A 34 años del asesinato de Pier Paolo Pasolini, en Italia se editan libros, se estrenan documentales y se propone reabrir el caso con el fin de probar la hipótesis de que fue un crimen político. Luego de visitar los últimos lugares por donde anduvo el poeta, entrevistar a los especialistas y guardianas de sus últimas horas, los autores de este artículo intentan responder por qué razón se desestima con tanta fuerza la versión que hablaba de un crimen de odio. Tal vez la muerte de Pasolini o, mejor dicho, las interpretaciones que no cesan, nos enfrenten a una de las formas más noveles del “pánico homosexual”, ese miedo biempensante a reconocer que la homosexualidad también ha sido el horizonte del ligue callejero, la promiscuidad y, sobre todo, el húmedo crisol de clases en las esquinas oscuras y en los descampados.
› Por Ernesto Meccia* y Andrea Meccia**
¿Qué sentido tiene, luego de 34 años, escribir sobre el asesinato de Pier Paolo Pasolini? En su momento circularon dos versiones: una, que había sido víctima de un atentado político; otra, que había sido víctima de su amante, un adolescente que, entre otras cosas, se dedicaba a la prostitución masculina. Una de las dos versiones parece haber triunfado sobre la otra. Veremos qué importancia tiene esto sobre el presente, sobre el modo de aceptar la homosexualidad siempre y cuando se la niegue.
Pasolini fue el intelectual más prominente en la Italia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Poeta, ensayista, dramaturgo, novelista, pintor, aunque célebre en todos los medios por su obra cinematográfica, también fue conocido a causa de sus controvertidas tomas de posición política. Una especie de pulsión contestataria hizo que no esquivara ningún tema: fue crítico del Partido Comunista y denunciante de la Democracia Cristiana Italiana (famosa por sus acuerdos con la mafia), denunció la herencia de los años del fascismo y de la ideología clerical en la Italia moderna y secular de sus días, desestimó las promesas libertarias de Mayo del ’68 (pensaba que era solamente una rebelión de la pequeña burguesía universitaria en contra de sí misma), se opuso a la sanción de una ley para el aborto, y advertía, en los primeros años ’70, a quienes comenzaban a hablar de “lo gay” como una derivación victoriosa de los rebeldes de Stonewall, que no se confundieran, que se trataba de una falsa tolerancia promovida desde las cimas del poder.
Pier Paolo era “homosexual”, no era “gay”. Amaba el modelo asimétrico de los intercambios eróticos, esto es, amaba a los hombres con apariencia y sexualidad heterosexual, concretamente a los más jóvenes y a los más pobres. También amaba la sexualidad nómade, los paseos nocturnos sin rumbos claros por lugares que provocaban sobresaltos en la decencia
burguesa. La vitalidad de su vida sexual dependía de la búsqueda de aventuras que llevaba adelante con la sola compañía de su cuerpo –su aliado incondicional, en sagrada disponibilidad erótica– ávido por nutrirse con las miradas, los olores, los besos, los abrazos y el sexo de quienes no eran como él. Este ecumenismo social que implicaba la homosexualidad sería luego reemplazado por el modelo de relacionalidad “gay”, cada vez menos ecuménico y claramente más horizontal y simétrico. En efecto, poco tiempo después lo prototípico sería que un gay ame a otro gay y que, en ese marco, se asista a la declinación del deambular nocturno por la gran ciudad, circunstancia paralela al nacimiento de la era de los locales abiertos para la comunidad. Pero Pier Paolo ya no estaría presente. Fue brutalmente asesinado en la noche del 1º de noviembre de 1975.
