› Por Alejandro Modarelli
De niño me soñé reina, pero jamás un dios mártir. Y ahora, medio asfixiado en mi cajón por las mil flores del bien común, oigo a los decentes ciudadanos de Chile llorarme como se llora la suerte de los cristos. Muerto por fin me aman; célebre por fin me respetan: todos son hoy mis amigos, mis padres y mis hermanos. Pero a pesar de lo que han jurado los griegos, hasta en el más allá uno sigue conservando la memoria, y entonces cuesta agradecer las palabras de tanto bienpensante súbito, de tanto converso y tanto arrepentido. No quisiera marchitarles las flores, camaradas de la última hora –pariente que antes me negó, psicólogo egresado de la Católica, clérigo magistral, diputado que abominó de leyes contra el odio, maestra que se calló, progre hasta ahí y siempre que no le fiche el bulto– pero me acuerdo que hasta ayer nomás los bárbaros que se ensañaron con mi cuerpo coliza eran también hermanos suyos, criados en el mismo plato urbano, con la misma leche de las tradiciones. Hasta ayer nomás eran sus colegas de la infancia y me corrían en grupo a la salida del colegio, y ya de pantalones largos envenenaron juntos las hostias del lenguaje que me tragué durante más de veinte años. Los criminales que me dieron caza en una plaza de Santiago eran los bárbaros de este siglo, sí, pero su barbarie (digan si no, chilenos) tenía una cosa de neonazi chic que los hacía indetectables para los radares de la familia bien constituida y la democracia policial. Eran tan monos, tan blanquitos los chicos asesinos, que me hicieron pensar al principio en unos tomasitos de Finlandia crecidos y diplomados en los gimnasios neoliberales del barrio Las Condes pero no: si el deseo somete a la presa, nunca la engaña. Cuando asomaron las navajas, yo ya supe que en mi cuerpo con ganas de sexo se trazaría un mapa de sangre y no de semen con la forma del Tercer Reich.
¿Es que no se enteraron todavía, amigos del funeral (dicen, y podría haber sido cierto) que hubo un barco que zarpó hace un siglo desde el puerto de Valparaíso, por orden del general Ibáñez, lleno de maricas a ser echadas al mar? Hoy que todos dicen ser yo, yo soy otro de aquellos homosexuales ahogados por odio de un dictador, pero el mar donde aprendí a calmar mis calores de pendejo fue una plaza de Santiago, y ahí mismo en esa plaza empezaría mi calvario...discoteca mía, pensé, no me abandones ni de noche ni de día (una vez más, como antes del gay liberado, como cuando escribía Jean Genet, sexo y muerte fueron la ecuación poética de nuestros goces clandestinos).
Yo, que era el puto fifí, el coliza traga sables, ahora tendré por fin un nombre que a Chile le parece tan honorable como el de un prócer: Daniel Zamudio. Un proyecto de ley seguramente llevará mi nombre a la victoria, “ley antidiscriminatoria Zamudio”, pero jamás quise esta victoria. Porque no todos los gays nacimos para convertirnos en salvadores de todo un colectivo, como muchos no nacen para reina, y nunca pensé ser la letra de un acto de justicia que crece ahora de apuro en el Parlamento como un champiñón entre la carroña, después de tantos siglos de oprobio. Será por eso que me asfixian estas flores, y juro que no soy desagradecido. Por algo se empieza, siempre se empieza por poco y a menudo un poco tarde, y de eso saben bien los de la Concertación y los de la Alianza. Deje señora nomás su obsequio de pena civil, su rosa de madre como el gerente general Pinochet mandaba. Déjela con gesto contrito y prolijo sobre este cajón cerrado que esconde este cadáver mío tan maltratado, no vaya a ser cosa que la flor se deslice hasta el suelo y, por azar, la pise justo un carabinero con fantasías de neonazi.
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