ES MI MUNDO
Personaje tan complejo como dolorosa fue la época en que le tocó vivir, Charlotte von Mahlsdorf fue para algunos colaboradora de los nazis, para otros cómplice del ala más represiva del comunismo y para los skindheads –que varias décadas después terminaron de expulsarla con sus agresiones de Alemania– un ser a eliminar. Contra todo, esta mujer trans se define en sus memorias como una más de los marginados del mundo: “En lo más hondo de mi ser anida un sentimiento de justicia y, lo que es aun más importante, me siento intrínsecamente afín a todos aquellos que se hallan al margen de la sociedad”.
› Por Ariel Alvarez
Berlín, 1944. Papá encerró a Lothar, de 16 años, en una habitación oscura. Sus hermanos lo acompañaban y también estaban muy asustados. Del otro lado se oían los gritos de mamá. Otro castigo ejemplar: nadie olvidaría que papá es el que mandaba. Pero sería el último. Ese mismo día, Lothar se escapó del encierro y le disparó en la cabeza, llevaba una blusa azul y hebillas en el pelo. Y le gustaba que lo llamaran Charlotte.
Charlotte von Mahlsdorf construyó su nombre con el tiempo: lo construyó como lo hizo con la mujer que había en su interior. Su vida estuvo marcada desde siempre por una lucha constante. Como travesti se enfrentó al nazismo y al régimen socialista, defendió el patrimonio de Alemania y protegió a gays, lesbianas y travestis de la persecución.
Nacido con el apellido Berfelde, Lothar vino al mundo como un varoncito en el año 1928. De pequeño deliró por los juguetes de niña y por los vestidos de su madre. Cuando contaba con cinco años, Hitler había asumido los plenos poderes de Alemania y el nacionalsocialismo crecía al igual que lo hacía la niña que vivía en el cuerpo de Lothar. La incomprensión, la locura y el odio al otro eran el peor de los escenarios para el pequeño que amaba el aseo de la casa y ponerse delantales. Las palizas en la escuela formaban parte del cotidiano, al igual que en la adolescencia, pero Lothar se atrevía a enfrentarse al orden imperante. Por las tardes, junto a su amigo Christensen se paseaban vestidas de niñas, arriesgándose a ser asesinadas o violadas por las tropas de las SS que atestaban las calles berlinesas.
A fines de la década del ’20, Max Berfelde, el padre de Lothar, era miembro del Partido Nazi y un líder político en Mahlsdorf, un barrio berlinés. Era un violento que golpeaba salvajemente a su familia casi a diario y que apuntó con un arma a Gratchen Gaupp, su mujer, cuando ésta intentó abandonarlo. Cuando Lothar tenía 14 años, su padre, sin terminar de entender lo que ocurría con su hijo, lo inscribió en las juventudes hitlerianas, deseaba un hijo “normal” que fuese el soldado que él no pudo ser, un hijo nazi: rubio, de uniforme, pelo corto y raya al costado. Muy diferente era la realidad de Lothar, que adoraba los quehaceres domésticos y que en compañía de su tío abuelo (una de sus mayores influencias) visitaba las casas de ropa de Berlín en busca de los abrigos para niña que tanto le gustaban. Junto a él comenzaría a desarrollar su pasión por los muebles: reparaba todos los que se cruzaban por su camino. Esta vocación no se detendría nunca. Gracias a su tío, a los trece años comenzó a trabajar en una casa de compra y venta de muebles. Parte de su trabajo era desarmar departamentos en Berlín. La mayoría era de familias judías. Este hecho muchas décadas más tarde le traería severas críticas. Es así como el joven Lothar descubrió el aspecto más nefasto, no sólo de la realidad política sino también de su trabajo: las familias dueñas de esas casas desaparecían inexplicablemente y la mayoría no podía salvar sus pertenencias antes de partir. “Los están matando a todos”, decía. Años más tarde, con el nombre de Charlotte escribiría en sus memorias: “Serían las pequeñas historias de la vida diaria que abrirían mis ojos de niño y las que me harían ver cómo el pueblo alemán iba poniéndose a merced de su Führer”.
