La artista canadiense Peaches excede los rótulos comunes entre las popstars de siempre: es rapera, actriz porno, activista queer, rockstar y videasta. Referente de las escenas más under y las más comerciales, su lenguaje hipersexuante combina políticas corporales con música bailable y es una marca de estilo que con Rub, su disco más reciente, alcanza un nuevo punto álgido. Repasamos aquí el prontuario de una de las pocas chicas rudas que siguen vigentes en los submundos pop.
› Por Ignacio D’Amore
Más o menos a estas alturas de 2003, la cantante y activista canadiense Peaches debutaba en Buenos Aires trepada alternadamente a la barra, escenario y torres de luces del escenario subterráneo de Unione e Benevolenza. Ingresó por donde quiso, sin preludios y a los gritos, con peluca sacada de un armario de Urdapilleta y guitarra eléctrica alto voltaje. En el show presentaba en vivo Fatherfucker, quizás su mejor disco, o en todo caso el que se viralizó en formato CD–R por todo el under local y no tanto. En la puerta del lugar se vendía el álbum original a precio módico; adentro, dos fanáticas subían a escena para apretar con ella y otra, desde fila uno del pogo, le arrojaba una remera estampada a mano con el logo de la portada. Se conoció además la historia del after recital: algunas fans siguieron de fiesta con ella a bordo de una camioneta, en ronda nocturna porteña.
El momento revelación de Peaches, en rigor, había llegado algunos años antes con su segundo LP, The teaches of Peaches (“Las enseñanzas de Peaches”). Más duro (¿más rudo?) que Fatherfucker, su sucesor, de allí surgieron la brutal Fuck the pain away –algo así como “Cogé(me) hasta que se vaya el dolor”, un rap osadísimo que terminaría volviéndose himno del último tramo del género electroclash– y su antagonista posible, Set it off, mucho más pop, cuyo video resultó tan escandaloso que Sony rescindió el contrato que acababa de firmar con ella (ver recuadro). Estábamos ante una cantante y rapera blanca y bisexual que en sus canciones recorría con franqueza muchas de sus fantasías. No conforme con que se la cojan hasta hacerla olvidar, en Fatherfucker también imaginaba tríos, como el de “I U she” (“Yo, vos, ella / juntas / No tengo que elegir / Me gustan las chicas y me gustan los chicos”) o instaba a que los hombres exploremos los placeres de la estimulación anal (por si hacía falta que nos sugirieran algo semejante) en “Back it up, boys”.
Algunas colegas suyas de alta rotación, como Missy Elliott y Lil’ Kim, se atrevían también por entonces a rapear acerca de sus goces y exigencias sexuales; y aunque además de contemporáneas eran verdaderas pioneras en el mundo del rap femenino, quedaban opacadas al calor de la vulva hambrienta de rimas de Peaches, principalmente porque el mainstream las ataba a una imagen de transgresión seteada por hombres y para hombres que la canadiense no reconocía como propia. Aquí se nombraban el disfrute propio y el de otras y otros.
No es la voz de Peaches la que abre el disco Rub, editado a fines de septiembre, sino la de Kim Gordon, rockera matriz y vocalista del grupo Sonic Youth. La dupla tiene todo el sentido posible y funciona como homenaje mutuo entre dos féminas que vienen transitando por su cuenta los márgenes de la industria musical. A lo largo de Rub van revelándose las dos encarnaciones musicales que a Peaches más cómodas le quedan. Por un lado está la rapera todoterreno, que arremete impiadosa apoyada en bases que mucho le deben a las variantes más pop del trap beat (un subgénero del hip hop de ritmo agresivo y bajos densos). La letra de Free drink tickets es seguramente de las más ominosas que le hemos escuchado, un desahogo de voz distorsionada en el que se ponen sobre el pellejo las ganas de aniquilar a una mala ex pareja. Está también la cantante, que suele aparecer en aquellos temas pensados para la pista y que no por ello dejan de incluir toda clase de insultos, arengas románticas y visiones eróticas. En Dumbfuck, por caso, también se le escuchan el enojo y la decepción frente a alguien que no sabe apreciar lo que es bueno, todo sobre un vaivén muy Moroder que insta a bailar llorando.
