SALTA
Casandra Sandoval está al frente de La Voz del Pueblo Indígena, una radio municipal que difunde contenidos creados por diferentes integrantes de pueblos ancestrales. Comenzó a capacitar a periodistas de pueblos originarios en su ciudad natal, Tartagal, después de que empezara a presentarse como mujer trans de manera pública. La radio funciona en este pueblo de frontera como un portavoz multiplicador de alianzas y tensiones entre etnias y sexualidades igualmente silenciadas y negadas.
› Por Dolores Curia
–El norte de Salta es muy diferente de Salta Capital. El slogan dice que Salta es tan linda que te enamorás, pero cuando llegás a Tartagal… se te pasó el amor. Hay siete pueblos indígenas reconocidos. También de la etnia wichi hay desprendimientos como los iogis, los weenhayek, pueblos que recién están buscando su reconocimiento oficial. Lo mismo, con los guaraníes. Hay subgrupos, que la mayoría de la gente no sabe que existen o en qué se diferencian, pero en sí todos conforman una especie de gran nación constituida en varios países. Hablan de la “búsqueda de la tierra sin mal”, y ahí andan distribuidos entre Brasil, Argentina, Paraguay. Tartagal es una ciudad de paso a una hora de la frontera con Bolivia. Es un mosaico pluricultural y diverso, en constante ebullición, y por otro, la vida de las personas de la diversidad por lo menos hasta hace muy poco transcurría en una invisibilidad total. Yo nací en medio de eso.
–Es probable. A mi abuela la recuerdo con vestimenta típica indígena boliviana. No sé de qué etnia exacta porque no se hablaba del tema. Por lo menos adelante nuestro, nunca habló su lengua. Probablemente ella haya sido una de las pocas personas que supo tratarme bien. Me enseñó la agricultura, a valorar la tierra. Después, sí, tenía actitudes típicas de las formas tradicionales de educar que se usaban antes. Fue muy sufrida. Tuvo que separarse del marido porque si no, la mataba. Solía tener el cabello hasta la cintura, y mi abuelo estando ebrio la agarraba y arrastraba por toda la casa. Hasta que ella se fue.
–Viví con mis padres, soy la primera hija de seis. Me hice cargo de su crianza. Hace muy poco que se habla de la infancia trans. Me identifiqué con esas historias que empezaron a circular. Mi mamá me crió apegada a ella y a su mundo. Tuve fuertes figuras femeninas. Mi abuela materna era una gitana, que yiraba de casa en casa, y cambiaba de pareja a sus anchas. Mi padre apenas asomaba para exigirme que me interesara en el deporte, sin éxito. A mi madre la recuerdo llorando con la vecina de al lado, porque decía que no sabía qué me pasaba.
–Una sola vez intenté irme con un amigo gay muy querido. Quería que fuésemos a Buenos Aires. La idea era irme a prostituir. La estaba pasando mal en esos años, tenía alrededor de 21, y dije “¿Por qué no?”. Pero resulta que mi amigo se drogaba demasiado y terminó vendiendo mis cosas. Pasamos por su ciudad natal y ahí tenías sus tejes. Me fui a dormir y cuando me levanté no había nada. Me dejó en bolas.
–Y, sí, en ese momento estaba estudiando en la universidad. Entré a la carrera de Lengua y Literatura. No me gustó. Mucha gramática. Me estiré hasta que apareció la Tecnicatura de Comunicación. Me gustaba más. En ese momento empezaba toda mi construcción de identidad y chocaba mucho con la estructura de la Facultad. Quienes hasta ahora conducen la facultad allí tienen miradas retrógradas. Tenía un costado atractivo ir a pelear un poco.
–Sí y no. Desde los diez años mi mamá me llevó a una iglesia evangelista. Pero cuando entro a la universidad mi mundo se da vuelta. Me desprendo de la iglesia. Se produce un quiebre con mi madre. Hasta los dieciocho yo había tenido una relación de obediencia. De todos mis hermanos fui la única que estudié y la única que al mismo tiempo la ayudaba a limpiar casas en Tartagal. En la Universidad me hago un muy amigo gay. Así conozco el mundillo lgbt. Mi mamá había sido muy rígida: hasta entonces para mí había sido de la escuela a la casa. Conocí maricas de sesenta años viviendo en Tartagal que te contaban cosas terroríficas de lo que era ser gay o lesbiana allí en los 50.
