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› Por Claudio Zeiger
Se suele escuchar, en ciertos discursos públicos de afirmación de identidad, la preferencia por un término crudo e impactante. “Yo soy puto, no gay”, suelen decir algunos artistas refrendando así la intensidad de la experiencia, a lo que se suma la agrupación Putos Peronistas, que además de darle la impronta nacional como corresponde a un peronista, reivindica actores sociales que no suelen mencionarse con tanta especificidad en el “área queer” como “los pantaloneros, los costureros, los peluqueros, el travesti con silicona barata...”. En el otro arco, lábil y fluido como corresponde a estos tiempos líquidos, el término gay, energético, festivo, universal y —anestesiado por el uso— bastante neutro. Es poner el foco en la identidad sexual, más allá de si es rico o pobre, peluquero o diseñador.
Si bien no se nos escapa la buena intención de resignificar un supuesto insulto, decirlo en argentino y de paso recordar saludablemente que muchos putos, gays o como se los llame son hijos del pueblo, sufren discriminación social y no sólo sexual, permítasenos reivindicar la existencia de un término que, más allá de que se lo diga en inglés, es universal como los derechos humanos e internacionalista como las banderas del viejo socialismo. Permítasenos advertir de paso que la proliferación de nuevos términos que corren a veces más rápido que los sujetos a los que dicen designar en el mundo real no necesariamente garantizan la diversidad.
Gay quiere decir lo que quiere decir y parece funcionar muy bien en una sociedad en la que el borde del insulto no termina de licuar su filo. Es cierto que muchas veces gay parece una marca que se menciona ya sin pensar lo que quiere decir, pero también es una forma de identificar no sólo personas sino un estilo o una estética, una literatura o una subcultura. Gay es diseminación social, y por qué no pensar que se puede serlo más allá del ejercicio puro y duro de la sexualidad. En fin, cada uno llamará a sus amigos y se imaginará a sí mismo como más le plazca, pero las palabras no son inocentes y sí elocuentes cuando rebotan sus ecos sobre el terreno todavía fresco y arcilloso de la diversidad.
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