TAPA
Planeado durante largos años, el primer Encuentro de Lesbianas y Bisexuales sucedió por fin en Rosario. Dos días en los que hubo lugar para debates, besos, fútbol, fantasías y visibilidad. Maternidades, familias, amor libre y derechos civiles en el centro de una escena en la que hasta la palabra mujer estuvo en cuestión.
› Por Marta Dillon
El día estaba radiante y algo de excitación por el viaje que comenzaba nos soltaba la lengua. El recuerdo de un encuentro feminista hace una tonelada de años, el taller de diversidad sexual y familia, el de juguetes y fantasías sexuales; todo era una promesa todavía.
Chofer: –¿Por qué no se callan un rato ustedes? ¿Qué pasa, no salieron anoche?
Mientras le devolvía la cortesía al conductor, sonó mi teléfono:
–¿Qué hacés, chiquitín, llegaste?
–Fernanda no puede evitar tratar a todas en masculino.
–Estamos en eso.
–Yo me vine con las chicas del fútbol, somos una banda, nos vemos allá.
Allá era la Facultad de Ingeniería de Rosario, sede única y oficial del Primer Encuentro Nacional de Mujeres Lesbianas y Bisexuales, un nombre largo y discutido que hace honor a la corrección política, aunque a simple vista se exceda un poco en la redundancia. ¿A alguien le hacía falta la palabra “mujeres”?
De adentro, las chicas del fútbol habían salido eyectadas. El deporte de sus amores había sido suspendido, igual que el taller de Defensa Personal. La militancia suele matar el entusiasmo de las no iniciadas, sobre todo cuando se desarrolla puertas adentro. La presentación de las organizaciones, por ejemplo, se hizo entre las organizaciones, lo que hizo difícil que las no organizadas se enteraran de qué se trataba. En la calle, un grupo de chicas tramaba una acción directa: escribir “closet” sobre la puerta principal y sacar fotos de quienes la atravesaran. La idea no prosperó, por suerte, al fin y al cabo cada cual decide el momento de abrir la famosa puerta.
Dentro, varios stands se alineaban en el hall principal: por una módica suma podían ofrecer servicios y productos. Quienes se negaron a pagar se habían instalado en la vereda. Ahí estaban las Fugitivas del Desierto, un grupo de neuquinas que exhibía su “kit autoinstalable para boicotear el régimen político de la heterosexualidad” –llámese régimen político de la heterosexualidad a esa trama de sentidos que, instalada como un fiel en la balanza, destina a cualquiera que se escape de esa trama a la “minoría” o la “diferencia”, mientras quienes están en el centro pueden arrogarse el derecho a ser “tolerantes”–. El kit consta de elementos variados contenidos en una caja de herramientas –símbolo masculino por antonomasia después del falo–: memoria guerrillera (representada en un hacha), la bandera del arco iris como símbolo de la disidencia sexual, un aerosol para intervenciones callejeras, libros para la reflexión, una pancarta para la visibilidad, unos colmillos para “contagiar el impulso de ser libres”. Hay algo en ese “contagio” que inquieta, una forma de apropiación de ese miedo atávico a lo que no debería verse por anormal, por peligroso, ¿por deseable?
Frente a la mesa de tortas –lemon pie, pasta frola, bizcochuelo–, las tortas que no entraron a los talleres se arremolinan. Un run run generalizado cruza expectativas por un taller por venir: Amor libre y pareja abierta. Son tantas las parejas de chicas que andan abrazadas como el deseo por colmar el aula donde esa charla va a suceder. De hecho, monopolizó casi completamente la asistencia de la tarde, apenas se podía respirar mientras la disertante, Mariana Pessah, hablaba de amores necesarios, contingentes, otra vez necesarios. La monogamia, desde entonces, fue un tema y un desafío. A ver quién se anima a imaginar a su chica enlazada con otra, a ver quién puede contarle al amor necesario la contingencia de un rato o de unos días. “No hubo acuerdo, ni siquiera sobre la palabra amor”, sintetizó Marlene Wayar desde su metro noventa de estatura y su camisa de satén rosa. ¿Vos te sentís incluida en la palabra bisexual o lesbiana? Me obligué a preguntarle a la directora de El Teje, la primera revista hecha por travestis. “Ninguna de las dos categorías me molestan, en todo caso me incomoda lo de ‘nacional’ o ‘mujeres’, creo que hay que desidentificarse para no quedar pegada con cuestiones de género que ya no nos representan. No quiero ser mujer para que me vendan por doce camellos, por ejemplo. Pero bueno, si no lo entienden, viviremos en sistemas paralelos.”
