ES MI MUNDO
Boquetera porque vive en La Boca, porque su boca ríe con una ferocidad que contagia y boquetera por su capacidad de hacer el hueco justo donde hay un tesoro ajeno y escondido. Alejandra Fenocchio saca a relucir, a partir del 4 de julio en el Palais de Glace, esta serie de tesoros desnudos que tenía en su taller. Aquí van acompañados por el texto que su amiga Marta Dillon escribió para el catálogo de la muestra.
› Por Marta Dillon
Si la esencia de estas palabras no fuese estar escritas y yo pudiera estar junto a Alejandra el día en que esta exhibición empieza —vaya palabra exhibición; y qué apropiada esta vez—, hubiera dicho que es un orgullo y un placer tener la oportunidad de presentarla. Pero estoy muy lejos de casa y esas formalidades apenas se soportan cuando las palabras se echan al aire, viento al viento, aliento y sonido destinados a perderse. Y sin embargo, si estas palabras existen es porque estoy orgullosa de que ella me llame en nombre de nuestra amistad y le importe un rabanito de mis condiciones materiales de tiempo y lugar. Está en su derecho: para Alejandra, las condiciones materiales ni siquiera son un desafío, son la materia misma de su arte, el universo en el que su ojo es capaz de segar la belleza como si tuviera filo. ¿Quién más podría descubrir el encanto de los matices de la luz sobre un tanque de hormigón que a simple vista sólo tapa el cielo?
Cuando la conocí, pintaba cuadros inmensos metida en un baño en el que apenas cabían ella y su modelo desnudo, el aire narcótico que suele respirarse a su alrededor —y que cura tan bien el alma—, su risa, sus colores, sus tetas, sus pinceles. Era tan pequeño el lugar como imposible pensar que ahí dos personas eran capaces de pasar un día entero sin sentir el agobio de la claustrofobia. No es un problema para Alejandra y es fácil descubrir que no es un problema para nadie que esté con ella. Una mujer capaz de abrir espacios para la palabra como una boquetera que cava el túnel que la llevará a su gema no sabe del límite de las cuatro paredes. Ella, en cambio, descubre los rincones, pule los detalles, sabe convertir lo cotidiano, eso que se ve a diario y por eso resulta invisible, en algo digno de ser pintado, rescatado para la posteridad como una pieza de rompecabezas que la pintora después armará y desarmará a su gusto en el taller, cuando la acumulación sea tal que sean los cuadros los que pujen por ser vistos.
Los cuadros de esta exposición seguro que han pujado lo suyo por mostrarse, aun cuando su secreto no anide en esas partes que se supone deben ocultarse, como si genitales (genitales en reposo y sin más orgullo que un secreto que se devela en otras partes) y vergüenza tuvieran algo que ver. Seguro que se han mecido en un vaivén erótico entre ellos hartos de su encierro en bambalinas, desahuciados por no poder alumbrar con su exuberancia un festejo que podría ser permanente, pero sólo unas pocas, unos pocos, saben honrar: el cuerpo desnudo, sí, el milagro de la sangre marcando el pulso, también. La mágica textura de la diversidad, sobre todo, esa chance de desear hundirse en un cuerpo como en una cama elástica y de rodear a otro con un abrazo, de atracar en aquél como en una orilla para descansar sobre la arena (la carne) tibia y de pegarle cuatro gritos al viento mientras se cortan las riendas de una cabalgata sobre éste. Este cuerpo, ese cuerpo, aquel cuerpo, otro cuerpo. Alejandra los ve, pero también los atraviesa. Como en un ritual, ella recibe entre sus tetas —y lo voy a repetir con el perdón de las personas sensibles—, aprieta el abrazo, lanza su carcajada y lee lo que nadie puede: el temblor que delata la diferencia de un día con respecto a otro, lo que a pesar de su don se le retacea, lo que se le entrega sin siquiera haberlo notado (y que después volverá como un mareo en las visiones de sus fondos, en los seres y los objetos que acompañan a cada uno; a cada cuerpo, pero a cada uno y cada una) porque, de todos modos, ¿quién no se rinde a la orden de un abrazo bien dado, generoso, exuberante?
Ese intercambio es lo que se ve en estos cuerpos, estos cuadros, estos desnudos. Estas y estos, desnudos. Un intercambio propio del amor, un ir y venir que embadurna la tela como a veces los fluidos untan la piel sin que se sepa cuál estuvo primero. Un enredo de saberes y adivinanzas, de descubrimientos e incógnitas que podrán develarse o inventarse, qué importa, si es posible dejarse despeinar por el viento que sopla de este abanico de cuerpos, por este ramillete queer que se armó sin cortar una sola flor, aunque todas y cada una tienen una historia para contar de cómo han sido plantadas en el vergel de esta jardinera que sabía lo que era queer antes de que supiéramos pronunciar esa palabra, antes todavía de que nos intrigara su significado. Queer, para Alejandra, es una manera de mirar el mundo y a quienes lo habitan. Es la manera que ella tiene de crear un universo para cada uno, para cada una, para todos y para todxs. Universos particulares, vidas comunes, cuerpos extraordinarios; diálogo exquisito, este amontonamiento de orgullosas carnes honradas por el brillo de un placer que no se nombra ni se confiesa, pero que es imposible de ocultar. El placer de una mirada que acaricia. El placer de lo que se comparte. El placer de ser parte en un sitio, en un abrazo, en un universo particular donde es posible sentirse a gusto, confiando no en lo que se ve sino en lo que se siente cuando se ve. Eso es lo que logra Alejandra, y por eso estoy orgullosa de ser parte, aun lejos de casa, aun lejos de su abrazo al que de todos modos volveré como una adicta para dejar que la semilla de su mirada germine mundos que todavía no advierto, pero que seguro están ahí, a la espera de que su trazo, su carcajada, su pintura, los rescaten de una ceguera general de la que ella y algunos —pocos— seres de este planeta están a salvo.
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