› Por Valeria Flores
Incluir lesbianas. Incluir gays. Incluir trans. Incluir travestis. Incluir en la escuela. Es cierto que muchas de estas identidades, pero especialmente trans y travestis, viven un proceso sistemático de expulsión de los ámbitos educativos. También es cierto que parte de estas identidades ya estamos allí, incluidas como estudiantes, docentes, auxiliares de servicio, familias. Incluidas bajo la lógica heteronormativa escolar, que produce nuestro silenciamiento, borramiento o, incluso, nuestra visibilidad en términos de “caso”, “excepción”, “problema”, “anomalía”, “error” o de una “ausencia presente”, nunca como alguien que está autorizado a formar parte de la cotidianidad.
Las escuelas son fábricas de desigualdad, producen cuerpos cuyas vidas serán admitidas y legitimadas y muchas otras serán combatidas y desechadas. En estos últimos tiempos, las políticas de inclusión son el leit motiv de varias campañas que tienen a la escuela como destinataria privilegiada, una de las instituciones más sobresaturada de demandas bajo la vieja –pero reactualizada– promesa de la modernidad de que la educación pondrá fin a todos los males. En realidad, esta promesa educativa pretendió eliminar lo negativo, aquello que irrumpe para dislocar la aparente normalidad, despojando de palabra y existencia a muchos sujetos que eran marcados con ese signo, licuando la heterogeneidad y neutralizando las posiciones discursivas en conflicto.
Estas políticas de inclusión, alentadas e impulsadas tanto por el Estado como por organizaciones de la “diversidad sexual”, se vuelven lengua obligada y forzosa para pensar la heteronormatividad y el binarismo de género en la escuela. Esta inflación discursiva tendría que, al menos en principio, ser observada con sospecha por quienes desde la pedagogía disputamos las agendas liberales para pensar los cuerpos y los modos de relacionalidad. Porque justamente eso es lo que está puesto en juego en esos vocabularios políticos que darán entrada a las identidades sexuales y de género no heteronormativas en la escuela. Y esas palabras serán clave para que ciertos temas se tornen pensables y otros queden en el reducto de lo impensable. Entonces, no sólo se trata de políticas de accesibilidad y permanencia de lesbianas, gays, trans y travestis en la escuela, se trata también y fundamentalmente, de políticas de conocimiento, es decir, de las lógicas y prácticas escolares que producen sistemáticamente saberes y modos de conocer, en forma binaria y jerárquica, los cuerpos, los géneros, las sexualidades, los deseos.
Políticas inclusivas fueron las de Sarmiento, bajo los ideales civilizatorios de occidente, que construyó la barbarie como un modo de establecer la frontera de lo civilizado para, al mismo tiempo, combatirla. La democratización de la escuela no puede simplificarse a que convivan bajo su techo (si es que lo tienen o no se les cae encima) una multiplicidad de sujetos, sino que la propia convivencia no esté regulada bajo los criterios de homogeneidad y de anulación de los antagonismos. El momento democrático en la escuela aparece cuando emerge la pregunta ¿por qué estos límites?, que viene a alterar el orden existente de lugares y roles preasignados, que viene a interrumpir el régimen de subjetivación gubernamental orientado a la despolitización del disenso.
Hoy asistimos a una proliferación de expertos en inclusión, que hablan el lenguaje del déficit democrático y apuntan a la educación escolar como un agente importante en su reducción. Un lenguaje que suele desconocer y silenciar la importante producción teórica del activismo feminista y de la disidencia sexogenérica sobre las normas y el régimen sexopolítico que disciplinan la producción de cuerpos y placeres. Hay una abundante retórica sobre la “diversidad sexual” y casi no se menciona la heteronormatividad.
Débora Britzman, una investigadora queer en pedagogía, nos invita al desafío de desmantelar los órdenes conceptuales que esconden cómo la diferencia marca la diferencia y a pensar cómo la normalidad se convierte en un elemento imperceptible en el aula. La producción de la normalidad sólo es posible mediante la producción de lo extraño, de modo que el horizonte de una propuesta educativa crítica se despliega más allá de trabajar la homolesbotransfobia como corrección de una actitud individual y psicológica. Crítica de la inclusión, el añadido de voces marginales y las pedagogías de la tolerancia, porque producen las mismas exclusiones que dicen subsanar, Britzman afirma con contundencia que la inclusión confirma que la aceptación de la otredad presupone y necesita la ilegitimidad del otro. En el mes de noviembre de este año, podremos escucharla durante el IV Coloquio Internacional Interdisciplinario: Educación, Sexualidades y Relaciones de Género, que se realizará en la UBA.
Los discursos de la aceptación, el respeto y la tolerancia no son formas neutras ni inofensivas, por el contrario, generan consecuencias en la vida cotidiana de nosotrxs. Pensar las relaciones entre heteronormatividad y escuela provoca una hendidura en el presente, reconfigurando los territorios del debate, en el que la lucha acerca de las palabras no son meras vicisitudes semánticas, son disputas por lo público, por el control de la mirada que define quiénes somos y cómo son los otros, y por modos de nombrar sobre los cuales lesbianas, gays, travestis, trans hemos batallado arduamente.
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