La conversación con Juan José Sebreli, uno de los intelectuales más provocadores del panorama argentino –fama que empezó a gestar desde su primer libro, en 1960–, sucede en el bar El Olmo, un lugar que es contraseña para los varones homosexuales que crecieron sin cuestionar el mandato del armario. Allí, junto a la ventana en la que suele sentarse, el autor de Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires cuenta cómo acuñó la categoría de chongo, por qué abandonó el Frente de Liberación Homosexual que había fundado y por qué nunca se enamoró, todo sin dejar de tomar nota de un paisaje urbano del que ya siente nostalgia.
› Por Patricio Lennard
Leyendo a los trece años a Oscar Wilde, y un poco después a Proust, se convenció de que la homosexualidad podía ser algo prestigioso. Pero, ¿de ahí a soñar con ser un escritor homosexual cuando fuera grande? No, por cierto. “Después de todo, ¿qué es ser un escritor homosexual? ¿Y qué es un escritor homosexual?”, se pregunta Juan José Sebreli, sin notar que la palabra ha concitado la mirada incómoda de una señora que ha sacado a su nieto a tomar el té esa tarde. Una escena que podría haberse derivado en la pregunta: “¿Qué es homosexual, abuela?”, y que ese señor de pelo blanco hubiera podido responder –parafraseando a Gore Vidal– diciendo que “homosexual” se trata de un adjetivo y no de un sustantivo.
Si algo no le falta a Sebreli es autoridad para hablar del tema. Para comprobarlo, basta leer su imprescindible Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires, un extenso ensayo incluido en su libro Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades, pionero en su género; o saber que en la década del ’70 fue uno de los fundadores del Frente de Liberación Homosexual (FLH), la primera agrupación política de ese tipo que hubo en la Argentina; o transitar las páginas de su autobiografía, El tiempo de una vida, en donde homosexualidad es palabra dicha en primera persona. En ese libro, el ensayista cuya fama de provocador comenzó a gestarse cuando en 1960 publicó su primer libro, Martínez Estrada, una rebelión inútil –en donde se cargaba al autor de Radiografía de la pampa–, enhebra momentos de su formación intelectual (su ingreso a la Facultad de Filosofía y Letras en 1949; su entrada al grupo de la revista Sur con apenas 21 años; su participación en la revista Contorno junto con David e Ismael Viñas; su amistad “existencialista” con Oscar Masotta y Carlos Correas) con aspectos de su intimidad sexual que principian en su infancia.
“La primera vez que oí hablar abiertamente sobre algo relacionado con la sexualidad, curiosamente, se refería al tema tabú por excelencia: la homosexualidad”, escribe Sebreli en El tiempo de una vida. “El desencadenante fue el escándalo de Miguel de Molina, cantor y bailarín español, detenido y expulsado del país por la dictadura de 1943. Tenía doce años y no escuchaba hablar de otra cosa, en la calle, en la escuela, en mi casa, en todas partes. Hasta mi madre, tan melindrosa, repitió delante de mí, como si nada, un chiste alusivo que circulaba en rueda de maestras.” Después vinieron, sí, las lecturas de Wilde y de Proust; los pantalones largos, la bohemia en la calle Viamonte y los amigos homosexuales, y el espíritu de flâneur que llevaría al joven Sebreli a recorrer los barrios apartados de la ciudad y a descubrir el frenesí de los “amores de paredón”. “La búsqueda no era solamente de chongos”, dice quien se jacta de haber acuñado en su libro Buenos Aires, vida cotidiana y alienación el estereotipo del muchacho joven, activo y viril, unas veces proletario, otras directamente lumpen, cuyo hábitat en su época clásica era el barrio de extramuros, los hoteluchos de Constitución o las pensiones del centro. “Era también el buceo de otras zonas, proletarias, por un lado, y de bajos fondos, por otro. El único medio que tenía para acceder a esas zonas eran los vínculos sexuales. Algo que también se da en los casos de Wilde y Proust, quienes pudieron salir del círculo cerrado en que vivían y conocer que existía el pueblo gracias al sexo. Había en mí una curiosidad sociológica. Un atractivo por zonas recónditas de la ciudad más que algo de índole sexual, diría. Porque los ligues eran en el centro. Uno iba a los barrios como en una