ENTREVISTA > JAVIER VAN DE COUTER
Aunque en su trabajo como actor y guionista haya elegido contar y encarnar historias de vida, amor y muerte en clave gay, Javier Van de Couter insiste en que su búsqueda va en pos de la persona, así de neutro como suena. Ahora, mientras la historia que escribió sobre la villa gay espera convertirse en largometraje, encarna en un unipersonal a un militante de Act Up.
› Por Patricio Lennard
La noche que Larry Kramer me besó es una obra que tiene como disparador otra obra:El corazón normal, de Larry Kramer, una de las primeras que tocaron la problemática del sida.
—Sí. El corazón normal es de 1985 y cuenta la historia de un hombre que conoce al amor de su vida el día que se entera de que es seropositivo. Además de dramaturgo y guionista, Larry Kramer fue uno de los primeros que se ocupó de denunciar en los Estados Unidos la inacción del Estado y la apatía social que hubo ante la crisis del sida en sus comienzos. Y fue ese trabajo como activista político que Kramer abrazó luego de ver a varios de sus amigos sufrir los estragos de la enfermedad, lo que lo llevó a fundar una organización de asistencia para enfermos de sida a principios de los ’80 y a ser uno de los principales agitadores de Act Up, una importante agrupación de lucha contra el sida. Parte de su labor como activista fue escribir esa obra, El corazón normal, que él comenzó a gestar luego de un viaje a Alemania en que visitó el campo de concentración de Dachau. Ahí supo que ese campo había sido abierto en 1933, poco después de que Hitler asumiera como canciller, y que ni los propios alemanes, ni ningún representante de otro país habían hecho nada por impedir que se abriera. Kramer se inspiró en ello porque sintió que la falta de reacción que advertía en el gobierno frente a la epidemia, e incluso en la comunidad gay, se le parecía bastante. De hecho, creía que el sida era una suerte de holocausto. “El sida es nuestro holocausto y Reagan es nuestro Hitler. Nueva York es nuestro Auschwitz”, escribió en un discurso de 1987. Y esa denuncia, ese grito y ese llamado a la militancia que Kramer no se iba a cansar de repetir en aquellos años, fue lo que impresionó al jovencito que era David Drake cuando vio por primera vez, en Nueva York, El corazón normal. Algo que fue como una revelación para él y que lo persuadió de convertirse en militante.
Drake es autor y protagonista de La noche que Larry Kramer me besó, y los años que la obra estuvo en cartel lo tuvieron sobre el escenario haciendo de sí mismo. ¿Cómo fue para vos componer este personaje?
—Drake escribió, dirigió y actuó la obra, que es autobiográfica en varios aspectos. Y al no abordar el personaje desde Javier, al no haber tampoco una adaptación a Buenos Aires o a mi historia personal, el efecto que se produce no es el que generaba Drake hablando de su vida. El empieza el relato a los seis años, el día de su cumpleaños número seis, que es el mismo día en que muere Judy Garland y en que se desata la represión policial de Stonewall. Ese día él ve en Baltimore, su ciudad natal, una puesta de Amor sin barreras y descubre su fascinación por las comedias musicales. Diez años después huye a Nueva York, luego de que sus padres se enteraran de que es homosexual, y es en Broadway donde se acrecienta su deslumbramiento por el music-hall. Hasta que descubre una obra que se llama El corazón normal, que le brinda una nueva conciencia. El entonces tiene 22 años y ya hay amigos que han empezado a morirse de sida alrededor suyo. Y cuando ve esa obra, en la que se critican las políticas de salud y el silenciamiento que hay con respecto a la enfermedad, la siente como una cachetada, como un cimbronazo que lo despabila, incluso, del escapismo de los musicales. En un momento en que el personaje empieza a sentirse perseguido por esa enfermedad, por el sexo casual y el sexo anónimo, el beso de Larry Kramer lo despierta.
Hay un fuerte componente generacional en lo que el personaje narra, considerando que se refiere mayormente a los Estados Unidos en la década del ’80, en plena ebullición de la epidemia. ¿Cuáles son las diferencias que notás entre ese registro generacional y el tuyo propio?
