ES MI MUNDO
Hijo de una dinastía de artistas a quienes no les alcanzó lo
hippie para soportar un hijo gay, Rufus Wainwright ha hecho discos como diarios íntimos, cantados con su voz hipnótica y enorme. Siempre fuera del closet, el niño terrible ha sabido fusionar distintos costados de la cultura gay sin caer jamás en la tibieza de lo políticamente correcto.
› Por Mariana Enriquez
Es de una especie extraña: hijo de dos estrellas del folk de los años ’60 y ’70, crecido en una casa llena de pianos, peleas y vodevil, con una abuela irlandesa que convocaba a cantar hasta el amanecer. Su padre es Loudon Wainwright III, a su vez hijo de una dinastía de la Costa Este; su madre Kate McGarrigle, una de las dos mitades del dúo Kate & Anna McGarrigle, sirenas canadienses que se convirtieron en el balance justo de fama y talento entre la comunidad hippie bohemia. Rufus Wainwright resultó el primogénito de esa unión, que resultó terriblemente tormentosa, y se acabó cuando nació Martha, la hija menor, también cantante, también genial. El chico creció en Montreal junto a amigos de los padres, que incluían a Emmylou Harris, Richard Thompson y Leonard Cohen. Y, muy pronto, supo dos cosas: que quería ser músico y que era gay. “Tenía un apetito sexual voraz, supongo que porque en el fondo estaba buscando una figura paterna. A los 14 años ya conocía la vida nocturna gay de Montreal. Y poco después también la de Nueva York, cuando iba a visitar ahí a mi padre. Era como una Lolita, porque parecía muy joven físicamente, incluso más de lo que era.”
Y los padres hippies, ¿cómo se tomaron la sexualidad del hijo? Pésimo. Se sabe: la revolución sexual de los ’60 no terminó nunca de incluir la cuestión gay. Kate McGarrigle confiesa que lloró porque no quería que Rufus “sufriera”, y como una suerte de penitencia subió las escaleras del Sacré-Coeur en Montmartre (se enteró cuando estaba en Francia con su hijo). El padre nunca hizo una escena, aparentemente, pero se sabe que él y Rufus no se llevan bien, que compiten mucho, que tienen una pica que recién hace unos años parece haberse aliviado.
Pero nos estamos adelantado. La cuestión es que Rufus Wainwright es quizás el músico con más talento e imaginación de la escena actual. También el más ambicioso. Un poco en chiste y un poco en serio llama a su estilo “popera” y lo inauguró con un disco que llevaba sólo su nombre y se editó en 1998. Una voz hipnótica, algo nasal, enorme, que puede pasar de lo más frágil y conmovedor a la carcajada plena. Canciones sobre amores imposibles (solía enamorarse de chicos heterosexuales, como el protagonista de la mejor canción de Rufus Wainwright, “Danny Boy”), sobre divas de la ópera, sobre los mandatos maternos y sobre sentirse un príncipe y acabar convertido en sapo tras una noche de excesos. Desde ese primer disco, Rufus estuvo fuera del closet. “Nunca se me ocurrió ocultarlo. Es lo que soy. ¿Si me lo pidieron? Siempre piden discreción, claro.”
Rufus no es nada discreto. Su segundo disco, Poses (2001), fue un verdadero diario personal, la crónica urbana de la vida de un joven gay de background privilegiado y oído de genio, pero fascinado por los chicos callejeros, los rincones oscuros, las drogas duras, las noches sin destino. “Cigarretes & Chocolate Milk” es una enumeración de sus placeres y vicios, los simpáticos y los dañinos. “Poses” es una apabullante canción al piano, de belleza contenida, donde se describe: “Pasé de querer ser alguien / a estar borracho y en chancletas en la 5ª avenida”.
Poses era un disco económico que no predecía lo que sucedió después, el barroquismo de Want One y Want Two, los discos siguientes, que lo encontraron en tapa con trajes especiales: en el primero, de caballero medieval; en el segundo, de doncella dormida. Acá, por fin, tiraba la casa por la ventana: muchos de los que disfrutaron de sus primeros discos no pudieron soportar tanto fuego de artificio, tanta cita a la música clásica y a Broadway, tanta pluma. La apertura, “Oh what a World”, incluía acordes de “Bolero” de Ravel. “14th Street” era indudablemente un homenaje a Broadway y Cole Porter, con un estribillo a pura alegría pero con un fondo de rara melancolía. Y Want One también incluía “Dinner at Eight”, una canción dramática para su padre, con Rufus al piano, acompañado de gran orquesta (como en todo el resto de estos dos bombásticos discos): “No importa cuán fuerte seas / Voy a derribarte con una pequeña piedra / Voy a derribarte para ver cuánto valés para mí”.