En el mundo drag, se llama genderfuck al el estilo de montaje que estética y conceptualmente evita las restricciones de binariedad hombre/masculino versus mujer/femenino, estilo del que, por ejemplo, aquellas drag queens que conservan y ostentan su barba en lugar de afeitarla son representantes. Es así que más que fatherfucker, Peaches es una genderfucker, esto es, alguien que agita los géneros dentro de los que trabaja corporal y artísticamente. No sólo entrama y destraba infinidad de gestos y lenguajes usualmente atribuidos a ellas o a ellos sino que los procesa y vuelve críticos en su propia producción. El montaje Peaches oscila entre superheroína, luchadora de catch intergaláctica y stripper mutante. En recientes shows lució un conjunto cuyo top podría ser descrito como una ristra desordenada de tetas mullidas que van de calibre jíbaro a gigante, todas ellas conformando un collar de dimensiones dementes que reposa sobre hombros y escápulas. La parte inferior del conjunto semeja una tanga color piel de la que penden falos de tamaños igual de variados, los glandes plásticos rematando cilindros de pañolenci. Ah, volvamos a las tetas: los pezones son cabezas de muñecas Barbie mutiladas.
“Tan sexual y tan conceptual”, se autodefine en la canción “Serpentine” (2009), y ese “concepto”, ese disfrute sexual, mucho le deben al gusto de la popstar por lo absurdo. Es una especie de resguardo, un permiso preestablecido para hacer lo que le plazca invocando el amor por el ridículo. Los efectos especiales de un clip pueden, e incluso deben, ser de factura tan modesta que se vuelvan graciosos, mientras que la ropa siempre es visualmente impactante a la vez que conserva un gesto de lo hecho a mano con grosería, legible tanto en los materiales nada sofisticados como en la mano de fabricante de disfraces miope por el deseo.
La piel que protege la carne también es una invitación a morder, y el durazno que Peaches utiliza como persona pública es la otra cara de Merrill Beth Nisker, una maestra oriunda de Ontario, Canadá, que pisando sus veinte años debutó en la escena local como integrante de un par de grupos indie folk. En los albores de 2000 se trasladó a Berlín, ciudad en la que reside hasta el día de hoy y en donde produjo sus discos como solista. Peaches captura y evoca fragmentos de performers tan dispares como Kembra Pfahler, John Waters o Nina Hagen, todxs ellxs artistas interdisciplinarios que han construido universos sumamente personales y, por ello mismo, improbables.
Es que Peaches no sólo compone y produce la mayoría de su música, que ya es bastante. También ha dirigido varios de sus videos y protagonizado otros, y es la líder de su propio sello disquero (con el que editó Rub). En 2010 fue Jesucrista en una versión de Jesus Christ Superstar autorizada por los mismísimos autores de libreto y partitura; en 2012 se animó a aceptar la propuesta de encabezar la ópera L’Orfeo en el papel masculino que le da nombre y para el que debió, además de entrenar su voz en el repertorio del bel canto, aprender italiano. Tiene en su haber un falso documental/musical, registrado en escena –y detrás de la misma– a lo largo de varias noches en un show que repitió idéntico y cuyo film resultante fue festejado en numerosos festivales independientes.
Sobre mediados de este año publicó un libro de imágenes junto con el fotógrafo Holger Talinski, tomadas de 2009 a esta parte, que dan un nuevo panorama sobre el día a día en habitaciones de hotel, escaleras de escenarios e interiores de autos, todos momentos de backstage que se ven doblemente honestos proviniendo de alguien como ella. Ahora, con 47 años, reverdece en Rub y muy explícita lo declara en el tema que cierra el álbum y que es un statement de honestidad irreprochable: “No matter how old, how young, how sick / I mean something”.
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