Mariela Scafati se viene destacando hace unos años. Como serigrafista, artista visual, activista y lesbiana, entre otras cosas. En la muestra Las cosas amantes, presenta junto a Ariadna Pastorini sus últimas investigaciones sobre las prácticas bondage.
› Por Gabriela Cabezón Cámara
Como en una cápsula se lo ve. Tras una pared muy blanca, en un cuarto blanco, a través de una ventana a los pocos pasos de entrar a Isla Flotante –la galería que está enfrente al puente viejo de La Boca–, es un cuerpo hecho de rectángulos. Los cantos blancos de los bastidores y las sogas blancas que cuelgan del techo y lo sostienen son lo dominante: los planos pintados de un color verde agrisado se ven casi solo desde abajo. Parece un cuerpo reducido al mínimo por una fuerza de gravedad obsesionada por la geometría, sostenido y oprimido por las sogas, por los nudos de bondage que en el contexto de La Boca hacen pensar en nudos marineros. Y algo de eso hay, pero acá lo que se navega es una aspereza, una subjetividad. Y una época, que sin Historia no hay subjetividades. Estoy hablando de una de las obras de Las cosas amantes, la muestra con obras de Mariela Scafati y Ariadna Pastorini. Las otras obras de Mariela –por ejemplo, una silla colgante apoyada sobre un bastidor pintado de rosa, un cuerpo de cuadros y ropas que parece listo para protagonizar una escena de sexo– crean un clima bastante siniestro: son cuerpos afantasmados, ropas vacías que manifiestan una ausencia constante, una especie de bondage sin carne, un bondage de lo ausente, fantasmas atados.
Parece paradoja: Mariela es una artista de mucha presencia. Desde su su mismo cuerpo; tiene una sonrisa radiante, se superpone ropa vintage incombinable con tanta alegría y arte que siempre le queda hermosa y se lee además como un manifiesto contracultural. Y despliega una actividad incesante en el campo tradicional del arte, el de las galerías y los museos, y en la calle, en el teatro, en las lecturas, en las marchas. Hace menos de un mes, en un ciclo de lecturas, también en La Boca, Riachuelo Cristalino, hizo un número de kamishibai con Fernanda Laguna. La escritora leyó un cuento desopilante sobre una mucama perversa enamorada de su patrona, sin que eso le impida calentarse con la hijas adolescentes, las patroncitas. Marie pasaba, mientras Fernanda leía, sus dibujos. Logró algo dificilísimo: hacer reír con imágenes abstractas; una especie de cinta de moebius con el trazo manual a la vista se rozaba hasta la carcajada con las fantasías lúbricas. En el teatro, trabaja con Vivi Tellas y sus biodramas: por ejemplo en Las personas, biodrama con los trabajadores del Teatro General San Martín, el año pasado un evento en el mundo del teatro, lleno de humor y conmovedor. La escenografía y el vestuario, todo un discurso, eran de Mariela. En la calle, su activismo ha pasado por el Taller de Serigrafistas Populares y los Serigrafistas Queers. La política y el arte, lo individual y lo colectivo, juntos y separados, son lo suyo.
–Pasaron cosas: en esos cuadros la decisión era el color, pintaba un plano con un color y jugaba con mínimas diferencias entre un color y otro. Un cuadro estaba conformado por muchos cuadros unidos. Y el marco siempre sufría algún tipo de alteración.
–Había empezado a ordenar toda mi ropa, la dividí por colores e hice cuatro objetos, eran como seres o personas. Fue una muestra que hice en el Instituto Germani. En el marco de esa muestra hice una performance con camisetas del Taller Popular de Serigrafía (TPS), que fue un colectivo en el que yo participé desde 2002 hasta el 2006, y me puse también las camisetas de Serigrafistas Queer.
–Con el TPS, teníamos consignas como “Somos nosotros”, la imagen de Darío Santillán con la frase “Ni muerto me detendrán”, Kostecki con “Ni un paso atrás”, “Fábricas recuperadas de pie”; en diálogo con los discursos más tradicionales de la izquierda. En un momento decidí irme. En 2007 tenía un taller en Belleza y Felicidad y ahí surgió la idea de hacer camisetas para la Marcha del Orgullo. “Primer Encuentro de Serigrafistas Gays” se llamó. Y no vino nadie –carcajadas– ni siquiera la chica que había querido hacer las camisetas. Al año siguiente, después de conocer a la gente del Centro de Estudios Queer de la UBA, hicimos el “Segundo Encuentro de Serigrafistas Queer”, ya no gays, cuando supimos lo que significaba nos identificamos con lo queer.
