REGALOS PARA SOY
La fiesta empezó con el primer número, pero el calendario es caprichoso y tiene sus exigencias. Antes de llamar a los invitados hay que tener una buena excusa, una como ésta: que la rueda del tiempo haya cumplido su ciclo y entonces sea posible mirar atrás y decir, definitivamente, que Soy está. Que hay un camino iniciado, que hay un mapa posible sobre el que diseñar los próximos pasos. Que las curvas y los derrapes son parte de la misma aventura. Que somos muchos y muchas y much*s en la caravana y que hay lugar suficiente para quienes todavía faltan. La fiesta empezó con el primer número y no porque siempre haya habido motivos para el festejo; pero las razones para empañarlo son siempre pasajeras porque la tarea de ser –la tarea de Soy– exige mantener alerta el deseo, el goce, la celebración. Esta vez la celebración toma las páginas de Soy como a las principales agasajadas y las colma de regalos. Creaciones, secretos, fetiches, amores, deseos; todo un laberinto de regalos que, como en las fiestas de la infancia, acumulamos en la cama –el lugar de los placeres– para abrirlos ahora todos juntos al mismo tiempo que se pasan las páginas. Siempre estamos pidiendo –entrevistas, colaboraciones, testimonios, historias–. Hoy, recibimos, agradecemos y nos comprometemos, cantando a voz en cuello, a cumplir muchos más.
Gracias Muntazer Al Zaidin
por la alegría que le diste al mundo.
Un zapatazo puede ser sublime.
Dos zapatazos, una obra maestra.
Gracias Muntazer Al Zaidin
porque al final
el asesino se tuvo que agachar.
Dicen que dijo Lao Tse a Wen Tzu:
todas las cosas misteriosamente
son lo mismo, así que mira con fijeza
hacia adelante como un ternero
recién nacido lo hace para ver
lo que parece ausente siempre ahí;
en la gentil mirada del maestro
yo imagino su amor ante las cosas
sobre todo lo terso y lo pequeño
alzándose en sus formas del vaivén
donde se gana eso que se pierde
como lo hace la brisa entre los juncos
o en el agua dejándola los juncos
pasar en un susurro ágil de amantes
que se saben opuestos sólo un rato
para afinar la voz en el concierto
y bienaventuradamente luego
tenderse juntos sin abandonar
nunca la fuente, ciertos en la voz
sincera donde lo alto y lo bajo
no se destronan ni definen entre
sí al cincelar su mutuo exceso; así
aireadas las florcitas que el granizo
agitó ayer sobre las ramas se abren
hoy en el aura nívea del manzano
donde suena gentil esa llamada
de la dulce torcaz como si fuera
la propia voz de Lao Tse a Wen Tsu
diciendo misteriosamente todas
las cosas son lo mismo, mi ternero
Sigamos celebrando el nacer de una era
Urdiendo nuestro mundo y su libre destino
Patria ya no tan paria de libertad entera
Luces se enciendan para brindar el vino
Especialmente añejo de anhelados sudores
Servido en la propia copa de las pieles
Otro modo de sed escancia sus sabores
Y siempre nos ofrenda a nosotros, sus fieles.
“Tu cabeza se aparta:
el nuevo amor”
A. Rimbaud
“Un transcurrir de fiesta delirante,
un naufragio en tus propias aguas”
A. Pizarnik
La infancia de Alfredo era la común de una familia de clase media de hábitos tradicionales; vivían en un chalecito con jardín en un barrio apacible de un pueblo del oeste bonaerense. Hijo único y sobreprotegido por sus padres, nada hacia prever las turbulencias que surgirían luego. No cayó en los desenfrenos típicos de su generación, ni alcohol, ni drogas, ni violencia. Siguió siendo un joven formal y su única adicción era un impulso sexual irrefrenable que tal vez proviniera de un exacerbado narcisismo centrado en su cuerpo y, en especial, en la dimensión de su pene. Por otra parte, carecía de interés por las relaciones de larga duración; nunca tuvo novia sino tan sólo relaciones variadas y fugaces con las chicas que conocía en boliches nocturnos.
Alfredo se sentía cómodo en esa situación: había abandonado sus estudios universitarios y no trabajaba, pero los padres no lo abrumaban por esa desidia y nunca le faltaban las parejas circunstanciales para satisfacer su incansable deseo sexual. Así pasaron varios monótonos años hasta que un día se desataron simultáneamente varios nudos. La proximidad de los treinta años era una fecha clave que significaba el comienzo del fin de la juventud. Sus padres, ya viejos, sufrieron los efectos de la crisis económica y comenzaron a sugerir al hijo que debía buscar un trabajo, algo no demasiado fácil para quien no tenía títulos ni experiencia. Los nubarrones aparecieron en el cielo hasta entonces sereno de su despreocupada juventud.
