› Por Diego Trerotola
Hay pocas cosas más complicadas que el objetivo central de la Marcha del Orgullo Glttbi: llegar a ser un lugar de expresión plena de la diversidad. Es difícil ser la voz de todxs, representar a las distintas posturas que luchan por acceder a las posibilidades de la trama social para constituirse en ciudadanxs plenos. Cada gesto que se produce desde el discurso visual o escrito para la Marcha intenta ser inclusivo. Sin embargo, siempre hay límites. Por ejemplo, desde hace años, la Marcha transcurre entre dos escenarios, el de Plaza de Mayo, llamado Nadia Echazú en memoria de la activista travesti fallecida, y el escenario de Plaza del Congreso, denominado Carlos Jáuregui, en este caso, en memoria de otro activista, fundador de esta Marcha del Orgullo de Buenos Aires y primer presidente de la CHA. Ese trayecto está marcado por dos identidades, la travesti y la gay, pero, ¿y las lesbianas? La propia identificación de los espacios se puede pensar como invisibilización de una de las orientaciones sexuales celebradas en la convocatoria. Obviamente podríamos decir que no hay duda de que se debería bautizar otro espacio de la marcha con el nombre de una lesbiana. Nadie en todos estos años, creo, hizo una propuesta así en la Comisión Organizadora de la Marcha. ¿Es un mero desliz que obedece a mandatos patriarcales inconscientemente o marca la imposibilidad de encontrar referentes lésbicos en la cultura argentina? Esta mirada no es por fuera de la Comisión Organizadora sino como autocrítica, porque también estoy involucrado con la organización y recién ahora, cuando me propongo presentar una serie de testimonios sobre la marcha, me doy cuenta de este límite de representación en la denominación de los espacios. Y siempre es saludable comenzar enfrentando los propios límites para poder expandirse.
Claro que, por otro lado, la más importante tarea de la Comisión Organizadora, más que representar a un colectivo, es hacer posible que la comunidad se presente a sí misma, que participe exponiendo sus puntos de vista en la marcha para festejar las formas de convivencia en la diversidad. Eso, ni más ni menos, es la Marcha del Orgullo, un evento que cada vez se vuelve más necesario como espacio de la polifonía social de participación libre, frente a la coyuntura actual que tiende a multiplicar lugares donde la libertad de expresión se paga con una entrada, pero son pocos los que garantizan un acceso igualitario sin exclusiones, sin derechos de admisión. Y donde la dimensión más democrática del espacio de las calles se pierde cada día más por una cultura cíber que difícilmente puede crecer en potencial visibilidad pública de la diversidad. Y si bien hay algunos avances, algo más de visibilidad, todavía muchas de las personas que salen de closet públicamente no se comprometen demasiado con la comunidad, no establecen tanto un diálogo sino que convierten a su visibilidad en parte de un show mediático, que a veces se cierra sobre sí mismo.
Por eso hay algún gusto amargo de estancamiento, y no es extraño que entre las consignas que se presentarán este año se repitan algunas que estaban en la Marcha desde sus orígenes, allá por 1992, como la derogación de los códigos de faltas y contravencionales. Por eso también se convive con un sentimiento de impotencia tanto frente a las injusticias, las discriminaciones constantes, o la, en el mejor de los casos, desidia que aún tienen políticos e instituciones con influencia social. Esa es la razón por la que la Marcha parece condenada a ser algo esquizoide, porque si bien se impone la celebración, también hay una repetición de los mismos reclamos año tras año, tratando de sortear el discurso victimista, pero alentando la mirada realista sobre nuestra situación, sin invisibilizar los problemas. La consigna de este año es bien imperativa: “Voten nuestras leyes”, y las imágenes elegidas para ilustrarla son manos en alto, que no sólo deberían interpretarse como las de lxs legisladorxs sino de toda la sociedad que apoye y participe en la construcción de una convivencia de la diversidad.
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