—Algunas cosas cambiaron radicalmente. Sin ir más lejos, el VIH era una enfermedad mortal y hoy ha dejado de serlo. De hecho, Drake estrena la obra en 1994, cuando recién se empezaba a hablar de los tratamientos antirretrovirales. Y eso hace que el sentido de la obra sea otro, porque hay algo de todo eso que ya es parte del pasado. Si bien aún hay que luchar y trabajar muchísimo, hay algo que cambió en el prejuicio, en la manera de ver las cosas, en la enfermedad misma. Y eso no vuelve a la obra inactual, muy por el contrario, sino que permite que la gente venga más relajada a verla. Como dice el autor: “La memoria es siempre un tiempo presente”, y me parece que desde esa perspectiva el texto se resignifica. Yo creo que la obra sigue siendo necesaria porque está bueno hablar de cómo fueron las cosas. Y gritar, como lo hace el personaje en medio de una manifestación callejera, “¡Realidad al día! ¡Actúe! ¡Luche contra el sida!”, sigue siendo tan indispensable hoy como hace veinte años.
En tu caso particular, ¿qué es lo que te causa más miedo del VIH?
—Es un miedo que la gente de mi generación (tengo 33 años) arrastra desde chico. Ahora se me viene a la cabeza una situación en el colegio (tendría doce o trece años), en la que me acuerdo de haberle dibujado a un amigo —que la tenía bastante más clara que yo en materia de sexo— un culito y una pija en el pupitre del banco, con lápiz negro, para poder borrarlo después, con el fin de que me explicara cómo era que se contagiaba. Yo no entendía cómo era el contagio porque ni siquiera manejaba la noción de preservativo, lo que hacía el preservativo y de lo que te preservaba. Eran cosas que no sabía. Y había algo que me paralizaba, que me generaba miedo, seguramente porque iba a un colegio de curas en donde la educación sexual brillaba por su ausencia y porque cargaba con la típica vergüenza de no tocar con los mayores temas como ése. Y así es como yo y tantos otros crecieron con ese miedo encima, y despojarse de él nos llevó todo un proceso. De hecho, cada vez que me voy a hacer un análisis de sangre, es casi inevitable que me ponga nervioso. Pero haber hablado del tema tanto en Un año sin amor (la película de Anahí Berneri) como en esta obra, me llevó a entender un montón de cosas y a informarme. La ignorancia es lo que motiva el miedo. La falta de información y la ignorancia. Y eso hace que sigan existiendo prejuicios relacionados, sobre todo, con las implicancias de tener sexo con personas portadoras; y el hecho de que antes la gente se muriera y ahora ya no, confunde a las generaciones más jóvenes.
Además de actor, vos sos guionista de cine. ¿Hubo alguna historia tuya, personal, que te hubiera gustado incluir, disfrazada, en la obra?
—Paralelamente a los ensayos, yo estaba escribiendo un guión, por lo que esa parte de mi trabajo la tenía cubierta. Y si no traje el guionista a la obra fue porque estaba satisfecho con la historia que estaba creando, cuyo disparador fue la villa gay que estaba detrás de Ciudad Universitaria. Un lugar que conocí antes de que lo desalojaran por primera vez, en 1998, y que era un asentamiento habitado por homosexuales y travestis en donde no se permitían heterosexuales. Muchas de las travestis que vivían ahí fueron pioneras a la hora de cartonear en el barrio de Núñez. Y lo que me inspiró para hacer el guión, cuya protagonista es una travesti cartonera y que va a ser mi primer largometraje, fueron esos ranchos que por dentro eran como casas de muñecas, tapizados de alfombras y telas y adornos que las travestis recogían por la calle. Fue curioso que, cuando hace poco premiaron el guión en La Habana, el jurado le elogiara lo referido a la tolerancia. Algo que me agradó porque para mí La noche que Larry Kramer me besó habla de eso, precisamente.
De la tolerancia y del sida, que es un tema que excede a los homosexuales...
—Sí, y eso lo ves también en Un año sin amor, una película que gira alrededor del tema y con la que me pasa lo mismo que con esta obra: yo termino viendo a un ser humano. Porque si algo tiene de bueno esa película, a diferencia de otras que se han hecho sobre el tema, es que trasciende lo gay, y para mí es genial que pase eso. Yo trato de ver la vida y a la gente más allá de la sexualidad. Y en la obra lo que se rescata es a una persona, en última instancia. Ni homo, ni bisexual, ni hétero. Una persona. Y eso es algo que tenemos que entender: que no importa para qué lado se coge, y que el sida es algo que atraviesa a todos los seres humanos.
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