Ya adolescente, el joven Lothar se transformó en coleccionista de muebles del Gründerzeit (el período alemán 1870-1900). Muchas horas pasó reconstruyéndolos y esas piezas llenaban el sótano de su casa y el de la granja de su tía Luise, su otra gran influencia. Allí tuvo sus primeras experiencias homosexuales, con su amigo Christensen y con otros jovencitos que conoció gracias a la complicidad de su tía, quien lo acompañó desde su propio lesbianismo en el camino del autoconocimiento, del descubrirse a sí misma. Poco a poco iba convirtiéndose en Charlotte, una mujer elegante y delgada que vestía al estilo de los años ’20, y que con su sola presencia desa-fiaba al mundo. Y, por sobre todo, a su padre. En plena Segunda Guerra Mundial, en medio del mayor genocidio de la historia, Charlotte era encarcelada, culpada de la muerte del señor Berfelde.
A mediados de 1945, Hitler se había suicidado y las tropas soviéticas hacían su avanzada final sobre Alemania; el Tercer Reich se desmoronaba mientras Charlotte cumplía el cuarto mes de una condena de cuatro años en la prisión de menores de Tegel, luego de pasar por distintas instituciones psiquiátricas. Fue liberada por los guardias el día del bombardeo soviético. Así salvó su vida.
Al igual que reparaba los muebles que la fascinaban, Charlotte reparaba su vida de a pequeñas partes. Adoptó el Von que su familia había perdido cientos de años atrás y Mahlsdorf era su nuevo apellido, un homenaje al barrio que la vio nacer como niño primero, como mujer después, y al cual siempre volvería a refugiarse. En medio de tanta destrucción, Charlotte mostraba al público su travestismo como la necesidad interna de construir su personalidad en medio de una barbarie. Sin duda era la peor época para esto, pero Charlotte no iba a entregar su decisión de ser mujer a cambio de un poco de aceptación.
Una vez liberada, transitó por numerosos trabajos: traductora de inglés, ayudante de carpintero, empleada doméstica, mesera, cantante, modelo de pintores y actriz. El gobierno socialista de la nueva República Democrática Alemana comenzaba a destruir todo rasgo del antiguo orden como parte de su programa de acción contra el latifundio. Los enfrentamientos de Charlotte con la Stasi (policía secreta del Este) pusieron de manifiesto su lucha, no sólo por conservar parte del patrimonio alemán sino por las personas que practicaban “modalidades de sexo prohibidas y decadentes” para el socialismo. En los ’50, el sexo homosexual era perseguido y relegado a los baños de estación (una relación que se puede establecer como clásica) y a unos pocos lugares de “ambiente”. Desde allí, desde lo “oscuro y prohibido”, Lottchen (diminutivo alemán de Charlotte) confeccionó su dignidad y principios.
A mediados de los ’60, Charlotte logra salvar de la demolición el palacio Frederich, al cual restauró y convirtió en el Museo Gründerzeit. Allí llevó toda su colección de muebles y objetos de arte y, al igual que a su casa, lo transformó en un refugio para marginales de todo tipo: gays, lesbianas, prostitutas y pobres. A partir de 1970, la escena homosexual del Este de Berlín tenía muy a menudo sus celebraciones y reuniones allí.
Como suele ocurrir con la mayoría de las personas que trascienden la historia, Charlotte von Mahlsdorf es un personaje complejo: por algunos acusada de colaborar con los nazis y con el duro gobierno comunista en su afán de salvar los objetos que coleccionaba; para otros una luchadora incansable, una figura histórica del activismo transgénero. Luego de recibir la Cruz Federal del Mérito en 1992, agobiada por las acusaciones de colaboracionismo y por los brutales ataques de los skinheads, decide radicarse en Suecia. Murió de un paro cardíaco en su regreso a Berlín en el año 2002. Su vida fue llevada al cine por el director alemán de documentales Rosa von Praunheim y por Heiner Carow, quien realizó Coming Out, ganadora del Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1990. Pero sin dudas lo que mejor la refleja en toda su complejidad es su autobiografía Yo soy mi propia mujer. En ella escribió: “Siempre contarán con mi amor y mi ternura aquellos que tienen que defenderse de un mundo que les es hostil, aquellos que, como yo, son marginados. Siempre tomaré partido por ellos: por las putas de la calle y sus sueños; por los chicos que se prostituyen sin tener siquiera edad para ello; por los maricas y los gitanos romaníes y sintii; y, por supuesto, por los judíos. En lo más hondo de mi ser anida un sentimiento de justicia y, lo que es aun más importante, me siento intrínsecamente afín a todos aquellos que se hallan al margen de la sociedad. No debería existir nadie que se levantara encima de los demás”.
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