El cuerpo fue encontrado en un desolado paraje de la ciudad balnearia de Ostia, a 30 kilómetros de Roma. Pier Paolo yacía boca abajo, con un brazo bajo el cuerpo y el otro ensangrentado al aire libre; los cabellos también llenos de sangre, la cara deformada (descolocadas la mandíbula y la nariz), quebrados los dedos de las manos y diez costillas, desgarrado el cuello, heridos los hombros y la espalda, desgarrado el hígado y roto el corazón. Se dice que, luego de molerlo a golpes con un palo, su último amante quiso huir del lugar; subió al auto del poeta y –presa del nerviosismo– salió raudamente pasándoselo por encima. De inmediato, ante los medios de comunicación, se formaron dos legiones de “viudos” que comenzaron a gestionar la memoria “legítima” del poeta: la legión homosexual caracterizando el episodio como crimen por odio sexual, y la legión heterosexual “progresista”, afirmando que la derecha neofascista y las mafias necesitaban sacarse de encima un personaje de tamaña incomodidad.
Y si tiene sentido, luego de 34 años, escribir sobre el asesinato de Pasolini es porque por estos días gana terreno con una notable dosis de fundamentalismo la versión del crimen político, mientras que la del crimen de odio parece poco menos que una vetusta herejía. Y porque todo esto permite pensar la forma con la que el imaginario italiano metaboliza la figura del formidable poeta y, al mismo tiempo, descifrar el estatus que va adquiriendo la homosexualidad de antes a través del prisma de la sociedad gay de hoy.
Es difícil hablar de Pasolini fuera del territorio de las leyendas. Quien visite Italia lo comprobará. Relatos heterogéneos, en principio verosímiles, presentan luego unas torsiones fantásticamente mecánicas a las que es difícil permanecer inmune. El desafío, sin embargo, es lograr pensar que todo pudo haber sucedido: crimen político o crimen por odio sexual, o crimen político por odio sexual, o crimen político por odio sexual ensamblado con la oscura necesidad política de testimoniar por parte del poeta. Y este desafío puede llegar a buen puerto si se acepta un desafío paralelo: pensar en quienes piensan en Pier Paolo, y hacerlo en los siguientes términos: ¿Qué imagen del poeta pretende legar a la posteridad la versión que cada uno da? Y ¿qué imagen de sí mismo pretende dar cada uno al optar por una versión? La respuesta al primer interrogante es interesante porque que cada versión (sobre todo la del crimen político) le impone a un muerto el cumplimiento de ciertas condiciones para acceder al estatus de héroe; la segunda, porque allí se juega una preciada imagen de la actualidad: la imagen de una persona friendly, intachable por su comprensión ante la sociedad gay, aunque incapaz de comprender la homosexualidad.
Pasolini condujo sus últimos 10 años en un período político convulsionado. Los crímenes a mano armada y las bombas eran los medios a través de los cuales la derecha provocaba a los adversarios políticos, buscando su reacción para desplazar al gobierno hacia posiciones autoritarias. Según el diario La República, entre 1969 y 1980, se produjeron 12.692 atentados de este tipo. A su vez, la Democracia Cristiana (el partido político dominante) era profusamente sospechada de corrupción por sus acuerdos con la mafia.
El involucramiento de Pier Paolo en la realidad política fue profundo y sin concesiones. Para él, un poeta debía ser un eterno indignado y él era un poeta que sacaba fuerza de la indignación. Después de una masacre en Milán, que dejó un saldo de 17 muertos, realizó el documental 12 de Diciembre, en el que se propuso unir hechos, nombres, eventos y testimonios sobre la masacre. En noviembre de 1974, tomó una durísima posición en las páginas del Corriere della Sera, el diario de la burguesía milanesa: “Yo sé. Yo sé los nombres de los responsables de lo que llaman ‘golpe’. Yo sé los nombres de los responsables de la masacre de Milán del 12 de diciembre de 1969, de la masacre de Brescia y Bolonia de los primeros meses de 1974”. Palabras de fuego, rabiosas y viscerales. Nada lograba callarlo. En el artículo escribió algo en aquel momento incomprensible: “No tengo pruebas. Ni siquiera indicios. Pero lo sé porque soy un intelectual, un escritor que busca imaginar todo lo que no se sabe y todo lo que se calla. Todo esto forma parte del instinto que me da mi oficio”. El 28 de agosto de 1975, en el semanario El Mundo, Pasolini procesó a la Democracia Cristiana, acusándola de “indignidad, desprecio por los ciudadanos, manipulación del dinero público, oscuros negocios con los petroleros, los industriales, los banqueros, colaboración con la CIA, (...), responsabilidad en las masacres de Milán, Brescia y Bolonia (...), destrucción paisajística y urbanística de Italia”. Importantísimos hombres del poder como Giulio Andreotti, Amintore Fanfani y Mariano Rumor fueron puestos en la mira, subrayando, no obstante, la respetabilidad de Aldo Moro y Benigno Zaccagnini (pocos años después de su muerte, Moro sería secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas).
