos al living y nos sentamos en el sillón. Sonaba un disco, en un tocadiscos con púa. Me preguntó por “las chicas”: La Noy, Marlene Wayar, Lohana. No sé cómo sacó el tema de la paranoia de los escritores. Le llamaba “paranoia” a los escritores que persiguen el reconocimiento del público, la crítica y sus compañeros, sin importarle nada. “Lo pierden todo, por el reconocimiento –me dijo–, nadie, a excepción de dos o tres en Chile pueden vivir de la escritura. Ni la Marcela Serrano –ya bajaron sus ventas–, ni siquiera Ricardo Piglia. Acá, la única que puede, creo, es la Isabel (Allende). Yo tampoco tengo el reconocimiento que debería tener, pero eso ya no me importa.” Después cambió de tema: “¿Cómo están las cosas allá? Es arriesgada la Cristina, arriesgada”, repitió sacudiendo la mano y dando carcajadas. Me preguntó por la ley de matrimonio igualitario y la de género, y en qué estado estaba el tema de la despenalización del “fasito”. “Vamos por buen camino, vamos bien.”
Le pregunté si Alfonso era su pareja. Me dijo que no, que era un amigo. Que lo conoció cuando lo esperaba en la puerta de un lugar donde él trabajaba, que caminaban charlando y así se hicieron amigos. “¿O me tengo que coger a todo el mundo?”, me preguntó molesto. Le dije que estaba de acuerdo con lo que decía, que “todavía existía el mito de la loca comehombres, pero que nosotros sabemos que tener sexo es fácil, lo difícil es encontrar amor”.
Después me contó que lo más fuerte que le pasó en la vida era lo que estaba viviendo en ese momento: la operación del cáncer en la garganta. “Es el segundo cáncer que me sale en el mismo lugar.” Después de la primera operación, el médico le pidió que no siguiera tomando alcohol, y él continuó tomando. Cuando el médico le preguntó cuánto bebía, ¿dos o tres copas de vino, por día?, Pedro asintió con la cabeza, pero en el fondo respondía: ¡tres botellas! Me preguntó si los escritores en la Argentina eran de hacer culto a la bebida. No alcancé a responderle que él se respondió: “No, eso es muy de los americanos”.
La otra cosa más fuerte, la muerte de su madre. Me dijo que desde que murió la mamá tomaba una pastilla para dormir y asimismo dormía sólo cuatro horas. Preguntó de pronto por qué había menos lesbianas, o si era que no hacían pública su homosexualidad. Me dijo que una amiga torta le había dicho que era porque los gays eran hombres y que también respondían al patriarcado hegemónico. Pedro dijo y ahora me repitió que era porque eran más cagonas.
Y la tercera, haber conocido el amor. Me dijo que fue hace poco, el año pasado, que hasta el momento tenía disociado el sexo del amor. Que estaba acostumbrado a tener sexo en lugares lumpen, debajo de un puente, en baños; siempre rápido y a escondidas, mi niño. “Yo no estaba acostumbrado al amor, ni hacerlo en una cama de rosas”, me dijo mirando el techo. El año pasado, Pedro estaba saliendo con un chico de Valparaíso que tenía 38 años y pintaba cuadros. Las veces que él fue a su casa fueron un desastre. Tenían que andar escondiéndose. El chico no quería que su familia se enterara de que andaba con otro hombre. Caminaban por calles poco transitadas, tenían que viajar en taxi, y cuando veían gente se cruzaban de calle, porque Pedro es una figura conocida en Chile. Tuvieron la mala suerte de toparse de frente con la hermana de su novio, y fue un momento de tensión. En lo sexual también eran un desastre. El chico quería sexo y Pedro, amor. Su novio empezó a ir a un psiquiatra, que le dijo que no era gay. Hasta ahí llegaron. Pedro no quiso volver a verlo. “Pero yo siempre fui un enamoradizo, pero esto fue otra cosa.”
Me contó que cuando él era chico vivió en un barrio alemán, en las afueras de Santiago. En su cuadra vivían los hijos de los mapuches y los obreros. Recordó a un grupo de chicos más grande que él jugando a la pelota. El que perdía tenía que hacerle la paja a otro, del equipo ganador. El juego iba creciendo y el que perdía tenía que darle un beso en la pija al otro. El no se enganchaba en ese juego porque –me dijo– los chicos con los que él jugaba eran más chicos. En silencio miraba cómo jugaban los más grandes. Le pregunté si él, después, cuando creció, pudo jugar como los otros chicos. Me dijo que sí, pero que las cosas que hacía las guardaba en secreto, mientras que los demás chicos lo contaban. “Las cosas ahora son taaaan diferentes de como eran antes... Antes, las mujeres no se la chupaban a sus maridos, ni lo hacían por atrás; para eso estábamos nosotrxs. Ahora todo cambió tanto... En una época, había teteras en la Biblioteca Nacional, en uno o dos lugares más y nada más. Pero Chile nunca se caracterizó por eso, como Buenos Aires.” Me preguntó si seguían existiendo las teteras de Constitución, las de los subtes, las de los McDonald’s. “Acá todo es muy distinto, ¿sabes? –me dijo–, ya casi ni hay taxis boys en la Plaza de Almas, como antes. Ahora todo es por Internet. Y si llamás a un taxi, de los que se ofrecen por Internet, no podés ni hablar dos palabras con ellos. ¿Sabés una cosa, mi niño? Los hombres no aman a las mujeres.” ¿Las quieren como madres?, le pregunté. “Los hombres aman a otros hombres, no a ellas. Por eso ellas sufren tanto y siempre están reclamando que los maridos las quieran. Porque no las quieren de verdad... Los hombres no aman a las mujeres”, volvió a decirme, y pensé en ir al baño para anotar la frase.
Le pregunté si pensaba que existía una literatura gay. Me miró como fulminándome, se quedó un rato atravesándome con sus rayos. “Ese es un pensamiento falocéntrico, machista, pensar que hay una sola literatura y que gira alrededor de lo que esa persona cree que es literatura. Hay tantas literaturas, mi niño, como peluquerías para mujeres, y gays que salieron de la peluquería. Hay literatura para gays y literatura hecha por gays. ¿Por qué negarlo?” Mientras Alfonso ponía la mesa frente a la ventana, Pedro y yo llevábamos las sillas de la otra mesa. En el pequeño patio había dos columnas de yeso con plantas. Las plantas estaban ordenadas, muy prolijas, formando un semicírculo. Adentro, el piso de parquet brillaba. La mesa tenía un camino tejido al crochet. Me pareció que estaba sentado en la casa de mi abuela. Pedro se sentó enfrente de mí. Apareció Alfonso con un tenedor. “Nooo, ése no. Tráeme otro”, gritó Pedro como una loca histérica. El chico se fue y volvió con otro tenedor. El pastel de papa largaba humo. No era de carne roja, porque Pedro no come carne roja, sino de pavo. Todavía no podía tomar agua, “porque el esfuerzo de las cuerdas vocales con el agua es otro”, me dijo. Alfonso le trajo jugo. “Es más espeso, y hago menos esfuerzo para tragarlo”, me explicó. “Tampoco puedo tomar té, pero estamos pensando en comprar un vaporizador para fumar marihuana, porque si no puedo tomar agua menos voy a poder fumar. Es imposible. ¿Sabés lo que más me duele de todo esto? Que no puedo beber.”
–¿Y qué te da la bebida que la extrañás tanto? –le pregunté.
–Intensidad... Intensidad. Lo que me falta es intensidad.
Seguía hablando en susurros. Comía con ganas.
–Qué bueno es comer.
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