LAS COSAS POR SU NOMBRE
› Por Colectiva Editorial Baruyera, una tromba lesbiana feminista
Tenía 27 años, vivía en un barrio periférico y humilde. Recibió el nombre Natalia y por eso le decían –y siguen diciendo de ella– “mujer”. Pero Natalia no fue asesinada por su edad, ni por su situación económico-social; tampoco le dispararon por mujer. El asesino apuntó contra una lesbiana, una lesbiana que nunca se había escondido detrás de su propia puerta.
“Fusilada por lesbiana” se llama el texto que denuncia y se duele por el asesinato de Natalia y que, en 48 horas, fue firmado por más de 300 personas. Muchísimas firmas son de lesbianas que sentimos en ese balazo ecos de los que recibimos –con otra literalidad, pero idéntica elocuencia– cuando éramos niñas, cuando nos corrieron de escuelas, barrios y ciudades, los tiros que nos psiquiatrizaron, los que nos pegan cada vez que personas, colectivos e instituciones se niegan a reconocer nuestra existencia física y política.
Natalia Gaitán fue asesinada en Córdoba por el padrastro de su novia, quien no soportaba la vergüenza de que una mujer que él suponía –de puro macho– bajo su férula patriarcal, viviera una vida libre de prejuicios con su novia 10 años mayor.
Este crimen perpetrado por el régimen de disciplinamiento bajo tortura que –por lo menos desde Adrienne Rich– llamamos Heterosexualidad Obligatoria y que otra vez encarnó en uno de sus tantos sicarios, no fue de ningún modo un “femicidio”, no fue un exabrupto más de la “violencia de género”, no fue un “crimen de odio”, aunque seguramente fue una gota de odio –que lamentablemente no resultará la última– la que colmó la lesbofobia de Toledo, el asesino. El crimen de odio resulta legalmente una figura difusa, más poética que incriminatoria y aunque tal vez no hayamos escuchado, leído o pensado la palabra “lesbocidio”, de eso es exactamente de lo que se trata, ni más ni menos: el asesinato de una lesbiana. No obstante, reconocemos que el uso de estos términos más conocidos puede resultar estratégico en las demandas formales, que deben adecuarse a protocolos bastante específicos.
La lesbofobia no sólo se manifiesta en el odio a aquellos cuerpos construidos socialmente como mujeres que expresan una atracción física/erótica por otra mujer sino, también, en el rencor que despierta el desplazamiento de los estereotipos: pelo corto, pantalones de varón, zapatillas, modales bruscos, remeras amplias es, para muchas personas, suficiente señal de que algo “anda mal”.
Cuando alguien se “viste de lesbiana”, sea cual sea su ropaje y las palabras que use, pierde un poroto de su propio morral de lesbofobia. Pero lamentablemente, en una sociedad que es fatalmente discriminatoria, ese poroto liberado muchas veces va a caer en el saco colectivo del resentimiento. Así le paso a Natalia Gaitán, pero no únicamente a ella; también les pasó a Alina y María Auxiliadora, lesbianas ecuatorianas sometidas a tortura en clínicas privadas de ese país, donde habían sido internadas contra su voluntad para ser “rehabilitadas” de su lesbianismo. Sus casos fueron presentados por grupos de activistas lesbianas ante el Tribunal Regional por los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Mujeres en el año 2005, y muestran muy claramente una de las más frecuentes torturas que soportan cientos de lesbianas en todo el mundo. A partir de la condena de ese tribunal ecuatoriano, en ese país se clausuraron decenas de clínicas que promovían la “rehabilitación” de lesbianas.
En el año 2008, la ILGA –Asociación Internacional de Lesbianas y Gays– presentó un informe sobre el estado de derecho de las personas que se apartan de la heteronorma en el mundo. El resultado es aterrador: “Son no menos de 86 los Estados miembros de Naciones Unidas que todavía criminalizan los actos sexuales consensuados entre personas adultas del mismo sexo, promoviendo de esta forma una cultura de odio. De entre ellos, 7 tienen una legislación que prescribe la pena de muerte, como castigo. A esos 86 hay que añadir 6 provincias o entidades territoriales que también castigan la homosexualidad con penas de prisión”.