Había terminado de rodar Saló. Los 120 días de Sodoma cuando fueron robados algunos negativos del polémico film. También estaba escribiendo Petróleo, una obra en la que quería hablar del poder político ligado al petróleo. Se cuenta que a través del libro buscaba revelar los oscuros engranajes internos del Ente Nacional de Hidrocarburos. Uno de los presidentes (Enrico Mattei), cuya política petrolera era mal vista por las compañías norteamericanas, había muerto en un misterioso accidente aéreo en diciembre de 1969. Esa es la obra que no terminó, y en la que son varias las voces que dicen que esparciría informaciones que desnudaban el cuadro económico-político-criminal en el que se estaba consumando la Estrategia de la Tensión. El 1º de noviembre de 1975 –horas antes del asesinato– en una entrevista televisiva con Furio Colombo, expresó: “Tú no sabes quién en este momento está pensando en matarte. (...) Todos saben que mis experiencias las pago con mi persona”. El asesinato se produjo durante la noche del 1º al 2 de noviembre de 1975. Enseguida fue arrestado Pino Pelosi (apodado el “Rana”), un ragazzo di vita que iba conduciendo el Alfa GT de Pasolini y que se autoacusó del homicidio.
La periodista Oriana Fallaci fue quien inauguró la hipótesis del crimen político luego de hablar con un testimoniante que dijo que había visto más personas agredir al poeta. Fallaci no creía en los dichos de Pelosi, porque una sola persona no pudo dejar el cuerpo en esas condiciones, dando por descontado que Pier Paolo podría haberse defendido, habida cuenta de su contextura física. La pericia legal también excluyó la hipótesis de la agresión por parte de una sola persona. En el ambiente homosexual, si bien el miedo produjo un silencio paralizante, circulaban rumores difusos: se decía que en los últimos tiempos Pasolini hacía demasiadas preguntas a los ragazzi di vita. Es probable que en las interminables noches vividas en el mundo de la marginalidad romana –mundo no exento de contactos con la derecha neofascista– siguiera conduciendo sus investigaciones. Intuía que ahí podía encontrar información. En la línea de Fallaci, el cineasta Sergio Citti sostuvo que el poeta fue a Ostia a encontrarse con alguien que lo ayudase a recuperar los negativos desaparecidos de Saló. Según Citti, el crimen tuvo lugar a través de una infame emboscada orquestada desde el poder político disfrazada de delito por odio sexual.
La credibilidad de la hipótesis política descolló en 2005, cuando quien se había declarado asesino fue a la televisión a declarar que él no había sido y que dos desconocidos que aparecieron imprevistamente en el lugar (esto también puede verse en el film Pasolini. Un delito italiano) lo mataron. Hace unos meses apareció el libro Profundo negro. Mattei, De Mauro, Pasolini, una única pista sobre los orígenes de las masacres de Estado que se juega a fondo la hipótesis de que si Pier Paolo hubiera terminado de escribir Petróleo, se habría develado la trama oscura del oro negro. Tan verosímiles resultan todas estas conjeturas que en estos momentos se piensa en reabrir la causa.
