› Por Alejandro Modarelli
Existe una potencia peculiar en el decir de los homosexuales. Como víctimas ancestrales y supuestos chamanes de un inframundo no exento de goces, adonde creyeron habernos expulsado las instituciones represivas, estamos investidos de “una verdad” que cada tanto revelamos al mundo común, dejándolo tieso y en pelotas. Esa verdad, es cierto, se vincula con la desnudez y la erótica del poder. En el Ejército, en la Iglesia, nuestra salida del closet representa no tanto el propio striptease, sino el de esas fortalezas masculinas totalitarias, fragua de doctrina, en cuyas tinieblas monosexuales sabemos que tanto se coge, ¡y con qué orgasmos, con qué intensidad!
Cuando la semana pasada el teólogo polaco Monseñor Krzysztof Charamsa, integrante de la Congregación para la Doctrina de la Fe –heredera del Santo Oficio– reveló que era un gay feliz y orgulloso, y reclamaba el fin de la ortodoxia católica sobre sexualidad y además contraria a la ley del matrimonio igualitario... justo el día antes del comienzo del Sínodo Ordinario para la Familia, no hizo otra cosa que convertirse en La Marica de Troya destinada a incendiar el Muro del Silencio en San Pedro. Que este polaco (guapo y manflorísimo, por cierto) haya forjado sus triunfos teologales dentro del círculo de Benedicto, le da un encanto particular al incendio. Dos locas han estado, pues, al frente del Santo Oficio moderno en tiempos del viril y carismático Juan Pablo II. Lo que se dice, una brillante división del trabajo y de las identidades.
Por más que tantos gays, lesbianas o trans de Occidente hayamos con justicia dado la espalda a la religión tal cual se nos ofrece, nuestra subjetividad está atravesada por los efectos del mensaje cristiano a la vez que por sus violencias metafísicas, en la vida cotidiana y en la vida reflexiva, de manera consciente o no. Se critica estos días en las redes sociales que Charamsa haya permanecido durante tantos años en su closet vaticano de lujo mientras que nosotras, las hermanas negadas, debíamos soportar en el ágora las diatribas del clero, en una época en que en el Occidente secularizado el debate es jurídico y se aleja quizá definitivamente del diván psicoanalítico. Creo que se equivocan. Porque este teólogo es quien mejor conoce los meandros discursivos y lúbricos de la Iglesia, sus dark rooms, y por tanto sus debilidades, y está cargando sobre sí el necesario y sagrado papel de Judas, para que de una vez por todas pueda consumarse el sacrificio del dogma. Eligió responsablemente, como Judas, una fecha relevante para la traición. El tiempo dirá con qué suerte, aunque ya vimos en la apertura del Sínodo que nada por ahora se ha movido.
El “bello papado” de Francisco, el que se nos vende con luces de ternura, también queda desnudo por el acontecimiento. Por más que Charamsa halague al papa, el Vaticano ha puesto fin a su ministerio, y el portavoz lo llamó irresponsable por presionar al Sínodo y dejar al descubierto ante los medios masivos el consenso libidinal y clandestino de la institución: “El clero es ampliamente homosexual y también, por desgracia, homófobo hasta la paranoia, porque está paralizado por la falta de aceptación hacia su propia orientación sexual”. Semejante declaración a la versión polaca de la revista Newsweek coloca al clero en una posición análoga a la del chongo que mata a la marica porque esta fue testigo involuntaria de cómo, en la sincera borrachera, aquel se entregó boca abajo. ¿Qué hará Francisco, el jesuita, con el legado de este exquisito teólogo gay, que salió de su propia casa, para disputar la hegemonía doctrinaria sobre los excluidos?
Para comprender el papado de Francisco hay que asomarse a las estrategias de los jesuitas. No basta con catalogarlo de populista o de hipócrita. Los herederos de San Ignacio de Loyola creen que los pontífices son solo un instrumento de la perennidad de la Iglesia; solo tienen la misión de salvaguardar la ortodoxia en medio del oleaje de la historia y el mundo debe ser salvado tal y como es, más allá de que les guste o no. Para eso tienen que volver dóciles los cuerpos de la grey, usando más la miel que el vinagre. Más que pastores son cazadores seductores: la dulzura es la forma en que el cazador tierniza a la víctima antes de devorarla. A los disidentes sexuales la Iglesia suele llamarnos “heridos de la vida”. O sea, en su catequesis no seríamos víctimas de nadie, ni siquiera de nosotros mismos, sino que “la vida” (¿Dios?) se mandó con nosotros una cagada. Quizá lo haya hecho para darnos la oportunidad de ser abducidos por su amor y así salvarnos. No hay en la Tierra responsables de nuestro sufrimiento, ni somos culpables de lo que somos, siempre que lo que somos no se vuelva acto reñido con las enseñanzas del dogma. Y si lo hacemos, lo importante es que no impulsemos el lobby por los derechos, como dijo el papa en una entrevista, después de preguntarse quién es él para juzgarnos. Esta disociación entre persona y acto conduce a los gays católicos a la neurosis, aunque por lo que se ve en el Vaticano, la neurosis en el clero se vive a lo grande.
Francisco puede hoy recibir a una transexual en el Vaticano, en un gesto que la conmueve para siempre, y mañana asociar la transexualidad a un arma nuclear. O recibir a una activista fanática anti gay en Estados Unidos, justo antes que a un amigo de la juventud que vive ahí en pareja con otro hombre, para luego afirmar frente al Sínodo que el “sueño de Dios es la unión entre un hombre y una mujer”. Y hace unos días lo pudimos ver en un video de escándalo previniendo a unos chilenos que se quejaban de un obispo acusado de amparar abusadores: “ojo con los zurdos que les llenan la cabeza”, reconvino. Es que en su juego de bifurcaciones a veces se le escapa la tortuga ideológica. Mientras corre a buscarla, de golpe se le aparece una Marica de Troya como Monseñor Charamsa a poner en jaque su temple de acero y el clima del Sínodo. Hay que decir que la historia de Occidente, en su imprevisible oleaje, deviene más zorra incluso que el duro temple de un jesuita meloso. Un guardia de dulce hierro sobre las olas.
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