excursión, pero el ligue, básicamente, estaba en el centro. En la calle Lavalle, en la calle Corrientes, en los cines lumpen, en los baños de las estaciones de tren. No había que irse muy lejos. A los chongos no se los iba a buscar a sus guaridas; ellos venían solos. Había un cine que quedaba en Parque Patricios, en las calles Caseros y Rioja, el Pablo Podestá, que era el summum del lumpenaje. Chongos en camiseta y chancletas que venían de las taperas de Villa Soldati y para quienes ‘las luces’ del centro estaban en Parque Patricios. Se encontraban cosas increíbles ahí, era todo muy selvático. Después estaba la desaparecida zona de cines de la calle Lavalle, los baños de los cines. Había tres o cuatro cines famosos, en donde había un desfile permanente y lo común era ‘hacer el ajedrez’, como se le decía en el argot de los habitués a cambiarse de butaca para buscar con quien desahogar el deseo. También había lugares gays donde se tomaban copas, e incluso alguno donde se bailaba, como el Anchor Inn, en San Juan y Paseo Colón, a comienzos de la década del ’70. Ahí se iba a levantar marineros. Era una época en que la llegada de un barco era un acontecimiento porque los marineros se desparramaban por la ciudad y los gays salían de cacería. Venían suecos, ingleses, alemanes, de todas partes. Aunque con el tiempo, lamentablemente, tanto los marineros como los barcos de carga fueron desapareciendo.”
¿Y qué era lo que más le atraía de esos chongos?
–Lo distinto. Yo me movía en un mundo de gays, el gay era lo cotidiano, y acostarse con un gay era como acostarse con alguien de la familia. No resultaba. No tenía el atractivo de lo exótico. De hecho, creo que lo que más me atraía de los chongos era lo exótico, no tanto lo viril. Eso está bastante bien representado en el famoso cuento de Carlos Correas, “La narración de la historia”, que es la relación de un muchacho de clase media, estudiante universitario, con un chongo de Constitución. Un vínculo que por el hecho de entrecruzar dos mundos tan diferentes está condenado a lo efímero, en la medida en que no se puede tener una relación duradera con un chongo, porque todo lo que hay de atractivo en el plano sexual desaparece en lo cotidiano.
Cual deus ex machina, un muchachito en ropa deportiva pasa por la vereda, inconsciente de su belleza, y a Sebreli se le van los ojos. En el bar El Olmo, en la esquina de Santa Fe y Pueyrredón, siempre se sienta en la misma mesa, pegada a la puerta. Un punto estratégico para el ejercicio de la mirada penetrante: el deporte favorito de los clientes gays de ese café al que Sebreli va habitualmente de tarde, con su anotador y sus lecturas de turno. “Ha desaparecido un hábito característico de la cultura urbana que es el paseo. La gente antes salía a pasear. Florida era un salón al aire libre, y ahí los gays encontraban su alimento. Florida de 6 a 9 era un lugar fabuloso. Hoy hay multitudes que caminan, pero nadie pasea. Santa Fe es la única que quedó como lugar nocturno. La esquina de Santa Fe y Pueyrredón es un punto de encuentro de taxi-boys, y también ves algunos turistas porque todavía figura en las guías de turismo gay, más allá de que el circuito se trasladó hace años”, reconoce con esa mirada melancólica que persiste en su rostro incluso cuando ríe.
“Yo nunca hablé de mi homosexualidad con mis padres. ¡No! De eso no se hablaba. Aunque seguramente lo sabían, porque nunca tuve novia. Mi familia se caracterizaba por evitar los dramas: si pasaba algo, miraban para otro lado. De hecho, yo también rehúyo las situaciones conflictivas. Sé que hay personas que me quieren y que son homofóbicas, y yo dejo que lo sean. Si alguna vez surge el tema, defenderé mi posición, pero no me gusta confrontar por motivos como ése. Además habría que ir peleándose con casi todo el mundo porque la homofobia sigue existiendo. La gente sigue siendo homofóbica, incluso los jóvenes, pero no lo dicen porque el paradigma actual sostiene que no es políticamente correcto. Después de todo, la aceptación pública de la homosexualidad no llega a medio siglo, y los prejuicios no se destierran de un momento a otro... Tenemos que conformarnos con que haya leyes que prohíban que esos prejuicios puedan ser activos, pero, ¿cambiar la mente humana? Eso va llevar mucho, mucho tiempo.”