Un problema: de Rufus todo el mundo cree que es genial, incluso los que no entienden mucho su propuesta fastuosa. Elton John es un fan acérrimo, ciego, que además se transformó en un segundo padre (fue el que ayudó a Wainwright con su adicción a la metanfetamina y el que recomendó el lugar de internación). Neil Tennant, de los Pet Shop Boys, no tiene dudas cuando lo llama el más importante músico en actividad. También lo respetan consagrados como Nick Cave, Leonard Cohen y hasta Sting. Pero Rufus no vende muchos discos. Entonces, para poder mantener su visión sin compromisos, incluye canciones en bandas de sonido y otras propuestas colectivas, y ahí gana dinerillos y fama: se lo conoce mucho menos por sus discos —ninguno editado aún en la Argentina— que por sus colaboraciones como “Hallelujah” de Leonard Cohen para la banda sonora de Shrek, la versión de “Across the Universe” de Los Beatles para la de I am Sam, o “He ain’t Heavy, he is my Brother” para Zoolander o “The Maker Makes” para Secreto en la montaña.
El año pasado editó otro disco extraordinario, Release the Stars, que lo encuentra sobrio y en pareja, una situación inédita y que él, siempre exagerado, consideraba imposible. El disco, entonces, es un nuevo diario, como Poses, y sigue el camino hacia las estrellas de siempre, lleno de compleja orquestación, puro pop recargado. El nuevo amor aparece en “Tiergarten”, pero también hay un lamento por la soltería y las noches salvajes perdidas en “Sansoucci”, donde habla de chicos que se juegan su corazón a las cartas con un estribillo delicioso. Muchos creen que es su mejor disco. Comercialmente no hubo caso, quizá por el tema que eligió como primer simple, “Going to a Town”, que sigue la tradición de canción de protesta de sus padres, pero desde un nuevo ángulo: es en contra del gobierno de EE.UU., pero hace hincapié en el ultraconservadurismo y la cuestión del matrimonio gay, que estaba en su punto más alto cuando se editó el disco. “Me casaría sólo para molestar”, dijo Rufus en su momento, pero no lo hizo. En cambio, se puso minifalda para cerrar su show en Glastonbury, se crucificó sobre el escenario tipo Madonna para la canción “Gay Messiah” y lanzó un disco y un DVD con una propuesta que él definió como “su sueño de maricona”: Rufus! Rufus! Does Judy at Carnegie Hall, la reproducción acorde por acorde del concierto de Judy Garland en ese mismo lugar en 1961. La semana pasada acababa de ganar dos premios Glaad (la Alianza Gay Lésbica contra la Difamación de EE.UU.), y eso que no es complaciente con la comunidad: suele cuestionar por la obsesión del mundo gay por la belleza y la juventud –que él mismo padece–, y con frecuencia le cuenta a quien quiera oírlo que la autodestrucción cunde y suele manifestarse en maratones de sexo y drogas. También insulta a los gays republicanos, a quienes considera espantosos traidores. “Soy una voz autorizada porque me animé”, dice con su típica ausencia de falsa modestia. “Voy a quedar en los libros como la primera estrella pop que fue honesto sobre su sexualidad desde el minuto uno. Salí del closet en llamas, sobreviví y sí, te quita público. Pero no podía hacerlo de otra manera.” La importancia de Rufus sólo crecerá con el tiempo: sucede que él consiguió fusionar distintos costados de la cultura gay de forma coherente y verdadera: el melodrama familiar, el gesto teatral, el costado de noche y disco, el dandismo, el deseo desenfrenado, el viejo amor por las divas, el cabaret decadente, la liberación sexual de los ’70. Una propuesta para quien tenga tiempo y unos dinerillos: ir a verlo el próximo 13 de mayo a Brasilia, toca en el Auditorio Planalto. Imposible mejorar el plan. Más información en la cuidada página www.rufusnobrasil.com.br. ¿Por qué, ya que viene a América latina, no se hace un paseo por Buenos Aires? Mejor no pensar.
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