Breve y amanerado adiós para el francés de las mil formas
› Por Alejandro Modarelli
Se dijo que tu ira en la trastienda del show era infinita, Jean-François Casanovas, porque necesitabas del gesto prusiano para fijar la escena en su loca perfección. El malhumor del genio es amor violento, y Caviar nunca hubiera llegado a ser mito porteño sin esa chismografía marica que podía dar cuenta de los cachetazos que en ocasiones se propinaban las figuras del grupo en los vestidores, entre número y número, porque el artificio infinito, la simulación, el trompe l’oeil sobre el espectador las precisaba saliendo del raudo camarín alimentadas con furia muda y creadora, con polvos nacarados y mechones de peluca del partenaire rebelde. En fin, hasta la fantasía y el glamour necesitan orden, como la orgía. Y nadie mejor que vos para usar el tridente.
Tus delirios expresionistas de cabaret berlinés, tus apuestas retro, los espectros de Hollywood que hacías renacer en la escena, tuvieron además de epígonos, rivales envidiosos a los que ignorabas minuciosamente. Se habló de un sello artístico que pudo haberse vuelto al cabo de los años un hábito o un rito inalterable. Pero qué importa, si tu destino fue impregnar de arte universal al perezoso show transformista de Buenos Aires, y con eso fuiste revolución. Un público de Tercer Mundo, en su éxtasis, sentía por fin haberle hurtado uno de sus dioses a París.
El podio de vanguardia estética fue tuyo en este país al que llegaste en 1980 para montar un espectáculo sin casi conocer nada de sus glorias ni miserias; recordabas la obligada imagen de Eva Perón, por ejemplo, en una estampilla que desde niño, mariquita, te despertó ya curiosidad. Apenas si habías oído algo de la dictadura y nada de sus crímenes. De inmediato la censura te hizo caer de golpe sobre el mapa de los bárbaros, cosa inentendible para quien jamás sospechó que el transformismo pudiera ser confundido con conductas inmorales, pero bueno, quizá debieron advertirte que los militares argentinos eran capaces de prohibir a un bailarín porque se le marcaba demasiado el bulto, como sucedió con Bomarzo.
Me pregunto ahora si esa fugaz prohibición de la dictadura, ese malentendido que creyó ver en tu arte tan sofisticado apenas un aquelarre de maricones, te habrá hecho después tan celoso de tu rosa misántropa intimidad, y que por eso mismo enmudeciste indignado cuando en el viejo Paladium, durante el evento Stop SIDA de 1987, un periodista te preguntó si eras homosexual. Si había algo a lo que te negarías siempre, fue a figurar en el catálogo de arte gay, por más que admitieses que era precisamente la mirada de una loca la que podía extraer lo mejor de las estrellas.
Lo cierto es que desde el 29 de abril pasado te llevaste en la misteriosa barca, junto con tu cuerpo, toda una época de mi vida. El universo del varieté, donde los gays emergidos en la noche de los años ochenta fuimos forjando la sensibilidad de una identidad, era para mí Caviar y sus desprendimientos. Desde ahora estoy más solo en mi presente, Jean-François Casanovas, hermoso simulacro.
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