¿CUáNTO TIEMPO ES UN AñO?
Un año de militancia o cómo transformar la experiencia del paria en pensamiento crítico y a su padecer en amor.
› Por Alejandro Modarelli
El martirologio ha sido una de las fuentes míticas dilectas de donde abrevan muchas de las imágenes que sirvieron para recrear la figura mortificada del gay –ahí está, por ejemplo, el Sebastiane del cineasta Derek Jarman–, y el sitio donde comienza a gestarse ese martirio es, a menudo, la casa familiar. Pero un gay, habituado desde muy chico a la injuria y el castigo, sin que pueda en su devenir evitar como recursos de supervivencia el enmascaramiento o la autoflagelación, construye a veces sobre las heces culturales de la homofobia una criatura luminosa, que puede tomar la forma de la militancia. Si es así, aprenderá a luchar por el reconocimiento de su individualidad y el derecho universal a vivirla y expresarla libremente. He aquí el relato de Matías, un integrante del Area de Jóvenes de la CHA, cuya infancia y adolescencia fueron las de un paria abrumado, y hoy a los veintitrés años hace del activismo el lugar de sus mayores afectos y de un nuevo pensamiento creativo. Outsider, para él habitar en el mundo se hace posible, por primera vez:
“Tenía en claro la necesidad del coming out ya a los dieciséis años, cuando fui a la Marcha del Orgullo y vi expresarse a toda esa gente, con la que compartía mi diferencia, y sufría como yo la discriminación o la represión. Quise participar de esa movida que antes había mirado solamente por televisión, y me parecía muy alegre. Yo vivía en una familia terrible, con una madre que me rechazaba y me insultaba por mi sexualidad, un padre que, después de confesársela, nunca más me iría a dirigir la palabra, hermanos varones para quienes pasé a ser el puto de mierda. Uno de ellos abusaba de mí junto con sus amigos cuando yo tenía cinco años y él catorce. Cuando lo conté, ya más de grande, mi madre me llamó delirante y mi hermano me quiso golpear. Como ves, en mi historia el drama de la discriminación es extremo. Ahí están todos los elementos, no me ahorré ninguno. Además, había sido obeso, mirá qué junta. Después de los dieciséis viví en casa de amigos, más que nada mujeres; anduve con un grupo punk muy drogueta donde la sexualidad se vivía libremente, y acostarse con cualquiera, hombre o mujer, no era otra cosa que dejar fluir el deseo. Pero, como te imaginarás, no se hablaba de reconocimiento de derechos, y yo andaba necesitando de pares, un espacio de contención y aprendizaje político, donde poner en palabras la experiencia solitaria de mi identidad. Hace un año que milito en el grupo de jóvenes”.
Mariano, como Matías, entró en la CHA hace poco y si el medio familiar le destinó algún tormento, no fue mucho más que la esperanza de verlo regresar del “temible confín” de la homosexualidad. El mismo, de adolescente, hubiera preferido que los cuerpos de las mujeres fueran el territorio donde sellar el armisticio con su deseo sexual. Y la simulación de ser straight en el colegio secundario fue como la de un inmigrante sin fortuna que cambia de apellido para ser admitido por la clase dominante, pero, no obstante, se delata con su acento cocoliche. Mariano ahora dice que si volviera a nacer, elegiría ser gay:
“Ya no siento esa angustia que produce mentir. De hecho, me acerqué al grupo de jóvenes porque buscaba instrumentos para poder dejar de simular, y para sobrevivir si las cosas se ponían feas. El disparador fue empezar a trabajar de acompañante terapéutico, un oficio que te lleva a compartir muchas horas diarias de intimidad con el paciente, y no sabía cómo manejarme cuando de pronto alguno indaga en tu vida afectiva. Si decía la verdad, qué me iría a pasar. El otro día en una disco gay un pibe me dijo, con melancolía, que tenía sexo con chicos, pero que su corazón estaba con las mujeres, y pensé ¡pobre tipo! que tiene que vivir en esa contradicción. Salir del closet fue importantísimo para mí. Recién ahí, pienso, uno se integra realmente a una identidad. El activismo me sirvió para crear conciencia y asomarme a ámbitos que para mí eran invisibles, como el de las travestis. Además, a través de los otros, uno aprende a tomar sin miedo, naturalmente, la propia sexualidad”. Se ríe cuando me cuenta que su antiguo mail tenía como nick “oculto”. El lenguaje, a veces, simula ser complaciente con la inocencia.
Este último año en las vidas de Matías y Mariano tiene su mensaje: el activismo, como la literatura, transforma la experiencia del paria en pensamiento crítico, y su dolor insular en un Eros que lo trasciende. A través de la reflexión, ellos pasaron por encima de ese regodeo en el Yo Me Cago o en el “a mí los militantes no me representan” de tantos otros parias autorreferenciales, en quienes todo lo subjetivo adquiere un aura de objetividad, como en los divos faranduleros. La exagerada diatriba contra todo que se llama la cultura gay, el modelo, la identidad o el gueto, a menudo hace olvidar que el homófobo cada tanto entra a casa sin preguntar si uno es gay, postgay, queer, rizomático u onda cero pluma cero ambiente, y que es preferible atenderlo con algún stonewall en la mano, por mínimo que fuera. Matías y Mariano, activistas, se reconocen en esa pedagogía de la resistencia.
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