Adolescencia en los controlados y divertidos ’80. Madre multípara, y se ve que criadora de putos: tengo un hermano que también se la morfa, pero ésa es otra historia. Un coro en el colegio que congregaba chicas y chicos de varios cursos, gran alivio frente al grupo ortiba de mi división. La suerte me hizo barítono, me dio una novia alegre y entre los bajos lo puso a Willy, espalda considerablemente más ancha que cadera, voz cavernosa con ese minisilbido frágil de los asmáticos. “En el fondo nunca me imaginé cantando para vos”, cantaban Los Abuelos. Nada más apropiado. Asados del coro. Conciertos del coro. Giras del coro. El coro y Willy pasaron a ser el centro de mi vida. Eugenia siempre conmigo mientras una práctica parroquial muy severa nos protegía de tener que coger. Yapa: se hicieron tan amigos ellos dos... El mambo parroquial los enlazó y terminamos amontonados en una comunidad de equívocos entrañables que incluía a la novia que se consiguió, más buena que Lassie atada y con un par de lexos encima y medio marciana.

Falta decir que era huérfano de madre. A mi juego me llamaron: hijo de familia numerosa que podía contribuir por exceso de afecto apoyando al amigo, pero sólo en sus emociones, y brindando consuelo, pero sólo en el hombro. Y así pasaron tres años. Pero de coger ni hablar: la inimputabilidad de adolescentes artistas (estos chicos son tan sensibles), de novios cristianos (como ya dije: a las novias no) y de hijos responsables, nos metía en una barricada de mimos inconclusos, una complicidad infinita y pajas hasta desangrarse... pero en silencio hasta para la propia conciencia y con unos remordimientos del mismo tamaño de ese amor. Yo mismo le presenté a la que fue su mujer y la madre de sus hijos. Astuta como pocos, ella ya tenía junado el paño desde hacía tiempo. No bien puso una pata en la cancha, Willy y yo terminamos peleados. Y no nos vimos más.