Autopsia en vida de la diva que eligió el derrape verbal como método y la desviación como destino.
› Por Liliana Viola
A Mae West (1893-1980) llegaron a abrirla para ver qué tenía, qué era, cómo lo hacía. Icono camp, diosa del gusto homosexual y súmmum del misterio andrógino pero voluptuoso que engarza a la diva con la loca, la requisaron post mortem. La autopsia reveló que no era hermafrodita ni hombre que ríe irónico agazapado en un cuerpo de mujer, como fantaseaban sus seguidores y acusaban los puritanos. Ultima lección de la diosa: la respuesta nunca está en las vísceras. Si se quisiera saber qué tiene Moria, portavoz y portabotox de generaciones de la televisión argentina e icono siliconado de gays, travestis y transexuales post camp, a nadie se le ocurriría abrirla. ¿Para qué, si tiene todo afuera? La “mostra” no sólo es pronunciación infantil, imposición del femenino o un signo de admiración, sino también el imperativo del verbo mostrar. Ella se saca fotos meando parada en pose de exhibicionista con sobretodo mientras su propio epígrafe desmiente la reivindicación de género: “Más que terribles, ja, baby, los baños femeninos son un asco y así evito incomodidades y preservo mi higiene”. Se le cae una toalla íntima en medio de una entrevista (antaño las damas dejaban caer pañuelos) y si empieza a circular que usa peluca, se presenta pelada en la tapa de su biografía. Moria se adelanta a su autopsia y saca tripas corazón lanzando como quien tira un gas la pregunta más paralizante en tiempos de reivindicaciones identitarias y en el ocaso de las certezas de larga duración: “¿Quiénes sooon?” Una gran devaluadora, administradora o administrativa del sentido que desmitifica toda panacea empezando por la del 1 a 1: “En este país no hay Star System, hay meteorito system”; “¡No pretendan el Star System!, confórmense con meteorito papelón!”
Si las divas de los ’50 levantaban su precio hasta encarnar la caricatura del honor, la transgresión y el glamour, esta topadora, pionera en la autoconstrucción corporal, que se fabricó tetas en los años ’70 y que se viene tuneando públicamente desde entonces, no regatea un espacio en la feria de las vanidades, les baja el precio a todos y todas. En cuanto huele despeñadero, su zapatito de vedette que extraña escalinatas da un paso al frente. El arte de derrapar (“Por más que me caiga en una cloaca, me levanto y huelo a rosas, mi amooooor”) y levantarse triunfante luego de haber injuriado al enemigo descartable tal vez sea, junto con su anatomía monumental, lo que marca el punto de contacto con sus más recientes locas admiradoras. La conexión con Moria habla de una filiación que no debe confundirse con las vacaciones que las clases medias se tomaban con personajes bizarros en los ’90 ni tampoco con la ruptura que significó el under de los ochenta. Se huele en el grito de “Pero qué mostra” la adrenalina circense de espectadores que (junto con las mayorías no la votaron en las urnas) ven en ella los saltos mortales que no necesitan dar.
En la mitología del homosexual educado en el closet, en las teteras y a golpes de razzias, la diva amanerada era en el fondo un alma femenina castigada por sus transgresiones sexuales que un buen día decide que no va a ser herida nunca más; se vuelve la encargada de glorificar las fallas. Los espectadores posiblemente vivieran esa revancha en cuerpo propio; de hecho Stonewall se nutre de esa transfusión donde la potencia de heroína (Judy Garland) pasa directo a la sangre de activistas profesionales, improvisados y drag queens furiosas. Moria pertenece a la era y el medio del “Pare de sufrir”, donde el libre albedrío se circunscribe a una orden encubierta: “Si querés llorar, llorá”. La diva no consuela ni reivindica, no es correcta ni destila coherencia, te pasa por arriba. Huye de lo femenino devaluado y se autoproclama “Napoleón con tetas” o “Conde de Montecristo también con tetas que llega para vengarse” y cuando aparece al falocentrismo atribuye su velocidad a que sus neuronas tienen clítoris. Lo que ella y los medios califican como “lengua karateka” o “arte de la esgrima verbal” no deja de ser un deporte. Disciplina cuerpo a cuerpo y reglamentado con expresa función de autodefensa. Hacer cosas con palabras, luchar con lengua y cuerpo camaleónico por un espacio amenazado es la promesa de Moria que su troupe recoge como palabras mágicas, como si fuera posible borrar el daño de un plumazo: “El decorado se calla, mute, mute, mute”. El punto de identificación debe buscarse en este contexto de reality más que de realidad, punto ciego de la ficción con morcilleo y sin guionistas. La potencia, en los carriles virtuales donde los 140 caracteres son el soporte perfecto para esa lengua delivery, así como las nuevas aplicaciones como el Dubsmash (videoselfies con doblaje de películas, citas de celebrities) que causa furor entre las mostras del mundo.
Se casa, tiene hija, es abuela. Aún así, como sus predecesoras reinas del camp, no es materia confiable para el derrotero hétero: hace que los maridos exploten y se autoliquiden en un programa de televisión y reta en público a su hija por unos gramos de escándalo. Bella y lúcida, Sofía Gala a su vez no sólo es hija sino extensión, memoria externa, disco no rígido que le abre a su madre un mundo mejor. En esta relación filial de alimentación mutua también deberán buscarse las claves del fervor queer.
La Mostrafest se viene realizando desde hace dos años y ha tenido hasta ahora como figuras de atracción y precalentamiento a Beatriz Salomón, Alejandra Pradón, Lía Crucet, Silvia Süller. En Facebook definen a la Mostra como “algo femenino que impresiona”. Y Moria, en esa categoría difusa donde lo impresentable se presenta y se impone, es lejos la mostra number one.
Mostrafest. Viernes a partir de la 1. Palermo club, Jorge Luis Borges 2450
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