Aunque según este informe muchos de los países de la lista no aplican sistemáticamente estas leyes, el solo hecho de que existan refuerza patrones culturales retrógrados y patriarcales que obligan a gays, lesbianas, trans, intersex, etc., a tomar medidas de seguridad como, por ejemplo, la más común de permanecer en el closet por miedo. Es decir que el Estado alienta el odio y la violencia, y fuerza a las personas a la invisibilidad y a negar qué y cómo sienten.
En América latina son pocos los países cuyas leyes son represivas para las personas transitoria o permanentemente fuera de la norma heterosexual (que comúnmente se nombran como Glttbi, sigla que sigue siendo discriminatoria y excluyente para miles). Incluso muchos países están a la vanguardia en el reconocimiento de derechos civiles y leyes antidiscriminatorias porque no existen marcos legales regionales que penalicen la homosexualidad, salvo en contextos específicos como los establecimientos militares (situación “específica” que sólo podría intentar justificarse por el consabido autoritarismo castrense). La mayoría de los marcos legales en América latina penalizan los actos de discriminación basados en expresiones de la sexualidad (la Argentina, por ejemplo). La Argentina y Brasil no sólo prohíben la discriminación sino que reconocen institucionalmente las uniones “entre personas del mismo sexo”, y en la Argentina actualmente se discute una ley de matrimonio.
Aun así, en el continente se perpetran los más salvajes asesinatos y agresiones por homo/lesbo/transfobia. En Brasil, durante 2008 sucedieron 190 asesinatos, y entre 1980 y 2008 fueron cerca de 3 mil, de los cuales el 88 por ciento se produjo entre la década del ’90 y 2000, época en que el avance de la legislación positiva fue más contundente. En México se registraron, entre 1995 y 2005, 420 asesinatos por homo/lesbo/transfobia; y en Chile, el VII Informe Anual de los Derechos Humanos de las Minorías Sexuales reporta la cantidad de 65 durante 2008 y un aumento de las denuncias por discriminación del 14 por ciento.
En la Argentina se mantienen los códigos contravencionales provinciales que justifican los arrestos y exabruptos por parte de las fuerzas de seguridad y de algunos sectores de la población, basándose en el cuidado de la moral y las buenas costumbres.
El silencio es el nudo de las vidas lesbianas. Callar o hablar delimita en cada momento las posibilidades que se habilitan o clausuran para nuestra biografía.
El primer silencio que nos es difícil quebrar es el interno, el de una hacia sí misma. Ese que no nos permite decirnos a nosotras mismas “ella/s me gusta/n”, porque sabemos que tal reconocimiento terminará con nuestras posibilidades de “una vida normal” y nos expondrá a muchos peligros, sobre todo en estas sociedades machistas donde no se concibe una familia sin un señor de la casa, ni un transitar por la vida sin la protección masculina, aunque la vida misma florece en montones de situaciones que contradicen estos dogmas.
El segundo silencio es con el afuera cercano. La infantilización eterna de la “condición femenina” hace que nuestras familias y personas allegadas muchas veces se atrevan a proponernos más o menos sutilmente pactos de silencio. Así hay lesbianas que estando en pareja por muchos años jamás han salido del closet, inventándose a sí mismas diferentes respuestas acerca de esta actitud.
Otro silencio es el impuesto por la política heterosexual. Callar dentro de la escuela sería saludable para una adolescente que quiere no ser reprobada o acosada por bromas y proposiciones humillantes, mentir en el trabajo seguramente le asegurará un puesto a cambio de que el jefe siempre presuponga que su cuerpo está tan disponible para su deseo como en sus fantasías patriarcales lo están los de las demás empleadas.
Otra forma de silencio impuesto por la política de la heterosexualidad obligatoria es el que rodea a las organizaciones sociales. Quién sabe si Natalia podía no sólo expresar su deseo sexual en voz alta sino, también, desde su lugar como un ámbito político que delimita la cotidianidad. Las organizaciones políticas (y no están exentas las feministas) tienden a invisibilizar la importancia de llamarse a sí mismas “lesbianas”, no sólo reivindicando lo que es un ámbito de clara discriminación para muchas de sus compañeras de grupo sino, también, como denuncia al sistema sexo/género/deseo que impregna todas las esferas sociales y que ha causado tantos desastres en la historia.
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