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› Por Mariana Docampo
Eran dos perritas. A una le habíamos puesto Vita y a la otra Virginia, aunque sabíamos que Vita era llamada Alicia por sus dueños, que eran los almaceneros del piso de abajo. Habían encontrado a Vita en la calle junto a Virginia y la habían adoptado sin preocuparse por la otra. Pronto supimos que Virginia no había tomado a bien la nueva situación y cada día iba a buscar a Vita para correr juntas por la cuadra o cruzarse a la plaza para jugar. Los almaceneros parecían no tener registro de nada, no había forma de que interpretaran las acciones de las perras como gestos de amor. En primer lugar porque se trataba de dos animales, y en segundo lugar (o tal vez el orden fuese inverso) porque eran dos perras. Una noche, mi sueño fue interrumpido por un llanto interminable. Con pantuflas y en pijama bajé las escaleras del edificio hasta el segundo piso (yo vivía en el tercero), y vi a Virginia aullando ante la puerta de los almaceneros. Al día siguiente, me contó el portero que había visto a Virginia dormida ante la puerta de su amiga, acurrucada y con la cabeza hundida entre sus patas. Tanta fue la pasión de Virginia por Vita que se las fue arreglando para infiltrarse en el edificio muchas otras veces. Tuvo que echar luz sobre esto una vecina de casi ochenta años de edad, un poco autoritaria y brutal que espetó en la cara de los almaceneros cuando fue a comprar fiambre: “Pero estas dos están enamoradas”. Ellos (que funcionaban como una única voz a pesar de ser tres, madre, padre e hijo, y a veces incluso cuatro, esposa del hijo) no supieron qué hacer con las palabras dichas por la anciana y exclamaron al unísono: “¡Pero si son dos perras!”. Ante esta respuesta, la anciana hizo una segunda observación, con tono sentencioso: “Pero estas dos son perras lesbianas”. Todos nos quedamos mudos. La nuera dijo por fin, con tono culpógeno: “Pero no podemos adoptar a las dos, ya bastante que adoptamos a Alicia”. A mí me pareció criminal; intervine: “Tal vez sería mejor que liberasen a Vita”. El hijo exclamó: “Pero nos gusta mucho Vita, ¿no mamá? –y dijo aún–. Ya se van a acostumbrar... además, son perros, no Hombres” (esto ya me pareció dramático). “¡No son perros –exclamé con tono angustiado–, son perras!” En ese momento, todos miramos por la ventana y vimos como Vita y Virginia jugaban con unas ramitas. La anciana volvió a intervenir. “Yo creo igual que la chica –dijo por mí–. Suéltenla a Vita para que sean felices juntas.” Yo levanté el rostro hacia la anciana. Los almaceneros también. Todos nos miramos en silencio. Sucedió finalmente que después de un rato a los almaceneros no les pareció sensato el consejo de la anciana ni las sospechas de lesbianismo de su perra, así que no soltaron nada a Vita y la siguieron guardando bajo llave. Virginia siguió ingresando cada noche por algún escondrijo del edificio y hasta donde yo supe continuó pasando cada noche, dormida o aullando, a la puerta de su amada.
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