Tras cincuenta años de un escándalo exitoso, Minujín reconstruye su obra La Menesunda, que se puede recorrer en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Mamba) junto a otras obras de los ’60 que revolucionaron con moderno ímpetu queer nuestra mirada sobre el cuerpo.
› Por Diego Trerotola
Siete muchachos en una playa silvestre se sacan la ropa hasta quedar totalmente desnudos y comienzan a empujarse, a taclearse, a montarse, como si jugaran a la mancha de manera bestial, aunque eso que los reúne pareciera ser un juego sin reglas evidentes o, al menos, con un reglamento secreto. Después de esas acciones viriles y nudistas de contacto físico, se hunden juntos en el mar, con su horizonte despejado, si ninguna civilización a la vista, una imagen que podría pertenecer a cualquier época: hombres sin ropa en un lugar despojado de cualquier elemento que señale un tiempo histórico específico. Esta situación está yuxtapuesta con distintos planos de otro joven con el torso desnudo haciendo una serie de poses refinadas, amaneradas, entre estatuarias y de loca, sobre un fondo abstracto, como modelando para un fotógrafo fetichista o, incluso, para un pornógrafo que está inventando un baile marica. Ambas situaciones son parte de El submarino amarillo, un cortometraje en 16 mm, blanco y negro y mudo, que Oscar Bony (1941-2002) realizó en 1965 para la serie “Fuera de las formas del cine”. Como muchos artistas emergentes de inicios de los ’60, Bony decidió desencuadrarse de las formas tradicionales, de los materiales y formatos académicos, y usar el fílmico para generar una búsqueda expresiva, estética, conceptual que el cine argentino todavía no había explorado. El submarino amarillo implica una doble ruptura por lo tanto: es una forma pionera de búsqueda de experimentación fílmica vernácula, creando un informalismo cinematográfico, y además es una pieza clave del homoerotismo como expedición queer. Los dos momentos de la obra de Bony –los muchachos aguerridos en la playa y el Dandy haciendo poses a lo Vogue– no son necesariamente contrapuntos sino superposiciones, una experiencia inmersiva como el título podría sugerir, un trayecto continuo sin guías, una descomposición del varón que habilita una forma de homosociabilidad básica que circula a lo largo del metraje, contaminándolo todo. No hay una contraposición de lo natural y lo artificioso en esta obra de Bony, sino que hay un desarrollo en los movimientos de los cuerpos, como caminos de tránsitos múltiples, geografías que no tienen anclajes concretos sino que pueden ser intercambiables, a cualquier lugar le corresponde cualquier cuerpo. Lo masculino perdido en su laberinto sin centro, eso podría ser el subtítulo de este submarino fílmico, que, como toda obra real de vanguardia, fue considerado un fracaso en su momento, incluso por el mismo artista.
No es puro capricho que la exposición del Mamba que contiene esta obra de Bony se llame La paradoja en el centro. Ritmos de la materia en el arte argentino de los años ’60, teniendo en cuenta que descentrar la mirada sobre la corporalidad artística es lo central de la búsqueda de muchas figuras de la escena sesentosa. Tal vez el máximo aliado de Bony para desencuadrar las formas del género en esta muestra sea Jorge de la Vega en dos de sus obras. En Rompecabezas infinito (1967), una suerte de tablero con piezas que reproducen formas orgánicas y cabezas, en desorden, como fichas de un puzzle tramposo, sin figuraciones claras, más bien simulando un laberinto de revista infantil, para llegar de un rostro a otro con una línea de lápiz. Como si fuera un solo monstruo multicéfalo y naif, este juego de conexiones mutantes, crean otro cuerpo inestable del arte destructivo argentino, en versión pop descompuesto. En una obra sin título de 1966, con una intervención sobre una foto publicitaria de una bebida alcohólica, dibuja un cuerpo exhuberante de mujer tetona en topless con medias rojas y barba, como quien pinta un bigote a la Gioconda, con un gesto infantilista que se corresponde con parte de la potencia de la obra gráfica y musical de De la Vega. Ese dibujo, desde esa mirada de niño sin todavía la diferencia disciplinaria de los géneros, termina reconvirtiendo a lxs modelxs de la foto que no están modificadxs: una mujer vestida de jockey y un hombre árabe con turbante parecieran ser crossdressers. De la Vega es ese gusanito al que le cantaba, el que corrompe por dentro de la cultura los lugares correctivos para trasformar la experiencia del ojo acostumbrado a la cátedra con el dedo tenaz de apretar el timbre del recreo.