–Sí–se ríe– y sigo siendo lesbiana, es lo que me sale hacer, todavía es muy nuevo para mí, no tengo mucha conceptualización al respecto ni ningún problema con la visibilización ni con nada.
–La primera fue un desastre, “Todo sí”; después nos empezamos a juntar para pensar. Así surgieron “Estoy gay”, que es una apropiación de un amigo puto que lo decía. “Somos malas, podemos ser peores”, “Mamá travesti”, “Ni varón ni mujer ni XXY ni H2O”, “Poder a las vaginas trans masculinas”, “Pan y torta”, “Esta panza es re gay”, “Aborto legal es vida”.
–Tomamos en crudo una foto de Agustina Guimaraes de Diana Sacayán, esa en la que ella está con el pañuelo de la campaña del aborto en el cuello gritándole a alguien que está más allá de un cordón de policías. En esta marcha nos dimos cuenta de que en este período de bienestar que tuvimos nos adormeció un poco. Era raro, muchos nos sentíamos así y a la vez muchos se quejaron de que la marcha estuvo muy politizada. A mí no me pareció, pensé que iba a estar hecha un fuego: en relación al Encuentro Nacional de Mujeres o al asesinato de Diana, el clima estaba muy tranquilo. Por eso nos planteamos con Serigrafistas Queer la necesidad de activar en otras partes, no sólo en la marcha.
–Y un montón de aprendizaje. Lo que a mí me pasa es que aun trabajando con otros en la calle no dejé nunca mi trabajo individual. Y lo que hago es cualquier otra cosa, diferente de lo que hago en la calle, creo. Me conecto con la extrañeza que es la pintura. Y cada vez más con las acciones mínimas de eso: elegir un bastidor, una tela montada en un marco de madera, y eso después pintarlo con un color. Queda como una crudeza. Y todavía me sigue resultando inspirador y extraño. Cómo eso se vuelve cuadro, cómo eso se vuelve obra de arte: la gente lo mira como una obra de arte, la gente pone un cuerpo delante de esa obra. Después hay galerías, depósitos, museos, galeristas, directores, todo un despliegue enorme alrededor de una tela montada en un marco de madera. Y ahí sigo, extrañada con eso, pensando. Eso es lo que me lleva a pintar ahora.
–“Cuánto puede un cuadro”, le puse a una obra del año pasado, era rojo y marrón, le puse un sweater y quedó como un cuerpo. Estaba hablando con Guille (Guillermina Mongan, artista y curadora y novia de Marie) lo que me pasaba con esa obra y me dijo: “Cómo ´no sabemos lo que puede un cuerpo’, de Spinoza”. Y ahí empecé con eso. Ya venía jugando con cuerdas en relación con el cuerpo del espectador: le decía “acostate en el piso” y subía y bajaba una obra que colgaba del techo sobre su cuerpo. Cuándo surgió la asociación con “cuánto puede un cuerpo”, empecé a meterme con el bondage. Tomé clases con un profesor taxi-boy, miré tutoriales por internet, investigué en los cuerpos de amigos y de Guille. Los ataba a todos. Y así surgieron estas obras que son unas pinturas un poco cuerpos. El cuadro aparece muy crudo, muy a la vista, la parte de atrás también. Si las liberás de la soga, las obras se mueven, tienen articulaciones de bronce. Algo del estar atada te mantiene quieta y a la vez hace que empieces a moverte. Es una quietud que no es mala. Cruzada, claro, con el placer, con el morbo. La acción del bondage la tomo como un juego, como un acto de liberación. Siempre quise trabajar explícitamente el cuerpo y no lo lograba, cuando pintaba los borraba. Y después empecé a hacer unas obras súper abstractas. Lo que estoy mostrando ahora es lo más lejos que llegué. Yo siento que es una obra que tiene que ver con lo íntimo, con mis fantasías. Aunque un amigo vino y dijo “esta muestra es re política”, lo relacionó con un pueblo sadomasoquista. Pero en el mal sentido.
Hasta el 15 de enero en Isla Flotante, Av. Pedro de Mendoza 1561.
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