No obstante, en algún lado dice que la discriminación es algo que está condenado a desaparecer. ¿Sigue pensando lo mismo?
–La discriminación social, sí. Aunque puede haber retrocesos. Uno nunca sabe. Fijate lo que era la República de Weimar: la libertad que existía allí era la que hoy podría existir en cualquier sociedad avanzada. Pero luego vino el nazismo, los campos de concentración, la persecución y asesinato de homosexuales. Es difícil que hoy se vuelva a dar una situación semejante, pero no se descarta. En realidad, a lo que me refiero es a la discriminación desde un punto de vista legal, porque la discriminación como una representación de la conciencia y como acto individual continúa existiendo.
Sartre pensaba que el antisemita es el que define al judío. ¿Se podría decir lo mismo con respecto a la homofobia?
–Sí. Creo que la homofobia es lo que define al homosexual. El homosexual como tipo humano, como estereotipo, es una invención del homofóbico. Ciertas características del homosexual no existirían en una sociedad sin discriminación. Y esto se ve en cómo las teorías gays han sido influenciadas por las teorías feministas, que fueron un poco anteriores. Existen dos teorías opuestas: la “teoría diferencialista” y la “igualitarista”. La igualitarista sostiene que las diferencias son producto de la discriminación: cuando no hay discriminación, el homosexual está totalmente integrado en una sociedad común, y la diferencia entre ser homosexual y ser heterosexual es casi lo mismo que tener ojos azules o negros. Si uno habla de las diferencias entre el varón y la mujer, hay variables de orden biológico, no cultural, ya que las diferencias culturales fueron creadas por una sociedad que es discriminadora y sexista. Lamentablemente, en los movimientos gays hoy predomina bastante la concepción diferencialista, que es la que piensa que hay una comunidad homosexual, que tiene sus valores propios, a los que hay que reivindicar, etcétera, etcétera. Pero, ¿cuáles son esos valores propios? Pensemos en lo que ocurría con el racismo en los Estados Unidos: mientras que los racistas fanáticos creían que había que matar a los negros, los racistas moderados decían que había que darles educación, salud y otros derechos, pero separados de los blancos. Hoy el presidente de los Estados Unidos es negro y está todo mezclado. Y así es como debería ser: tendría que haber un presidente homosexual y no importarle a nadie si es homosexual o no. Y ahí el modelo es Simone de Beauvoir y su libro El segundo sexo. De Beauvoir era igualitarista. Más aún: llegó a decir que la mujer liberada tenía que integrarse al mundo del varón porque los valores eran los del varón y no los de la mujer. ¿Cuáles eran los valores de la mujer? Los del hogar, el cuidado de los hijos. ¿Cuáles eran los del varón? Los de la acción, la política, el trabajo, la intelectualidad. Valores que aunque hayan sido apropiados en un principio por los hombres, son los verdaderos valores. Una idea que aún hoy horroriza a más de una feminista.
El triángulo rosa invertido con el que se distinguía a los homosexuales en los campos de concentración nazis fue el emblema que eligieron esos jóvenes que una tarde de agosto de 1971 se reunieron en un departamento de la calle Rioja, cerca de Plaza Once, con la idea de crear el Frente de Liberación Homosexual, el cual sería conocido por sus siglas FLH. “Yo estuve entre los creadores del FLH y eso es algo que reivindico –dice Sebreli–. Pero después el propio FLH empezó una desviación hacia el castrismo y, lo que es peor, hacia el peronismo de izquierda, con la que no estuve para nada de acuerdo. “Yo me bajé antes de que el FLH se autodisolviera. Primero tuve un problema con el periódico que sacábamos, que se llamaba Homosexuales, para el cual había escrito una nota sobre los UMAP (Unión Militar Ayuda a la Producción), que eran los campos de concentración en donde encerraban a homosexuales en Cuba, y que no me publicaron. Al poco tiempo, el grupo que encabezaba Néstor Perlongher se hizo peronista. Algo inadmisible porque el peronismo era homofóbico, ¡los montoneros eran homofóbicos! Fueron a Ezeiza a recibir a Perón con la banderita del FLH, con los carteles del Frente, y eso sirvió para que la derecha dijera de los montoneros que eran putos y drogadictos. Los propios montoneros llegaron a fusilar a dos compañeros homosexuales porque consideraban que los homosexuales eran ‘apretables‘, según la jerga que se usaba entonces. Esto me lo contó Silvina Walger, que era militante montonera. ¡No podés defender los derechos humanos de los homosexuales y ser castrista y montonero! La Cuba castrista ha sido de los máximos enemigos de los homosexuales. El Che Guevara y Fidel Castro eran dos homofóbicos totales.”