Si en el comienzo de la exposición hay algunas obras informalistas de Alberto Greco, el más visible de los artistas queer argentinos de ese período, esas oscuras explosiones primitivas en cuadros de materiales contaminados, sucios, luego se prorrogan, a la mitad del recorrido, en su manifiesto y registros del “Vivo Dito”, el arte como aventura de lo real; y esta repetición de Greco en La paradoja en el centro no puede dejar de hacer que la muestra ponga los límites de la experiencia artística por fuera de la percepción domesticada. En este contexto, el “Manifiesto Dito del Arte Vivo”, que consistía principalmente en marcar un círculo de tiza en la calle señalando la persona que hay dentro de él como arte, se puede pensar como una forma de yiro, como salir de levante, pasear la ciudad para ir por la calle y encontrar a la vuelta al arte. Greco, que firmó algunas de sus obras como “Greco puto” sacó del clóset al artista argentino y al arte de las galerías y museos para llevarlo a un laberinto de la realidad.
Si algunos artistas de los ’60 prefirieron representar la figura humana como un laberinto para el ojo, desarmando las relaciones de género y corporalidad, con La Menesunda, Marta Minujín, amiga, cómplice y discípula de Greco, hizo alianza con Rubén Santantonín para que todos los sentidos viajen en compromiso físico hacia un dédalo que eclipsa la experiencia del museo. En el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, a partir de mayo de 1965, el mismo año que Bony lanzaba su serie “Fuera de la forma del cine”, se lanzaba una experiencia que iba a redefinir ese vértigo de lo nuevo que tenía el arte moderno que ya encarnaba en un grupo de malcriadxs como Minujín y compañía (la obra incluía colaboraciones de artistas como Pablo Suárez, David Rodolfo Prayón, Floreal Amor y Leopoldo Maler). “Un angosto pasillo de paredes recubiertas por enormes ‘intestinos’ de polietileno, tenía un techo que se hacía cada vez más bajo a medida que el espectador avanzaba, hasta desembocar en un orificio, probablemente anal”, escribe Sofía Dourron en el catálogo del Mamba, que, cincuenta años después, se ocupó de reconstruir esa suerte de túnel piquetero dentro del museo para que se pueda transitar una experiencia que tiene algo de Tren Fantasma y laberinto de espejos de un parque de diversiones. Si Dourron describe a una parte del recorrido como estar dentro de un organismo, es porque el ojo ya no es el que se pierde dentro de un objeto visual, sino que son todos los sentidos que tiemblan al unísono en ese trayecto donde se diluyen algunas nociones de espacialidad, de interior y exterior, de género, donde el ojo propio se hace ajeno, donde las aparatos y dispositivos de la modernidad nos contienen y nos expulsan. Fusión de tecnología y corporalidad, happening cyborg, La Menesunda es un robot orgánico, que todavía funciona porque nos sigue redefiniendo. El máximo momento queer del trayecto es ingresar a ese óvalo rosado, con esponjas, frascos y cajas de maquillaje pegados en las paredes, ¿un cosmos de cosméticos? Ahí dentro dos asistentes nos invitan a poner el ojo en una mirilla que nos descubre habitantes de una cabeza femenina, para luego ofrecernos maquillaje, seamos del género que seamos, porque la experiencia es siempre diversa. ¿Un salón de belleza cerebral o descerebrada? ¿La belleza del cuerpo reemplaza es una forma de la inteligencia? Son algunas de los cuestionamientos todavía latentes en esta experiencia del arte amplificado. Cuestiones que se derraman también en la sala de enfrente, donde La paradoja del centro exhibe otros laberintos que complementan y ponen en contexto ese enjambre al que llamamos arte.
Las exposiciones La Menesunda según Marta Minujín” y “La paradoja en el centro. Ritmos de la materia en el arte argentino de los años ’60, con curaduría de Javier Villa, se pueden visitar en Mamba, Avenida San Juan 350, de martes a domingos y feriados de 12 a 18.
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