PRIMER AMOR
› Por Flavia Company
Fue en el jardín de su casa. Ella arreglaba las plantas y yo la seguía con el mate, charlándole de cualquier cosa que se me ocurría: la próxima conjunción de una hilera de planetas, la razón o sinrazón del nihilismo, el último libro de una autora neocelandesa; cualquier cosa que apartara mi imaginación de sus besos y de su boca, que jamás había sido mía. Aún.
Me parece recordar que ella plantaba lavanda. O tal vez eran crisantemos. O las dos cosas. ¿Quién está para fijarse en el nombre o la forma de las flores cuando anda pensando en no pensar? (Es buena señal que ahora, tantos años después, tampoco ella se acuerde.)
De vez en cuando levantaba la vista y me miraba directa a los ojos, sin darse cuenta de que me quemaba. Me sonreía, y su sonrisa era un acontecimiento de importancia universal, claro está. Me alargaba las manos para que la ayudara a levantarse y yo tiraba hacia mí de ella para acercarla mucho, para acercarla del todo, en realidad para acercarla demasiado, en cualquier caso para tenerla tan cerca que me fuera posible notar su respiración. Y al hacerlo me manchaba con placer las manos de esa mezcla de tierra y agua con que venían las suyas.
Sus manos llenas de tierra eran para mí la tierra misma, un lugar recién inaugurado, mi sitio en el mundo. Se lo dije una de las veces en que se levantó para tomarse un mate. Le dije: “Toda la tierra que quiero andar está ahora en tus manos”. Me pareció que se ruborizaba, pero ya estaba atardeciendo y la luz era engañosa, así que no pude estar segura. Habría sido un indicio, una señal. Y yo habría podido interpretarlo como una invitación, incluso. Pero no supe. (Le pregunté hace poco, tantos años después y me dijo que, en efecto, se había puesto roja.)
En un momento dado, como es natural, empezó a hacerse de noche. Y ya no podíamos distinguir unas plantas de otras. El mate se había quedado frío. Nos sentamos apoyadas en el tronco del árbol que había en el centro del jardín. Miramos hacia el cielo, donde las cosas seguían como siempre, al revés que en el suelo, donde estaba teniendo lugar la revolución. Yo ya me había dado cuenta de que ella también intentaba hablar de cualquier cosa: la historia de su tierra, la Independencia, la receta del locro, la situación política internacional. Cualquier cosa que apartara su imaginación de mis besos y de mi boca, que jamás había sido suya. Aún.
No podíamos quedarnos ahí para siempre. Así que nos besamos. Y así en la tierra como en el cielo, todo empezó a coincidir.
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