Más allá de sus discrepancias, ¿cómo recuerda el espíritu de esos jóvenes?
–Al principio éramos todos intelectuales. Se intentó hacer una cosa muy ambiciosa, que quedó en la nada porque el militantismo lo arruinó todo. Ese afán de estar con los guerrilleros y con la moda... En fin. La gente seria como Blas Matamoro y otros intentamos hacer una encuesta tipo Kinsey sobre los homosexuales argentinos. Era una tarea seria, pero que a los otros no les interesaba. En lugar de eso, querían ir a la Plaza de Mayo. Y esa encuesta, que se había empezado a realizar, finalmente quedó en la nada, como tantas otras cosas. Se discutían ideas, se pretendía hacer una tarea de elaboración teórica de esclarecimiento... Pero el militantismo de la época no lo permitía.
¿Y con Perlongher cómo se llevaba?
–El era un tipo muy inteligente, pero tenía una desviación: se dejó llevar –en parte, por lo joven que era– por la moda cultural de la época. Primero por el montonerismo y el peronismo de izquierda, y después por el post-estructuralismo. El libro que hizo sobre la prostitución masculina, que es excelente, tiene dos influencias que son contradictorias. Una es la de la escuela sociológica de Chicago, que es una escuela de la década del ’20 que estudiaba los grupos marginales. Pero eso lo mezcla con el pensamiento de Foucault y Deleuze, que no tiene nada que ver y es bastante confuso. Lamentablemente Néstor murió muy joven y en los últimos años se había deteriorado muchísimo, al punto de terminar en una secta religiosa afrobrasileña. Era un tipo de una gran inteligencia, pero no llegó a dar todo de sí por su muerte prematura; y su obra, pienso, no es tan extraordinaria como algunos pretenden. La parte mística, religiosa e irracionalista de Perlongher no la reivindico, aunque sí La prostitución masculina. Y todos esos cuentos, que se han hecho después tan populares, como “Evita vive”... Es algo bastante arbitrario. Evita aparece como una especie de personaje dionisíaco cuando en realidad era una mujer completamente fría, casi asexuada. El sexo había sido una herramienta de ascenso, pero no mucho más. La verdad, no sé dónde él le vio lo dionisíaco.
La palabra “promiscuidad” sale de su boca de pronto, pero ya no está la señora pacata en la mesa de al lado. “Reinaldo Arenas reivindicaba la promiscuidad como un acto político de protesta contra la sociedad represiva”, comenta Sebreli, y no es difícil advertir que él está de acuerdo. “Si bien soy partidario del amor libre y no de los matrimonios, no me opongo al matrimonio gay como tampoco al heterosexual, siempre y cuando el matrimonio gay sea exactamente igual que el matrimonio hétero. Pero hay que tener cuidado de no confundir la asimilación con una posición conformista hacia la sociedad actual”, alerta quien en El tiempo de una vida confiesa que nunca estuvo enamorado y que disfrutó siempre de las relaciones casuales. “Yo nunca estuve enamorado. Nunca estuve enamorado de nadie. A lo sumo, las relaciones un poco más duraderas que tuve fueron con gente de clase media baja. Los lumpen me atemorizaban un poco. El chongo lumpen era para probar una vez y nunca más porque eran peligrosos. Pero sí gente de clase media baja, muchachos de barrio, que estaban un poco en el límite de una vida convencional de familia. Y siempre bisexuales. Los tipos que realmente me han gustado eran bisexuales. Homosexual, casi ninguno. Tampoco fueron exitosas mis relaciones con gente de clase media y mucho menos si eran intelectuales. El ejemplo más claro es el affaire que tuve con Carlos Correas. Ambos coincidíamos en que dos intelectuales en la cama son como dos focos luminosos enfrentándose. Existía, sí, el modelo de pareja que encarnaban Simone de Beauvoir y Sartre por aquellos años, pero después se supo que era todo un invento. Ellos nunca habían tenido una relación sexualmente exitosa. Incluso, mucho antes de que las cartas que lo comprobaron salieran a la luz, yo no podía imaginármelos acostándose. De Sartre se notaba que era básicamente un franelero, un froteur (por algo en El ser y la nada hay todo un capítulo dedicado a la caricia). Lo que menos le interesaba a Sartre era el coito. Y Simone recién conoció su primer orgasmo con Nelson Algren, su amante, que era una especie de chongo. Un norteamericano duro, alcohólico, nada intelectual aunque fuera escritor, con quien Simone alcanzó la plenitud sexual que no tuvo con Sartre. Un cuadro de situación que coincide bastante con mi teoría de que en el terreno sexual hay que buscar lo opuesto, lo diferente. Pero bueno, obviamente es una cuestión de gustos.”
