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› Por Mariana Docampo
Hace unos años di una clase de tango a dos norteamericanas llamadas Karen y Chelsy. Eran pareja. Una venía de pollera y la otra de pantalón. Fueron claras de entrada: la de pollera quería ser siempre guiada por la de pantalón, y viceversa. Yo contesté “como quieran” y empezamos la clase. Ahí nomás comenzaron a pelearse. Que si la de pollera ponía el pie así o que si lo ponía asá. Me dije: “La de pantalón está tomando todas las atribuciones del rol de conductor, voy a ir en rescate de la de pollera”. Y entonces intervine: “¿Por qué no cambian un ratito los roles?”. Ellas, que estaban en plena batalla, me miraron furiosas y, aunque de mala gana, accedieron. Fue un desastre. La de pantalón burlaba a la de pollera y la de pollera hacía que temblaba. Yo empecé a sufrir, la clase recién empezaba. No había forma de componer la escena. Nunca me había pasado algo igual. Por lo general toman clases parejas en pleno romance o antiguas parejas que aprendieron con el tiempo a cooperar unx con otrx, y hacia el final de la hora, y dependiendo de las aptitudes de cada cual, suelen terminar bailando algunos pasos juntxs y en armonía. No alcanzaba a explicarme qué estaba sucediendo. De pronto la de pollera, como si estuviera viviendo una realidad paralela, me dijo que les estaba encantando la clase. “This is amazing!”, exclamó. Pero si la de pantalón daba un paso a la derecha, ella le pisaba el pie y se iba para el otro lado, y en cuanto ella aflojaba un brazo, la otra le apretaba el dedo y se lo tironeaba para arriba. Era francamente desconcertante. Me puse a idear consignas que sirvieran para sintonizar los cuerpos. Pero nada, la cosa iba de mal en peor, estaban completamente desarticuladas y me habían elegido como testigo. Sugerí detener la clase, pero ellas insistieron en seguir. Pronto había advertido que la de pollera era la que tomaba las decisiones en la pareja e instantáneamente me había apiadado de la de pantalón. Pero en realidad no entendía nada. ¡No habían conseguido dar un solo paso juntas! Por un momento creí que se odiaban. Primero me sentí frustrada como profesora, pero después me enojé. “Son ellas las que deberían poner un poco de voluntad”, pensé. Por fin terminó la clase. Me apresuré a salir de la sala. Estaba segura de que las chicas se acababan de conocer y que la cosa no iba a funcionar. “No es mi problema”, decidí y me abalancé hacia el pasillo. De pronto, Chelsy me frenó, me abrazó y me dijo que estaba muy emocionada (yo abrí grandes los ojos), Karen miraba para abajo y sonreía dulcemente. Chelsy me contó, para mi estupor, que estaban juntas hacía quince años y casadas hacía cinco, y que este viaje era como una “segunda luna de miel”; siempre habían querido aprender a bailar tango, así que acababan de cumplir un sueño. Como prueba de lo que decían, me mostraron sus anillos.
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