SOY ABIERTO A LA FICCIóN
Aurora Venturini, autora, entre otras obras, de Las primas (ganadora del Premio Nueva Novela Páginal12 2007), envía un relato inédito escrito especialmente con su cabeza puesta en SOY
Era Genaro un napolitano millonario que vivía en un barrio privilegiado de La Plata, en una casona divina con varios camareros diligentes uniformados de maestranza pero muy elegantes. Hete aquí que el millonario casado con una milanesa estaba solo. La milanesa había viajado a Milán; él permanecía en cama, herido de amor...
—No estoy enfermo, Aurora, estoy muerto de amor...
—¿Quién fue la hereje?
—La María Aurelia... Amo a esa mujer... La quiero para mí solo... A mi edad... 75, Aurora, casi 76. Mi esposa 65 y es bella, mas la pasión terminó y no hay fuego, hay costumbre. Los dos igual. A Silvana le alivia viajar sin mí y a mí me gusta estar solo.
—Genaro, ¿por qué se frustró el aparente romance con María Aurelia?
—¿Aparente?, ¡no en cuanto a mi sentir!, de ella no sé.
Empezó a desgranar su historial dulce y amargo. Algo tremendo que había empezado en primavera napolitana.
Genaro Gennaresi por naturaleza dadivosa fue mecenas de plásticos e instituyó un premio nada despreciable en dólares a la pintura y a la escultura sobresalientes cuyo autor optara.
La cruel María Aurelia, pintora platense, optó.
María Aurelia se presentaba en Buenos Aires en salones excéntricos de Barrio Norte y diarios importantes elogiaban sus cuadros, columnas, columnas los elogiaban; a ella la motejaron María Aurelia al Cotorrazo Limpio. Sin arredrarse ni protestar, guardaba en su enorme pecho odio sin par.
Era monumental de casi dos metros fuerte y fornida, musculosa estilo boxeador (algunos másculos la prefieren así) carecía de encanto femenil dulzón y quebradizo. Hija única. La mamá contó que nació con cinco kilos. Cómo le habrá quedado la acobardada cotorra a la doña. La doña muy delgada y petisita; don Aurelio, pater familias, el tipo de dueño infeliz y tenue a que la hija única dominó desde la cuna, mostraba decaimiento y fatiga. Significaban los dueños dos guiñapos y la hija una gigantona.
Habitaban un caserón céntrico que con las lluvias, los vientos, los escandalosos solazos, se había arruinado hasta la desolación. La mamá, ama de casa, ayudada por dos mucamas a que les daba pieza de servicio y comida a cambio de trabajos y cocina, ofrecía jueves de reunión a la hora del té con otras damas de la sociedad.
Durante los convites hablaban del servicio doméstico, de la muchacha (la sirvienta), frunciendo los labios en señal de distinción. El marido trabajaba en la administración como empleado del Jockey Club.
María Aurelia cuando quería molestar a una amiga o conocida que llevara una pulsera, por ejemplo:
—Qué bonita pulsera...
La amiga o conocida:
—Me la regaló mi madrina.
María Aurelia:
—¿Sabés dónde la compró?, porque desearía regalarle una igual a mi sirvienta.
Advertida de esa continua manera de menospreciar a la amiga o a la conocida, siendo psicóloga, descubrí en la gigantona fijación por humillar a la gente. Averigüé la prosapia de los progenitores y supe, compensándome al cabo, que el papá era hijo de la sirvienta de una familia copetuda de Buenos Aires con el niño de cuarenta años, que lo reconoció aunque jamás se casaría con la muchacha de nivel embarrado. Los complejos así se comprueban. La mamá procedía de pseudorricachones y pseudoaristócratas.
Volvamos al dormitorio divino del palacete de Genaro Gennaresi, él, cuyos ojos azules brillaban la lágrima de una mirada. Estaba seguro de amar a esa esquiva dama grandota. Le rogué que desembuchara para aliviarse. Lo hizo. Invitó a María Aurelia Gran Cotorra a Nápoles, en primera clase, a la Italia; ella, coqueteando su inmensidad, aceptó. Con apenada expresión el enamorado me confesó: durmió en el viaje... y roncaba.
Ya en Surriento, decía el cuitado, fueron al hotel lujoso que lleva el nombre de la ciudad, sólo para acicalarse. Después irían a cenar. Arribaron a las 20 horas, 16 en nuestro país. El restaurante del centro capitolino pintoresco con personal refinado y cangrejos vivos en una lagunilla para que los clientes elijan el que despierte sus angurrias. El cocinero lo echará en agua hirviendo; en un plato lo adereza con ostras y otros frutos de mar y lo traerá a la mesa, y así como cangrejos hay caracoles, anguilas, pulpos y pulpitos, uvas arracimadas y vino Chianti Lacrima Christi. La vajilla imperiosamente regia.
—Noté la sorpresa admirativa de ella y me sentí al principio ilusionado, ferviente imaginando otro banquete e intimidad. Ella comparó el servicio de mesa del hotel con las reuniones en casa de su familia. No contesté porque invitado por Don Aurelio cené en su casa pollo hervido con papas y Coca-Cola y el oferente aprovechó la situación solicitándome dinero, pues tenía un apriete bancario.
Proseguía la confesión del enamorado:
—Habíame sacado auto nuevo; es extraordinario como un transatlántico de lujo, es un palacio con ruedas.
