CINE
Universos femeninos y amores entre féminas son los ejes de Julieta, la última de Pedro Almodóvar en la que a la masculinidad ni cabida.
› Por Alejandro Dramis
Julieta es un auténtico dramón, y desde el primer fotograma deja bien claro que no pretende sacarnos ni una sola sonrisa en sus noventa minutos, aunque sí unas cuantas lágrimas. La historia, que no tiene demasiados rodeos argumentales pero sí espacio-temporales, se centra en las vivencias de la Julieta que bautiza el film: mujer frágil, madura, al borde de la locura y viviendo sola en una Madrid nostálgica y ajena, en la que habitan viejos fantasmas que muy mal le hacen pero que tan necesarios son para su misión diaria por saber algo, lo que sea, de su hija Antía, que la abandonó repentinamente hace doce años y de la que desconoce por completo su vida y su paradero desde entonces. Así, la última de Almodóvar deviene una crónica de los sucesos que la llevaron a esta madre solitaria a transitar un presente desolador y difuso, ubicando el comienzo de lo que hay que saber en un tren nocturno que marcha por los años 80 españoles, cuando la Julieta joven, viajera cyberpunk y profesora de literatura clásica, mezcla de Madonna y Debbie Harry, conoce a Xoan, un pescador con el que comienza una intensa relación de la que nace Antía, su única hija. La aparente perfección sobre la que marchaban los primeros años de la relación amorosa y familiar de Julieta se quiebra de golpe ante un suceso trágico que cambiará para siempre su vida, y sobre todo, irá dinamitando en lo cotidiano su relación con una Antía callada, introspectiva y cada vez más misteriosa.
Con Julieta Almodóvar apuesta fuerte por retratar con profundidad y sutileza diversos universos femeninos, al punto tal de prescindir prácticamente por completo de los personajes masculinos y volverlos meros accesorios cuasi descartables de la historia: el corazón y la columna vertebral del film son aquí la perseverancia en la fragilidad, la dureza del amor incondicional y la independencia encarnadas respectivamente en tres mujeres: Julieta, Marian (la empleada de Xoan, en un gran papel interpretado por la amada Rossy de Palma) y Antía, quien, tras sugerencia más sugerencia menos del guión, deja entrever que su salida airosa de las tragedias familiares fueron posibles gracias a una relación de amistad que rápidamente devino amorosa con Beatriz, su compañera de escuela desde la primaria.
La crítica que tanto aburre y cansa no se cansó de decir, con intenciones peyorativas, que esta es la película “menos almodovariana” de Almodóvar (categorización pobre, arbitraria y absurda, como todas las de esa índole) ante la evidente falta de personajes bizarros o melodramáticamente desbordados. Frente a ese reclamo Julieta crea un cosmos sutil que refleja una serie de símbolos que construyen una pasarela que los personajes recorren desde el feminismo a lo queer, no solo en los diálogos, las miradas, los roces y las actitudes que cimientan la relación entre Antía y Beatriz desde su primer encuentro en el campamento escolar, sino también en los guiños que consolidan en segundo plano el espacio de las múltiples identidades por las que transitan todos los personajes, acompañados de fotografías y canciones de Chavela Vargas, libros de Marguerite Duras, lazos familiares exclusivamente femeninos o esculturas de varones asexuados que dejan una estela de marca registrada almodovariana en la retina del espectadorx atentx, quien, acostumbradx a sus films, sabe que no solo se debe buscar en lo que se muestra, sino sobre todo en lo que aparece cuando se desvía la mirada, porque en el desvío siempre está la clave. Probablemente esta sea su película menos “rara”, aunque a esta altura del partido cabría preguntarse si lo más “raro” que podría hacer Almodóvar no es justamente lo hecho: filmar una historia como la de Julieta y sortear todas las características esperables, propias del imaginario cinematográfico que supo crear en todos estos años. Quizás de eso se trate lo queer en los tiempos que le corren: desilusionar para crear nuevas ilusiones.
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