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› Por Mauro Cabral
La mujer tiene dos nenes y una nena. Uno de los nenes pinta. El otro juega al fútbol. La nena es una princesa. Debe ser la misma nena que aparece más tarde, a la noche, en otra propaganda. Es una mujer adulta, y ha llegado a ocupar un puesto ejecutivo en alguna empresa, uno que le exige, al parecer, fastidiarse por teléfono con alguien. Entonces llega ella misma, pero de niña, a recordarle el pasado: ¿acaso no querían ser princesas? Claro, y el cartelito lo deja bien en claro: “Menganita, Princesa de Relaciones Públicas”. La explotación televisiva de esta criatura se remonta, al parecer, hasta su primera infancia, cuando aparecía en una propaganda de shampoo. Ahí aparecía rodeada de niños de su edad que iban y venían haciendo cosas (uno hasta tocaba la batería). Ella no. Ella sonreía. Y aplaudía. Todavía no lo sabía, pero ya era una princesa.
La existencia de hombres asignados al sexo femenino al nacer no es aceptada con facilidad (a menos que la aceptación descanse en una presunta asignación errónea en el momento del nacimiento). A nadie que nazca sin un pito le están abiertas las puertas de la masculinidad, asegura la gente. La práctica de faloplastias recibe, en tanto, otro tipo de respuestas. La copia nunca será tan buena como el original, nos dicen. Y si no queremos ésa –o cualquier copia–, entonces en realidad no somos hombres.
La negación toma también otra forma. Nosotros seríamos el resultado directo del horror de aquellas niñas que sólo vislumbraban para sí un destino cruel de princesas. Obligadas a sonreír y a aplaudir mientras los otros juegan, obligadas a ser princesas mientras los otros pintan y patean pelotas, obligadas a ser princesas aun en el mundo del trabajo, rosadas e infantilizadas hasta el espanto. En lugar de subvertir ese destino de género, nosotros somos los traidores, los que nos pasamos de bando.
Una de las consecuencias más perversas de la conjunción entre sexismo y cisexismo es que las historias se cuentan sólo a dos voces, lo que es decir sólo a dos destinos. Si no es uno, entonces seguramente es el otro. ¿Cómo modular, así, las historias de quienes siendo niños usaban vestidos y no jugaban al fútbol? ¿Y qué hay de los presentes de quienes siendo hombres enfrentan todos los prejuicios del mundo sólo por ser esa clase de hombres? ¿Quién dijo que cambiar de sexo es una ganancia social, económica y cultural? ¿Quién se atreve? Sólo una sociedad ciega a sus propias jerarquías podría suponer que alguno de nosotros decida ser un hombre para que las cosas le vayan mejor en la vida.
Crecemos mirando por televisión destinos que no serán el nuestro, que no serán el de nadie. Esa es la función de los ideales regulativos que comemos con la manteca y tomamos con el vino, esos con los que nos lavamos los dientes, los que nos esparcimos por el cabello y la piel, los mismos con los que nos afeitamos y nos vestimos, los que nos eligen el auto, el trabajo, las vacaciones y la jubilación. Nada nos prepara para esa historia, que será la nuestra, abierta como un hachazo en el horizonte cerrado del género.
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