Aclaró que lo dejaba en Nápoles, ya que acá usaba cualquiera de los tres que adquiriera por una ganga.
Los amables y pacientes lectores imaginarán, y no se equivocan, que el interés de María Aurelia crecía desmedidamente como el fervor de Genaro.
Finalizada la cena partieron en dirección al palacete propiedad de la familia Gennaresi. Un criado de librea abrió el portalón, entró el transatlántico, bajó el dueño y dio la mano a la dama inmensa. Cada cual cambió el atuendo de noche por el de reposo. Luego de somera inmersión refrescante el enamorado, su corpachón aún vigoroso, su pene inquieto, sus pies tratados en la mejor podología, calzó el piyama de seda china motivados con dibujos eróticos de un pintor chino. Ocupó el lado varonil del lecho de pura broncería antigua, sábana de seda italiana, música de Pergolesi.
—La esperaba con fervor a ella que aún tardaba... Ah... le donne. Apareció en el marco artesanado del dormitorio, desnuda con la luna llena iluminándolo, quedé petrificado a la expectativa de poder estrecharla entre mis brazos hartos de soledad y angustia. Ella se recostó majestuosamente; advertí que portaba algo así como un sobre dorado.
Genaro Gennaresi descansa. Lo veo agobiado. Corren cinco minutos de silencio. Llueve afuera en el paisaje urbano de esta zona céntrica platense. El reloj de péndulo suena las 21 horas. Genaro Gennaresi revive una escena terrible.
—Terrible, Aurora, lo que sigue me causará la muerte; moriré por eso, fue demasiado... Yo amo a la María Aurelia a pesar de todo.
—Le ruego se tranquilice y me cuente atendiendo, además de mi calidad de amiga, que soy psicóloga de la escuela de Lacan.
Responde que antes necesita beber champagne y con la campanilla llama al camarero que acude y cumple. Yo acompaño con mi copa de champagne y el clima se acidula.
—Ella ¡mamma mia! me acarició los párpados. “Cierre los ojitos”, dijo. Los cerré. Noté que corrió el cierre del sobre dorado y que accionaba... Aurora, ¡mamma mia! Se puso un cinturete con un pene rojo que se movía igual a los penes humanos; con voz de mando ordenó: “Date vuelta”. Puse los pies en el piso y huí... Tuve miedo. María Aurelia ya no era la dama hermosa que me enardeció sino un capitán de Carabinieri frente a la tropa.
Le aconsejé que se tranquilizara, ya no tenía veinte años. Serví dos copas de champagne. Bebimos. Afuera la lluvia arreciaba. El napolitano aparentaba ser un navegante perdido en la bahía de Santa Lucia. El camarero entró portando una picada. Ofrecí brindar por olvido, olvido que fructificaría en recuerdo jocoso, anecdótico para relatar entre amigos.
—Ya pasó, Genaro. Punto final al mal trago y a otra cosa.
—Lo peor es que no puedo alejar a la María Aurelia de mi pensamiento... Vuelve... Vuelve... Insiste.
—Usted insiste, ella es el ayer, lo ya vivido. Usted no debe estacionar en ese sitio napolitano. Surriento es una ciudad que merece ser recordada amablemente deseando regresar.
—Yo amo cada minuto más a la María Aurelia. Me duele la testa, Aurora. Voy a morir de amor frustrado.
En realidad la frustrada fue María Aurelia, que había regresado a La Plata temerosa de que Genaro cuente la aventura. La enorme dama-mole, dueña de la gran cotorra, por cierto no era prejuiciosa. Mas no aceptaba la decadencia y relataba sus conquistas. Con Gennaresi, fracasó.
La inmensa mole visitaba a menudo la isla de Lesbos; preciosa ínsula greca frente a Turquía de donde le llegan sones de Eros y de Venus a cuyas finezas trata de corresponder la Gran Cotorra. Había entre las lesbias una vieja erótica musicóloga, que emparejaba con ella. Planeaban casarse igualitariamente pero la platense llevaba con lentitud la consumación del hecho por aquello del pene rojo que asustó a Genaro Gennaresi. Prefería los firuletes másculos a los féminos sáficos.
Safo de Lesbos, en realidad, desempeñaba papel de institutriz de jóvenes casadas a las que iniciaba en poses y demás requerimientos para que el matrimonio resultara duradero y él cada noche sintiera curiosidad por lo novedoso que ella le ofreciera en el lecho de rosas.
La fama en contra de Safo, difundida por los puritanos en el mundo entero, se debe a las prácticas del Instituto de Amor de la dama lésbica. En esas ocasiones ella tomaba dos personalidades: tanto la de él como la de ella.
Dejé a mi doliente amigo asistido por su camarero, creo, menos desolado. Volví a verlo en la calle 7 y 50 una mañana invernal y me invitó a desayunar en La Paris. Estaba melancólico. Bebimos café con leche y medialunas. Evitó referirse al tema abrupto. Atribuí su angustia al olvido o al hecho de acceder a la proposición de María Aurelia y sufrir al sentarse con el traste hecho tiras. De pronto fijó en mí sus ojos diciendo:
—Debí haber dado el primer premio de pintura a la María Aurelia y no hubiera pasado nada.
Empezó a llover en la ciudad. La calle 7 y 49 brillaba bajo el agua.
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