–Eh, vos, ¿no te erotiza un poquito imaginarte a tu novia con otra chica? –preguntaba casi suplicante Valeria Rubín, uruguaya, del colectivo Ovejas Negras, a una de sus compañeras que negaba rotundamente y con espanto–. Yo a veces siento que la política, al final, me obliga a vivir casi tan estructurada como mi mamá... que si soy como un tipo porque miro a otra mujer, que si el sistema patriarcal se mete en nuestra cama porque quiero compartir una fantasía, ¡aflojá!
El amor, si arrasa, está lejos de la búsqueda de consensos. En todo caso, las partes podrán “hacer acuerdos” para poder vivirlo, para evitar quemarse a cada instante en esa hoguera.
Del amor libre se seguirá hablando en los pasillos; y al final del encuentro, cuando se distribuya en bares que coleccionan botellas de cerveza. La chance también inquieta, incluso puede doler. Pero no es anestesia lo que busca, si no, justamente, libertad. Y ésa tiene otro precio.
Gabriela De Cicco, poeta, fue una de las impulsoras de Espartiles, el Espacio de Articulación Lésbica que nació en un Encuentro Nacional de Mujeres hace cuatro años. No entró a ningún taller, sencillamente por cansancio personal “de la militancia de reunión”. Anda por ahí, de todos modos, su cuerpo rotundo dándole espesor a esa presunción sobre el “cuerpo lesbiano” que nunca se deja ver del todo. “Hay una moda políticamente correcta que modela también las imágenes. Así se olvidan del deseo, se fija una estética globalizada, de mercado, que no sirve para tus búsquedas. Por un lado mi deseo como torta –aunque le gusta más la palabra en inglés, dyke– es por chicas más masculinas, pero aparte de eso, ¿qué es la ropa para lesbianas que se vende acá mismo? No hay una sola remera que me entre, se habla de lesbianas trans pero resulta que no encuentro en ningún lado ropa que me guste, ¿por qué tengo que comprar ropa en locales para hombres si no soy un hombre? Quiero estudiar costura para hacerme mi vestuario, porque es necesario identificarse con el propio cuerpo, si no hay que vivir en el closet: además de lesbiana, gorda, además de gorda, sin ropa.”
Entre las remeras de que habla De Cicco, ganan por mayoría las que imprimen imágenes de The L word, la serie de la Warner que por cuarta temporada muestra un mundo de lesbianas casi perfectas, todas muy femme, profesionales, exitosas, que siempre encuentran a otra que quiere besarlas estén donde estén. Envidiable, en fin. Lejos de casa, también.
Hubo un momento de pánico cuando pareció que la marcha no iba a juntar la fuerza necesaria. Fue un momento, nada más. Después, con el tamboril clásico de la Lesbianbanda el pánico se disipó y hasta bailaron delante de la bandera oficial del Encuentro las familias lesbianas que habían asistido con sus hijos: una niña de seis que cuando se cansaba se trepaba a la silla de ruedas de una de sus madres y un bebé que no había cumplido los dos años y anduvo todo el trayecto a upa. Un huevo cayó sobre el asfalto, lanzado desde un balcón. La acción como amenaza de que lo que no se nombra igual existe atravesó la columna de más de trescientas mujeres a las que ninguna organización por fuera de las convocantes acompañó. Hubo quienes se enojaron con las feministas –cuando menos– por esa falta de presencia a pesar de que no faltaron las consignas clásicas a favor del derecho al aborto legal. Con el calor de la caminata hubo quienes perdieron sus remeras. Entre los cantos quedó en la memoria auditiva, pegado como un chicle, ese que decía: “Qué macana, qué macana, que su esposa se acueste con su hermana” y otras variaciones del mismo tema que hicieron eco frente a la Catedral justo a la hora en que empezaban los casamientos de rigor para un sábado a la noche. El hit: las quinceañeras sacándose fotos como modelos de revista barata junto a las desarrapadas con remeras que decían “potencia tortillera” en el corazón del Monumento a la Bandera. Ahí donde María Rachid, una de las integrantes de Espartiles, puso su poderoso cuerpo entre la Gendarmería y dos casi adolescentes que no pudieron terminar su pintada en el sacro espacio. “Potencia t” fue todo lo que alcanzaron a escribir.
Hubo un error de cálculo. Si la militancia de aula expulsaba a las no iniciadas, la fiesta las convocaba como flores a las abejas. Apenas se podía respirar en el bar de la cita, colmado de mujeres que finalmente se dieron a intercambios más carnales. Amores contingentes, la mayoría, no hubo quien se fuera con ganas de un beso. Lástima que la mayoría quedó afuera, haciendo cola, esperando que alguien se canse y salga, al menos a tomar aire.
