El previsible retorno de Gran Hermano y su picadora de carne.
› Por Alejandro Modarelli
Desde que la sociedad se ha vuelto o se cree más tolerante, argumentar contra el pensamiento reaccionario es más difícil. Cuando La Verdad se coronaba en el trono metafísico, resistir a ella desde nuestra inquietante singularidad significaba muchas veces jugarse la vida, urdir tretas contra los poderes y encontrar la metáfora justa para conseguir decir lo indecible. El moderno universo democrático liberal, en cambio, es una jaula elástica donde se mueven supuestamente a gusto pájaros de mil colores, con su platito individual de alpiste. Pero lo cierto es que unos pájaros sobreviven y otros no al famoso “punto de vista” (la mordida del lindo gatito) que profieren públicamente y a sus anchas quienes están subidos a la palmera de la cultura masiva y tantas veces, sin conciencia de su propia ideología, quieren determinar las condiciones en las que se escenifica el mandamiento de la tolerancia: “Yo te tolero, pero tu existencia sigue siendo un problema” (lo cual requeriría, en fin, algún tipo de solución, aunque no fuera final).
Hace unos días, en el set de panelistas de Gran Hermano, se produjo un intercambio, digamos tenso, entre la empresaria de lencería erótica Victoria Vannucci, devenida señora de Garfunkel, y Sofía Gala, la sorprendente hija de Moria Casán: Si existe la Ley de Identidad de Género, enfatizó Sofía, molesta con la evidente transfobia de un participante, es el resultado de la lucha de muchas personas trans, y resulta doloroso e injusto para ellas que en La Casa del reality show alguien pase por encima de ese triunfo normativo (más aún cuando ese alguien es gay) y se dirija a Valeria Licciardi anteponiéndole el pronombre masculino.
La señora de Garfunkel se encrespó porque –si bien “respeta (tolera) a Valeria”– desacuerda con la ley, que como toda ley puede cambiar (o desaparecer). Y además exigió que su opinión, como la de otra tanta gente que no se anima a lanzarla por temor a ser calificada de discriminadora, fuese también respetada, porque si no el debate se obstruía.
Ahora, la nueva señora nos deja en ascuas. ¿Qué es aquello con lo que desacuerda? ¿Con el contenido de la norma? ¿Con los derechos que ahí se reconocen? ¿Con la transexualidad de las personas trans, es decir con el modo en que son, con que sean también consideradas víctimas? ¿O con la manera en que estas víctimas, si lo son, han propuesto los términos en que la sociedad legisladora debería reconocerlas y reparar el daño histórico? Nada argumenta, quizá porque nunca se molestó en echarle un vistazo a la ley, salvo que se debe respetar su incordio y su derecho a manifestarlo. El pensamiento de Vannucci es un no-pensamiento que reclama su lugar en la esfera pública, creyéndose amparado por una tradición tan válida como puede ser la del prejuicio. Es cierto, claro, que revela que la cuestión sobre las identidades y las normas de reconocimiento sigue siendo, antes que nada aunque no sólo, ontológica. Se cuestiona una subjetividad, para luego cuestionar su reconocimiento.
La libertad de expresión fue durante siglos un bien esquivo por el cual pelearon y hasta murieron aquellas personas obligadas al silencio, la deshumanización y la invisibilidad. Cuando se legisló contra los delitos de odio en Estados Unidos, los republicanos extremos se irritaron porque veían amenazada su libertad de expresarse, que no era otra cosa que poder injuriar y promover discursos violentos, sobre todo contra la población lgbtti: tolerarte es no matarte, y con eso debería ser suficiente.
La señora de Garfunkel esgrime en el panel de Gran Hermano una opinión que reclama respeto; apelando a la libertad la lanza en forma brutal mientras pide (sin entender que lo está pidiendo) un cálido exterminio del naciente derecho de los siempre olvidados. El Estado, para ella, fue demasiado lejos con el reconocimiento. Pareciera que con la Ley de Identidad de Género algo le fue robado. Como si le hubieran inventado un impuesto a su propia identidad. Así, se cree víctima de la voz de las víctimas. Y exige no ser discriminada por discriminarlas, todo en nombre de la tolerancia y la libertad de expresión. Como los republicanos, se refugia en esos bellos conceptos, pero en su contracara obscena.
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