Adelanto de Recta Final
› Por Ricardo Becher
Uno de mis compañeros de cuarto es ciego, el otro tiene 98 años y sufre de demencia senil, de pronto en mitad de la noche se pone a gritar como un alucinado acosado por mil demonios o si no se levanta en medio de la siesta y se queda mirándome fijo, blanco, transparente de flaco, un espectro desorientado, comparto la mesa del comedor con una de las tres brujas de Macbeth que no sé cómo vino a parar acá en vez de estar con las otras dos en un geriátrico de Edimburgo, parece que se ha enamorado de mí, inútil preguntarle, sólo dice “da da da da”, pero los ojos dan miedo, te perforan, recta final, preembarque, Dios quiera que la partida no se demore más de lo deseado, levantar vuelo, despegar de esta condena de rutina: desayuno, espacio en blanco sin nada que hacer hasta el almuerzo, siesta, merienda, nuevo vacío hasta la cena, ver la serie porque eso es lo que ve uno de los internos que se ha apropiado del televisor de la sala y no se pierde un episodio y otra vez a la cama para que una de las asistentes me ponga el pañal y yo me coloque los tapones para los oídos que no alcanzan a apagar del todo los gritos del demente de la cama de al lado y la perspectiva es de que tan atractivo programa, que bien podía llamarse “Operación tedio”, se repita sin la menor variación hasta el día final, pero el Gauchito y San La Muerte encarnados esta vez en el Negro y Juan Manuel se encargan de instalarme la PC en el acogedor rincón rodeado de ventanales que da a un patio arbolado y lleno de plantas cedido por los dueños del geriátrico que me tratan con gran consideración, de modo de transformar los momentos en blanco en momentos creativos, bueno, si es que vienen a visitarme las musas, pero si no se me ocurre nada nuevo para escribir siempre puedo releer fragmentos de las novelas ya escritas, actitud claramente masturbatoria que no deja de ser un entretenimiento, además ahora tengo un motivo para postergar la partida hasta después de septiembre, fecha en que se otorga el Premio de Novela La Nación y algo me dice que lo voy a ganar con El tercero, que según el Negro, si llega a publicarse va a hacer volar unas cuantas pelucas homofóbicas porque una pareja gay es intolerable, pero la historia de esos engendros viviendo juntos y compartiendo toda clase de aventuras durante 18 años puede aniquilarlos, sobre todo si tenemos en cuenta que el tercero fue un levante callejero, ¡boom! ¡Crash! ¡Kaput! Ojalá les reviente la cabeza, se lo tienen merecido, y nosotros también, nos tenemos merecido haber caído tan bajo por habernos embarcado sin pensarlo dos veces en la aventura brasileña de la plantación de cacao y dejado llevar después por los caprichos de Robi y acompañarlo —y financiarlo, eso es lo peor— en el delirio de tener nuestra propia industria de alimentos naturales, desatino al que después se agregó Leo con todo el poder arrollador de su seducción, y con tal de complacerlos nos vendamos los ojos para no ver que el negocio no daba, y se fue comiendo todo, hasta que Robi y Leo desaparecieron de nuestras vidas y descubrimos que habíamos caído en la pobreza y en la dependencia de nuestros miserablemente remunerados trabajos de profesores, él en el Centro Cultural Borges con sus clases de danza y expresión y yo en la Universidad del Cine (...)
Me pregunto si soy yo el que está encerrado en este antro, los hay de todas las clases, ahora apareció uno nuevo que no es un anciano, es un joven que aparenta unos treinta y pico de años y dice que tiene diez, no es down, es retardado, de lo más desagradable, imposible sostenerle la mirada de idiota degenerado, de depravado, de sádico asesino que mutila a sus víctimas en un horror movie, sin sentir un escalofrío, ¿y yo quién soy?, ¿qué hago acá? El Negro se queja de tener que vivir en casa ajena, y esto qué es, ¿mi casa? El vive en casa de amigos, yo vivo entre desconocidos, y encima decrépitos y desquiciados, acá hay una sola persona con la que se puede hablar, Vincente, The Sailor, pero no llega a ser lo que se dice un amigo más allá de la mesa compartida del comedor, su charla amena y sus progresivas confesiones, sus cuatro años tras las rejas y el elogio del opio que hizo hoy durante el almuerzo es como yo suponía, desde un principio cuando se declaró antidrogas porque todavía no me conocía y no sabía si podía confiar en mí: las probó todas, sin embargo, no conocía la keta, droga joven, de esta generación, el Negro puede salir y entrar de la casa cuando se le antoja, a dar sus clases, a visitar amigos, a ver un espectáculo, está cansado, lo sé, agotado, no le da más el cuerpo, lo consume la incertidumbre de un futuro que no termina de definirse, no quiero competir cuál de los dos está peor, compartimos la misma caída, pero dejame que te diga que yo también estoy agotado y no me quedan muchas más fuerzas, no para sobrellevar el cuerpo, tal vez, pero sí para sobrellevar la misma angustia y la misma incertidumbre, y también cansado de vivir, admitámoslo, de mis 78 años, y de esa sensación de no saber más quién soy. ¿Soy el mismo que deslizaba mis manos por el teclado de un Steinway en una mansión al borde de un arroyo en las afueras de New York?, ¿el que vivió cuatro días y noches de amistad y delirio con Chris y Terry y Weley en Paradise Island y se encontró con un enano negro en los oscuros callejones de Nassau y a la salida del metro en el Village, en medio de la multitud, con Rolando Peña, director de cine trans y delirante que había conocido en Berlín y me llevó de la mano por el under neoyorquino?, ¿soy el que en la noche carioca vivió con Alvaro un amor fugaz en la playa de Le Blon y en la húmeda noche porteña, en el mítico Bar o Bar, territorio del yeti y los poetas anarquistas, se encontró con el negro Campitelli, hijo de Shiva y de Iemanjá, que sería el amor de toda su vida?, ¿somos los mismos? No es la primera vez que se me había planteado el dilema de la identidad, pero nunca me había pegado tan fuerte. ¿Quién soy yo? (...)
Soy uno de ellos, inútil negarlo, un viejo de geriátrico, los viejos se caen, cada dos por tres se caen, ¡se cayó fulano!, ¡se cayó mengano!, esta vez me tocó a mí, a la salida del comedor, ¡se cayó Becher!, ¿cómo no? No me lo pregunten, enseguida te preguntan: ¿cómo te caíste?, ¿por qué? Pero no siendo que tropezaras con algo o una cosa sí, no hay respuesta, de pronto te encontrás con que te estás cayendo y no sabés por qué, perdiste el equilibrio, un síncope instantáneo, no se sabe, te caés y punto. Vicente escuchó el ruido de mi cabeza al golpear el suelo (...)
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