La explicación que da de por qué nunca pudo enamorarse en su autobiografía es por ser tan racionalista. ¿Renunciar al amor puede ser una elección? ¿De qué modo uno puede defender el derecho a no amar, la posibilidad de no ser amado?
–Pensar que quien no ha tenido pareja es un frustrado es lo mismo que decir que un homosexual es un frustrado al lado de un heterosexual. El prejuicio contra el tipo solo, contra el “solterón”, y la idea que identifica la soltería con la neurosis es algo que hay que combatir, al igual que el mandato de la pareja monogámica, fiel e indisoluble, que es algo que responde más a dogmas religiosos que al deseo, o al amor incluso.
En ese prejuicio del que habla está la idea de la vejez homosexual en soledad. Una representación que es claramente homófoba, pero que a su vez constituye una situación relativamente habitual entre los gays mayores.
–Cuando uno es viejo, es más dificultoso tener relaciones, y más aún si a uno le gustan los jóvenes. Yo no me acostaría con alguien de mi edad y entiendo que a la gente joven le guste, por lo general, la gente joven. A mí también me gustaban los jóvenes cuando era joven. Y no me siento discriminado por eso, porque es un deseo legítimo en el fondo. Diferente es cuando se ridiculiza con esa excusa al “viejo libidinoso”. Antes te tildaban de “carroza”, que era el término despectivo que se usaba para referirse al viejo que buscaba levantarse jovencitos. Pero a decir verdad hay una minoría de muchachos a los que sí les gusta la gente grande. El otro día leía que el gran politólogo Giovanni Sartori ha iniciado, a los 85 años, una relación con una mujer mucho más joven que él. Un caso que no es para nada excepcional, si se tiene en cuenta que Goethe tenía a los 72 años amores con una joven de 17, y que Victor Hugo siguió teniendo múltiples relaciones sexuales con mujeres jóvenes hasta su muerte. A los 75, André Gide registraba en su Diario encuentros con jóvenes cuando ya creía que eso no volvería a ocurrir, y pedía “permanecer carnal y deseoso hasta la muerte”.
De hecho, hay estudios que demuestran que el deseo no desaparece nunca en la vida de un individuo, salvo por razones de enfermedad, y que sólo se extingue con la muerte.
–El deseo sexual no desaparece, aunque las funciones genitales disminuyan. Se puede llegar a un intenso orgasmo, aun sin eyaculación ni erección, y las limitaciones corporales se compensan con la imaginación y la fantasía. El sexo en la vejez muestra que en el deseo predomina la conciencia. Todo el cuerpo, y ya no sólo los órganos genitales, se erotiza y el acto sexual se vuelve más variado y polimorfo que el monótono coito. Se enriquece con juegos, imágenes y sensaciones; se afirman tendencias como el fetichismo y el voyeurismo, consideradas perversas por el prejuicio. En el capítulo I del libro de “Los reyes” del Antiguo Testamento hay una insólita página sobre el erotismo en la vejez. El rey David estaba viejo y aunque lo arropaban no podía sacarse el frío. Sus servidores le buscaron entonces a una hermosa doncella, que se acostó desnuda junto al rey, y fue el íntimo contacto de los cuerpos lo que hizo que el rey ya no tuviera frío. Entre sus muchas falsedades y maldades, algunos fragmentos de la Biblia pueden ser un espejo de la vida real, por cierto. Nadie duda, de hecho, de que siempre va a ser mejor un chongo que una bolsa de agua caliente...
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