Encuentros azarosos quisieron que en esa encrucijada cambiara súbitamente su rumbo. Como todo joven formado hacia fines del siglo pasado y comienzos del actual, no podía dejar de practicar asiduamente el “chateo” por Internet. Perdido en el laberinto del espacio digital, se encontró un día con un mensaje enigmático: “Maduro busca pendejo”. Salvo algunas vagas fantasías, nunca había sentido inclinaciones homosexuales, pero esa vez decidió investigar ese terreno inédito. Asistió a la cita y se encontró con un señor cercano a los sesenta años, abogado, casado con hijos y además escritor, que había logrado cierto éxito con una novela donde un grupo de sádicos torturaba y asesinaba a adolescentes. El Doctor X reunía todas las tardes en su departamento de la calle Santa Fe a un grupo de jóvenes reclutados por Internet. Lejos del caos, esas reuniones clandestinas estaban prolijamente burocratizadas: cada nuevo visitante era fichado, para lo cual debía mostrar documentos de identidad y también certificado médico. El Doctor X tal vez había leído El nuevo mundo amoroso de Charles Fourier, donde el utopista, entre los planes para la ciudad del futuro, estimaba que el amor individual daría paso al amor colectivo y la actividad erótica por excelencia sería la orgía que, como todo en la sociedad utópica, debía ser planificada y codificada.
En las reuniones del Doctor X también se practicaba el sadomasoquismo. El candoroso Alfredo se inició allí aceleradamente en sexualidades alternativas. Asistió durante meses todos los días, pero pronto se cansó porque no le gustaba el costado sadomasoquista. Fuera de la extraña secta del Doctor X, Alfredo carecía de todo conocimiento del mundo homosexual de Buenos Aires, ni siquiera conocía bien la ciudad. Uno de sus compañeros del gabinete del Doctor X le aconsejó que, aprovechando el tamaño de su pene, podía ganarse la vida como taxiboy y le recomendó un lugar: el cine porno Ilusión que quedaba cerca del Obelisco.
El Ilusión, con sus ornamentos art-decó, había sido uno de los más elegantes durante la edad de oro de la calle Lavalle y sus adyacencias. Con la decadencia del cine y la lumpenización de esa zona, la sala en ruinas se convirtió en un prostíbulo concurrido por un par de prostitutas, algunas travestis y numerosos taxiboys que satisfacían a una variopinta clientela de todas las clases sociales. Los dos pisos con varias salas, los corredores, las escaleras, los rincones ocultos, un verdadero laberinto en sombras constituían una escenografía atractiva para los aficionados al erotismo furtivo. Alfredo encontró allí su lugar más adecuado, mantenía el anonimato, las relaciones eran breves y frágiles, satisfacía sus irrefrenables impulsos y solucionaba en parte sus necesidades económicas. La manutención que ya no podía seguir cumpliendo su padre carnal era sustituida, en parte, por los hombres maduros del Ilusión, sus padres simbólicos.
La doble vida fue llevada hasta su máxima expresión. Para darse a sí mismo la idea de que estaba realizando un trabajo, se sometió a un horario estricto, de lunes a viernes desde las 2 de la tarde hasta las 9 de la noche, y los fines de semana se los dedicaba a las relaciones con chicas. A sus padres les hizo creer que estaba trabajando en el estudio de un abogado y, paradójicamente, les dio el nombre del sádico Doctor X y la dirección de su departamento orgiástico de la avenida Santa Fe.
La doble vida de los habitués del Ilusión no era sólo la de Alfredo. Las salas del cine quedaban semivacías los fines de semana porque los taxiboys, con frecuencia bisexuales, salían con sus novias, mientras que los clientes que eran casados los pasaban con sus esposas y los separados se encontraban con sus hijos.
Entusiasmado con su nueva vida, Alfredo asistió a un gimnasio para mejorar su cuerpo porque aspiraba a actuar en películas pornográficas. No obstante, en algún rapto de lucidez, intuía que los profesionales del sexo —como los bailarines, los modelos, los jugadores de fútbol y los galanes— debían retirarse aproximadamente a los treinta y cinco años. En su placidez y alegría habitual —capital conservado de una infancia y adolescencia felices— se cruzaban ráfagas de angustia ante un porvenir cercano donde ya no podría ganar dinero con el sexo. Pero, como todos los aventureros, su porvenir es impredecible. Seguirá siendo un desconocido para sus padres, para sus ocasionales amantes y también para sí mismo.
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