OUT
› Por Francisco Paredes
A las lágrimas que esa noche yo había vertido sobre la carta en la que mi primer novio me decía que el amor se había terminado, se le sumaron, a la mañana siguiente, las lágrimas de mi madre. Y no porque ella se compadeciera de mi sufrimiento por ese amor adolescente (yo tenía entonces 16 años) sino por el papel que encontró en el bolsillo del pantalón que justo había agarrado para lavar con otra ropa que estaba tirada en mi cuarto. Fue su llanto lo que me despertó esa mañana. El llanto desconsolado de una madre que acababa de enterarse de que su hijo era gay, porque la carta que yo me había olvidado guardar en la mesita de luz estaba firmada por un tal Alejandro. “Sí, es una o. Alejandro. Como el amigo de Tomás”, habrá pensado ella. Sentada en la cocina, mi madre enjugaba sus lágrimas en un delantal cuando me levanté para saber qué estaba pasando. “¿Qué es esto?”, me dijo con expresión entre desconsolada y furibunda. “Es una carta...”, le contesté, duro como una estatua. ¿Un episodio así cuenta como salida del closet? ¿Deseaba inconscientemente que se enterara? ¿No sabía acaso que los sábados aprovechaba para lavar ropa? Ese mismo día se enteraron mis dos hermanos y mi padre.
Puesto que mi familia era muy católica, no hubo palabras de aceptación sino todo lo contrario. Yo había sido muy sobreprotegido desde chico. Quizá porque mi hermano mayor había tenido un problema de adicción a las drogas, “por la mala junta”, como creía mi padre. Eso me volvió muy retraído, antisocial diría. No tenía amigos. Mi vida transcurría de mi casa al colegio y del colegio a casa, de mi casa a la iglesia y de la iglesia a casa. Hasta que apareció Alejandro y así empezaron las llamadas telefónicas, las salidas, las llegadas tarde. Lo primero que me prohibieron fue que yo siguiera viéndolo, más allá de que en la carta eso ya estaba sellado. Me mandaron a hablar con el cura. Tuve una entrevista con un psicólogo de orientación católica: “Para la religión, ¿ser gay es una enfermedad?”, le pregunté. Y el muy canalla: “Mirá, para cualquier psicólogo no, pero para un psicólogo católico sí”. Todo se hizo muy difícil. “Te vas a ir al infierno. No tiene perdón el pecado que estás cometiendo”, me sermoneaba mi madre. ¿Si volvería a dejar la carta en el bolsillo del pantalón? Obviamente no, porque si bien ni mis padres ni la Iglesia pudieron malograr mi vida como gay, y mi accidental salida del closet me ayudó a aceptarme y a entender lo equivocados que estaban los demás, nunca más volví a escribirle a nadie una carta de amor. Y no porque después se haya inventado el e-mail.
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