Hoy, en Italia, preguntar por la posibilidad del crimen por odio sexual implica algo así como estar colaborando para entorpecer la investigación. Es probable que quien pregunta se tope con esas caras de amable desaprobación que ponen las personas convencidas de saber todo sobre alguien. Quienes, como los viudos, con toda la indulgencia que merece el preguntador ignorante, repiten de memoria la oda hacia el hombre que ya no está. No es casual que el preguntador ingenuo sea, por lo general, gay, y mucho menos que la oda la entonen “pasolinianos” heterosexuales.
Reiteramos que no estamos buscando esclarecer “judicialmente” nada, pero llama la atención la escasa trascendencia que se da al estilo de vida homosexual de entonces para pensar en el crimen. En la hipótesis biempensante –que sostiene gran parte del progresismo italiano– pareciera latir el anhelo (o la decisión) de un “mártir político” más que de un mártir que huela a homosexualidad. Y es que borrar a la homosexualidad como causa posible de la muerte sería la condición para que el poeta ingresara al panteón oficial al lado del resto de los próceres hétero-nacionales de la cultura, dotado entonces de tanta italianidad como el espagueti.
La hipótesis de crimen por odio sexual, en su momento, fue sostenida por las agrupaciones sexo-políticas. En 1977, el militante Mario Mieli, convencido de que la heterosexualidad era una de las caras del capitalismo, afirmó: “El discurso sobre la sexualidad referido a este asesinato político lo haremos nosotros, los maricones”. Además, expresó una verdad de perogrullo: que miles de homosexuales morían asesinados en circunstancias parecidas a ésa: con saña e ilimitada crueldad sobre el cuerpo. Por contraposición, tiene que resaltarse la extrañeza de que la hipótesis del crimen político no se haya planteado otra verdad de perogrullo: que la abrumadora mayoría de los crímenes políticos se perpetraban colocando una bomba o acribillando a la víctima.
Pero, además, da la sensación de que los guardianes de la hipótesis del crimen político no han visto Accattone (1961), el primer film de Pier Paolo, ni La cosecha estéril (1962), de Bernardo Bertolucci, cuya historia había escrito. Ni tampoco leído sus poemas, sus novelas, como si Pasolini pudiera ser reducido a sus intervenciones políticas en el Corriere della Sera. Pasolini no sólo era un homosexual declarado, sino que para muchos italianos su nombre era sinónimo de homosexual o marica. En estas obras citadas, la violencia del mundo de la prostitución aparece con una claridad estremecedora: terrenos baldíos convertidos en basurales, prostitutas molidas a golpes dejadas tendidas en el suelo, homosexuales merodeando el lugar, víctimas de robos. Imágenes que, con seguridad, habrán despertado muchos recuerdos en los homosexuales de entonces: las tensas discusiones de los precios con los prostitutos, los arrepentimientos contractuales a mitad de camino, las miradas que tratan de cruzarse desapercibidas durante un segundo para cerciorarse de que el convenio se cumpla porque se sabe que es un contrato imposible, el peligro excitante, los sonidos lejanos de los trenes o de un auto que raudamente pasa sobre el puente, la humedad del pasto, la mortuoria oscuridad de la noche de la que de repente irrumpían hombres de ojos fulgurantes que no habían sido invitados al banquete, vengadores sagrados del sacrosanto orden sexual que sintieron zozobrar dentro suyo.
No obstante, lo extraño es que una escena típica de crimen de odio haya sido elegida como principial prueba para sostener la hipótesis política. Los viudos de Pier Paolo sostienen que desde algún lugar del poder se dio la orden de matar sin armas ni bombas, matar a palos, es decir, matar con logística prehistórica y premafiosa.