La maternidad lesbiana como derecho, como elección y como hecho consumado. Las estrategias para embarazarse –se habló también de adopción pero como la chance lejana que es para dos mujeres–, los análisis que unas recomendaban y otras no cuando los médicos que realizan inseminaciones artificiales tratan a las lesbianas como mujeres infértiles. El aula estaba tan colmada que pocas dudas quedaron de que éste es uno de los temas por los que había más ansiedad de hablar, de saber, de intercambiar. La conclusión principal fue una cita abierta, que circulará por mail y a través de los muchos blogs en los que las familias lesbianas cuentan su experiencia, para seguir reuniéndose. Para compartir también las estrategias que protejan a las familias, a los hijos e hijas, a las madres no gestantes que ni siquiera existen para ley alguna.
Los dildos –con forma de pene, con forma de obelisco, improvisados en un aerosol, un cepillo de dientes eléctrico convertido en vibrador, con forma de animalitos o con ninguna forma– se acomodaban en el centro de la sala y cada tanto circulaban hasta que alguien los retenía, a modo de estandarte. Las risas subrayaron cada pregunta, cada afirmación. Era un taller lúdico, pero también, solapadamente, contrastó los prejuicios de las mayores con la libertad de las menores. “¿Soy menos lesbiana por usar un consolador?” “¿Por qué no puedo tener la fantasía de tener un pene para penetrar a mi novia?” “¿Por qué no puedo jugar a ser una mujer con pene?” “Yo le planteé a mi novia que quería comprar uno y terminamos separándonos.” “Hay que mostrárselo cuando está más caliente, así no va a decir que no.” “Es preferible hablarlo fuera del momento, ir a comprarlo juntas como un paseo de domingo.” “Cuidado con comprarlo juntas porque cuando se separan es un problema saber quién se lo queda.” “Más cuidado hay que tener con los improvisados, yo trabajo en salud y he visto muchos accidentes incómodos con desodorantes o zanahorias.” “Si vas a usar un aerosol, pegale la tapa y ponele un forro.” Bondage, sadomasoquismo, ahorcamientos, lluvia dorada, cada una tenía algo que contar, un saber que contrastar, un consejo que dar. Ahí se podía sentir de qué se trata aquello de “el sabor del encuentro” o de cómo actualizar y dar sentido a una vieja publicidad.
El tiempo se acaba, como todo. El fútbol, al final, se improvisó en la vereda pero las profesionales de las canchas, las que juegan cada semana al menos dos veces ya no estaban ahí si no en un bodegón donde palpitaban el Boca-River siguiendo la tradición de cualquier amante de ese deporte. Entre ellas había una novia nueva, conseguida la noche anterior. Otra hacía de esposa, aburrida del partido, leía el diario, le hacía cosquillas a su marida en la espalda y festejaba cada vez que aparecía el técnico de River. “Ese metrosexual”, sentenció la mayoría.
Unas doscientas mujeres resistieron hasta el final del plenario. No hubo conclusiones y tampoco era la idea aunque sí lugar para festejarse: este Encuentro, tal como había dicho la histórica militante lesbiana Ilse Fuskova, no era siquiera un sueño hace quince años.
–Cuando le dije a mi papá que tenía novia, abrió un champagne y nos fuimos a la pileta... lo único que me preguntó es si era linda –Ileana, formoseña, 21.
–Mi mamá organizó un asado, ella también es lesbiana, imagínense –Valeria, uruguaya, treinta y pico.
–Yo salí del closet de inconsciente, fui a una marcha y me entrevistaron en Crónica. A la noche me llamó mi familia, les pregunté si estaban bien y me contestaron “Sí ¿por?” –Fabiana Tron, cordobesa, edad no confesada.
–Habría que decirles a los padres y madres que no sean tan modernos, nos van a dejar sin relatos para salir en los medios –Melisa, platense, 24.
Lo mejor del Encuentro, tal vez, seguirá sucediendo en otras mesas.
por Irene Ocampo
El Encuentro se hizo en un lugar muy significativo para mí: una de las manzanas más míticas de la educación rosarina y santafesina. Al lado de Ingeniería está el actual Poli donde cursé la secundaria.
Cuando el sábado entré al hall de Ingeniería y vi caminar entre las mesas de exposición y venta a Ilse Fuskova, luego de haber visto a Baruyeras y algunas Fugitivas del Desierto en la vereda, tuve sensaciones mezcladas. Ganas de sacar la cámara e inmortalizar el momento. Luego pensé en todos esos años en el Poli, años duros durante la dictadura, y luego el cambio a partir de 1983. En estos dos días pude sacarme varios pendientes que tenía en mi lista de activismo, como torta rosarina, ex alumna del Poli y de Licenciatura en Física. Pude encontrarme con compañeras, amigas y conocer a jóvenes y mayores lesbianas y bi y todo el espectro que hay entre y más allá de esas dos identidades sexuales, en uno de los edificios que contiene la manzana de Ayacucho, Pellegrini, Montevideo y Colón. Hablé, saqué fotos, vendí libros de Hipólita Ediciones, la editorial lésbica y feminista que armamos en 2005. Y también pude participar de algunos talleres, como el de diversidad familiar, y escuchar hablar de maternidades lesbianas en una de las aulas sobre calle Colón, como hace años escuchaba hablar de cálculo infinitesimal, leyes de Newton o de principios de termodinámica.
