Santa Teresa de Calcula, patrona del culto al sufrimiento y del sida como venganza divina.
› Por Alejandro Modarelli
Desde el domingo pasado Agnes Gonxha Bojaxhiu, conocida como Teresa de Calcuta, ha ingresado por la vía de Francisco al santoral católico. Me pregunto si la diminuta albanesa habrá pertenecido a las mujeres admiradas por el jesuita, cuyo discurso –acorde con los tiempos de devastación neoliberal– no inmoviliza a los pobres, como hacía Teresa, sino que reta a los poderosos que se aprovechan de ellos, como jamás hizo Teresa.
Calcuta, sinónimo falso de decadencia y desintegración (es una ciudad que florece cultural y socialmente), fue el suelo originario sobre el que la monjita forjó el mito de una santidad bien televisada. Una narración que contó con montañas de selfies y dólares donados por millonarios del planeta (lavando conciencias; el capital siempre requiere de lavados) para levantar hospitales que no eran sanatorios sino morideros de enfermos mal asistidos: para Teresa el cuerpo doliente era la vía regia para rememorar el vía crucis de Cristo. Los desposeídos, la materia prima para la salvación de los ricos. Un plato gourmet, del agrado de Dios, para alimentar el statu quo.
Nació a la fama universal a fines de los 70, cuando llegó a las grandes ligas políticas. Sus preferencias eran casi siempre líderes de la derecha. El más curioso, Baby “Doc” Duvalier, el tirano de Haití; los más previsibles Donald Reagan y Margaret Thatcher. Digamos que ella era una emergente “apolítica” de los tiempos de la Guerra Fría y la revolución neoconservadora. Obsesionada contra el aborto, los anticonceptivos y el control de la natalidad (“si una mujer mata al hijo en su vientre, es un llamado a matarnos unos a otros”) ignoraba minuciosamente los crímenes de quienes recibía premios y donaciones.
Era la Evita de Juan Pablo II, una mutación de Wojtyla en sarí, pero una Evita que no amaba a los pobres sino a la pobreza. Convencida de que no hay placeres ni derechos que embellezcan a los desgraciados, prefirió prepararlos para el sacrificio y la partida al cielo. Le habrá costado encontrar causas divinas para el padecimiento de los más niños, pero con los sidosos resultó mucho más fácil. Cuando el periodista Russ Barber le preguntó si creía que Dios podría crear una enfermedad irritado con el estilo de vida de los gays, ella respondió que “Dios no lo haría, pero lo dejaría suceder, como las inundaciones en el Antiguo Testamento... con sufrimientos como éste, la gente se da cuenta de que no está bien lo que está haciendo.” En otro momento afirmó que el sida se podía entender como una bendición de Dios, porque servía para poner la caridad en marcha. Recuerdo que sentí repulsión por esa gesta suya que ignoraba la verdadera experiencia material del padecimiento ajeno y publicitaba, a la vez, una empatía en provecho propio.
El capítulo eclesial de su canonización podría denominarse “la construcción de un turbio santoral para uso de las masas” y quizá leerse como complemento de la casi clandestina beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, para consumo de elites. Escrivá celebraba el autocastigo físico de los fieles de su Orden tanto como el poder económico y político. Teresa, en cambio, fue la abanderada de la pobreza en el Banco Mundial de la Mala Conciencia. Los dos olvidaron que en el origen del éxito de Jesús estaba el milagro de la sanación del cuerpo, y no la promoción del dolor. Imagínense si el hijo de Dios hubiera ofrecido a sus seguidores enfermos un sucio depósito como camino al cielo. Qué fracaso para su carrera.
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