Habría que ser homosexual (o saber mucho de homosexualidad) para dar cabida a la posibilidad del crimen sexual. Mejor dicho: habría que “querer saber” sobre homosexualidad, pero los exégetas políticos no quieren saber nada, haciendo palanca en un latiguillo que sospecha de homófobos a los homosexuales: “¿De manera que usted cree que fue asesinado porque era homosexual y como era homosexual frecuentaba lugares marginales en los que sabía que podían ocurrir cosas irreparables? Eso quiere decir que usted piensa que el poeta buscó lo que le sucedió. ¿No le parece un razonamiento incorrecto?” Estas idas y vueltas respecto de la “homosexualidad” tienen la marca del momento en que se la comienza a tolerar. Notemos cómo se celebra lo que más rápido puede asimilarse moralmente (un poeta homosexual con compromiso social), mientras que las otras manifestaciones de su personalidad se esconden porque son intolerables (el poeta decidido por las rondas nocturnas en busca de sexo con jóvenes subproletarios). Se trata –en definitiva– de un razonamiento que invierte los términos de las sospechas y en el cual los heterosexuales tolerantes transforman una cadena de acontecimientos producidos por la discriminación en una cadena de acontecimientos debida a desarreglos psicopatológicos de la víctima. Desarreglos que, en realidad, habrían inventado los mismos homosexuales.
“Si usted piensa así entonces piensa que Pasolini estaba enfermo”, replicaría con soberbia a un homosexual el guardián de la memoria del poeta. No dar lugar a la homosexualidad tal como se la vivió en un momento: éste es el sentido de afirmar que pensar hoy su muerte nos enfrenta a una de las formas más noveles de “pánico homosexual”. Se trata –ni más ni menos– de la lectura de la homosexualidad que se puede hacer desde las coordenadas de la sociedad tolerante de la gaycidad, para la cual el ligue callejero, la promiscuidad y –sobre todo– el ecumenismo interclasista de la homosexualidad son palabras malditas.
Los límites de esta (in)capacidad de lectura se manifiestan de nuevo cuando se intenta sumergir en la posibilidad de que la muerte trágica haya formado parte de los proyectos vitales de Pier Paolo. “Es pues absolutamente necesario morir –escribió una vez–, ya que mientras vivimos carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresamos, y al que, por tanto, atribuimos máxima importancia, es intraducible: un caos de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad). La muerte realiza un fulmíneo montaje de nuestra vida, o sea, elige los momentos realmente significativos (y ya no modificables con otros posibles momentos contrarios o coherentes), y los pone en sucesión, convirtiendo nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por tanto lingüísticamente no descriptible, en un pasado claro, estable, cierto, y por tanto lingüísticamente bien descriptible. (...) Sólo gracias a la muerte nuestra vida nos sirve para expresarnos.” O como escribió en un poema: “La muerte no reside en la imposibilidad de comunicar sino en la de no ser ya comprendidos”.
No hay dudas de que si alguien piensa la hipótesis sacrificial corre el riesgo de quedar más solo que un muerto bajo la tierra, pero este artículo no puede culminar sin plantearla. La muerte (mejor dicho: “esa” muerte) de Pier Paolo también pudo haber sido su último recurso de comunicación. Celoso custodio de todos los mensajes que había esparcido por el mundo, tal vez tuviera miedo de que desaparecieran o se tergiversaran o se tergiversen. Si una muerte común, como si nada, un día se lo llevaba, ya no podría hacer nada para hacerse comprender. En cambio, la posibilidad real de la comprensión podía comenzar con una muerte estridente y gloriosa, que –como un cuchillo– horadase irreversiblemente la superficie moral del mundo. Y esa clase de muerte, si no se la prepara, al menos, se la espera. Pero no es la muerte propia de un hombre afecto a la morbosidad, sino un signo de imperecedera vitalidad, similar a la forma en que han buscado terminar su vida algunos santos. Una muerte triste sería una muerte común. Por el contrario, una muerte “verdadera” sería aquella que se ata a la vida en términos de necesidad, como la muerte de una semilla en la tierra.
Pudieron haberlo matado por odio sexual o por encargo político o por las dos cosas, pero esa noche –cuando se encontró con el ángel asesino– Pier Paolo estaba realizando el último retoque a su vida. Y el ángel no le soltó la mano.
* Sociologo, Universidad de Buenos Aires. Autor de La cuestion gay. Un enfoque sociologico, Gran Aldea Editores.
** Comunicologo, Universidad Sapienza, Roma. Associazione Culturale Pier Paolo Pasolini, Cervaro.)
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