FRAGMENTO
› Por Daniel Link
Yo no tuve educación religiosa, porque mis padres participaban de cultos diferentes (mi familia materna era católica; luterana mi familia paterna). Abandonaron mi formación religiosa a mi voluntad y yo, como he contado en otra parte, elegí por amor: ni una ni otra. De todos modos, siempre me llegaban rumores de las diferentes clases de religión que mis compañeros de primaria tomaban. Lo que más me llamaba la atención era que, de los diez mandamientos, apenas tres fueran positivos ("Amarás a Dios sobre todas las cosas", "Santificarás las fiestas", "Honrarás a tu padre y a tu madre") y el resto fueran prohibiciones o interdicciones ("No pronunciarás el nombre de Dios en vano", "No matarás", "No fornicarás", "No robarás", "No dirás falsos testimonios ni mentiras", "No consentirás pensamientos ni deseos impuros", "No codiciarás los bienes ajenos").
Dios, en esas tablas (los mandamientos cambian según las religiones y los textos, pero todos se parecen a esas formulaciones), se me aparecía como una máquina censora que, por si algo se le hubiera escapado, delegaba en las figuras paternas la minucia y la prolijidad de las prohibiciones cotidianas ("No mirarás televisión antes de hacer la tarea", "No jugarás con tus amigos a la hora de la cena", "No te tocarás los genitales", "No aceptarás caramelos de extraños", "No cruzarás la calle con el semáforo en rojo").
Todo eso, en mi infancia, se me escapaba, porque se había decidido que yo decidiera si aceptaba tal o cual canon de indicaciones negativas, pero me inquietaba esa figura severa que encontraba en el No la razón de su existencia, y que dictaba innumerables variaciones del No a sus súbditos.
Por supuesto codicié y robé, mentí y tuve deseos impuros, pronuncié el nombre de Dios en vano y, con el tiempo, forniqué, sin haber dejado de amar la idea de Dios (eso que está por sobre todas las cosas), honrando en la medida de lo posible (y cada vez menos a medida que crecía) a mi padre y a mi madre y no santificando las fiestas, nunca jamás, ni ebrio ni dormido.
En cuanto a las prohibiciones, se me escapaba su sentido, salvo en lo que respecta al mandamiento supremo, "No matarás". Nunca maté a nadie y todavía me domina una cierta incomodidad en relación con la muerte de los animales. No soy vegetariano, pero como poca carne y se me recuerda todavía como un niño reconcentrado que, en la plaza, observaba la atónita marcha de las hormigas: jamás las sometí a una lupa o eché agua en un hormiguero, ni zapateé sobre la línea de aprovisionamiento.
Podría decirse que me entregué, salvo por el "No matarás", a una saludable ignorancia de los mandamientos y las leyes, a un anarquismo primitivo que, en mi primera juventud, confundí con hedonismo irredento: hacer lo que me pluguiera, siempre que eso no dañara a los demás (ése era mi mandamiento soñado).
Una vez una amiga, antes de que yo tuviera ocasión de psicoanalizarme, me enfrentó con una cara de mí que me resultaba desconocida. "Vos tenés una relación neurótica con el trabajo", me dijo una vez Mónica Tamborenea.
En efecto, yo había trabajado desde mis 16 años, un poco por necesidad y otro poco porque me parecía que era la única forma de vida posible para el ser humano. Si el trabajo, como aprendería más tarde, era la consecuencia del pecado, sólo se podía atravesar este valle de lágrimas trabajando sin parar. O sea: de hedonismo, en mi juventud, poco y nada. No es que la pasara mal, pero cualquiera que trabaja sabe que los placeres se reservan para otro momento, nunca ya, ahora.
En las palabras de Mónica reconocía un mandato terrible que me venía de mis padres. A ellos les pareció simpático que eligiera las vestiduras de mi Dios, pero me trasmitieron un mandamiento feroz: "No vivirás sin trabajar" y los que de él se derivan: "No harás nada sin tener en cuenta tu futuro", "No malgastarás tus ahorros" (el Estado siempre se encargó de eso por mí), "No vivirás por encima de tus ingresos". Que haya logrado convertirme en una especie de loca millonaria que viaja por el mundo fotografiando paisajes exóticos y acumulando anécdotas a costa de las invitaciones de las universidades extranjeras se deriva de aquellas prohibiciones que nadie formuló explícitamente nunca pero me marcaron mis huesos (hasta que éstos comenzaron a fallar, atacados por la espalda).
De Suturas (Eterna Cadencia)
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