–En la adolescencia, a través de un profesor de Literatura, que me llevó a leer mis poemas en su programa. Lo empecé a acompañar. Empecé la carrera y fui buscando espacios en medios para hacer cualquier cosa. No me pude desprender más de eso; cumplí veinte años haciendo radio el año pasado.
–Mientras hacía la carrera aparece en el escenario una profesora que hoy es compañera de trabajo, la antropóloga Leda Kantor. Fue la primera que convocó a caciques, mujeres y jóvenes a contar sus historias. Ahí nace el primer taller de radio dirigido a los pueblos indígenas de ahí. Me sumo como voluntaria y me encuentro con comunidades que estaban apenas detrás de la ruta 34. Ahí nomás. Un mundo negado. Y me di cuenta: yo también formaba parte de esa negación. Empezó a salir un programa de una hora, en Radio Nacional Tartagal. Participaban las etnias wichi, guaraní, toba, chorote, chulupí. Se empieza a hablar de formar periodistas indígenas. Armamos el primer programa y lo sostuvimos. Con Néstor Kirchner ganamos un premio y lo invertimos en equipos para un programa que se llamaba de “Educación Solidaria”.
–Eran en las propias comunidades, en las casas. Me iba en bicicleta. No eran grandes distancias, están todas alrededor de la ciudad. Hace ocho años pusimos la primera radio al aire, “La voz del pueblo indígena” (95.5) de alcance municipal. Me hice cargo de la programación. Ganamos otro concurso y compramos un terreno para construir el Centro Cultural de la Mujer Indígena Litania Prado, en homenaje a una artista wichi, donde participaban muchas mujeres jóvenes.
–Estaban estas cuestiones típicas de los caciques... Generaban problemas dentro de los grupos. Mientras trabajábamos aspectos de la comunicación, incorporábamos herramientas para pensar el género, distintos tipos de violencia. Nos costó. Es difícil generar cierta crítica frente a quien ancestralmente han sido autoridad. Se supone que en una comunidad el cacique hace y deshace por el bien común, pero muchos han demostrado ser igual de corruptos que cualquier político. Nuestro trabajo fue muy cuestionado.
–Nos decían que cómo podía ser que el cacique no estuviera dando mensajes por la radio y sí las mujeres de la comunidad. Les prohibían venir. Imaginate: encima yo, una mariquita, enseñándoles eso. Se ha dicho cada cosa de mí. Lo que me jugó a favor es que siempre supe cómo lograr empatía con las chicas de las comunidades.
–Mi compañera Leda está haciendo un rastreo de la memoria histórica. Si algo falta en esa zona, es entender cómo se constituyo el pueblo indígena, cómo llegaron ahí. ¿Por qué hay una comunidad Churupí sólo en Tartagal y todo el resto en Paraguay? No se sabe. Algunas empezaron a grabar entrevistas a sus mamás y abuelas. Han publicado dos libros. También hacen radioteatro. Todo esto es un esfuerzo tremendo. Tartagal es la única ciudad de país que tiene siete pueblos, y no hay una Dirección de pueblos originarios en el Municipio. A esos niveles llega la negación. Nos llevó diez años hacerles entender que podían contar sus cosas por la radio. Hay cosas que no cuentan ni contarán, secretos, historias y de sus antepasados. Recién ahora ven la radio como una herramienta para contar lo que pasa en su comunidad. Tardamos mucho en incorporar el género entrevista.
–Hay un terror a grabar al otro. El periodista occidental impone su grabador y pregunta lo que quiere saber. Eso ellos lo perciben como agresión. Esperan que el otro cuente, no imponen la pregunta. No les gusta que se los hagan y no lo hacen con el resto. Imaginate lo que era parir una entrevista.
–Recién ahora se animan. Antes, jamás. Entonces empiezan a llegar con el programa a los abuelos de las comunidades que no hablan castellano, que de repente escuchan después de mucho, como si viniera de otro siglo, su propia lengua por la radio.
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