Tareas pendientes nos quedan siempre, pero la alegría que hoy siento y el sabor a triunfo de haber podido aportar un poco para la realización de este encuentro no se me van a ir muy rápido.
Al llegar a la sede universitaria todas dirigimos la mirada hacia la pintada de la esquina, “Si Evita viviera”, y completamos para cada una, en silencio: “sería tortillera”. Más tarde, alguna lesbiana –aerosol en mano– se encargó de ensayar la identidad sexual disidente de la Abanderada de los Humildes. El programa oficial quedó opacado por la ausencia de la reflexión política, un rico acervo crítico y subversivo desaprovechado. La vereda de la facultad fue un espacio de visibilidad constante, a pesar de las temerosas por descubrir/se. Muchas pusimos el cuerpo, de modos diversos y hasta disímiles; sin embargo una apuesta fue común: estar. Viejas activistas, otras más jóvenes e inquietas, las que se acercaban por primera vez, las que destilan el abatimiento que la hostilidad de la lesbofobia de la sociedad y de los movimiento sociales –incluido el feminista– tallaron en sus palabras.
Mujeres lesbianas, lesbianas que no somos mujeres, trans lesbianas, bisexuales incipientes, las que se llaman gays, otras que no se quieren “etiquetar” pero usufructúan de la presunción hetero. Ahí estuvimos, con el frío metiéndosenos en los huesos pero con la pasión de quien sabe vivir un momento impostergable e imperdible.
Son las 7 y cuarto de una mañana un poco más amable que la de esos fríos bajo cero del sur argentino. Salgo hacia la escuela en bicicleta. Mi boca tararea la huella de esos días: Hoy yo quiero/salir a luchar/salir a luchar/por la visibilidad. Un hoy que se nos hace un presente continuo.
Primero fui marimacho, después lesbiana. Es que todo el mundo me llamaba así, machona o marimacho. Sabía que era un insulto, pero también sabía que era el costo necesario para poder moverme en lugares donde a las mujeres o a los varones no se los dejaba. Ahora tengo 24, hace cinco que empecé a militar y a leer sobre feminismo. Aunque la sociedad me lea como mujer, yo no lo soy, soy marimacho o marimacha. Para mí, por ejemplo, las sesiones de depilación eran sesiones de tortura: si lo hice alguna vez fue porque me obligó mi papá. El llegó a depilarse un brazo para mostrarme que no dolía, no pudo convencerme. Me duele más depilarme que tatuarme porque además me gustan mis pelos, los disfruto, me gusta tocarlos, me gusta cómo se erizan. Sé que a mis parejas les resulta repulsivo. Con bisexuales es un poco más fácil, tal vez porque ya estuvieron con una persona peluda. A mí me gusta el pelo en donde esté, aunque desde que decidí dejármelos hasta que decidí mostrarlos pasó un tiempo. Con mi papá ya no me hablo, aunque estuviera depilada él no quería que yo me sacara los pantalones en la playa, era como que le daba vergüenza. Mi mamá, en cambio, y mi hermano, me respetan y me cuidan. Los pelos es algo que tengo en común con mi hermano y que me hacen sentir unida a él. Tenemos una relación que otra gente no considera normal sencillamente porque en casa yo estoy sin remera. Es lo primero que hago cuando llego, sacarme la remera. Como tengo piercing en las tetas, a mis parejas las suele poner nerviosas porque las ven más sexualizadas por los aros; yo me olvido completamente que no tengo la remera puesta, mi mamá y mi hermano también.
Si hago memoria puedo rastrear algunas elecciones conscientes. Me acuerdo de ver caminar a los varones y a las mujeres y decidir caminar como los varones. La voz también la trabajé, igual que trabajé el tatuaje que tengo en la panza. Busqué cada letra, me filmé mientras me lo hacía yo misma, tuve que inventar la arroba al final de la palabra: marimach@. Es una intervención más sobre mi cuerpo para ser quien soy; un año entero estuve pensándolo y lo hice hace dos semanas, está recién cicatrizado.
Es gracioso, a veces se me otorgan algunos privilegios masculinos, por ejemplo que me hablen a mí en lugar de a mis amigas porque soy lo más parecido a un varón. O que las chicas crean que yo tengo que tomar la iniciativa... Frente a eso trato de que se sientan cómodas, de usar la caballerosidad, algo que está muy lejos de ser un hombre. Venir a un encuentro tiene el sentido de hacerme visible. Para mí fue importante la primera vez que escuché a una mujer decir que era lesbiana en un acto público, directamente: se me erizaron los pelos.
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