En Chile, donde las operaciones de reasignación genital no están prohibidas, se realizan entre 10 y 20 intervenciones al año, que incluyen un alto porcentaje de argentinos y argentinas que cruzan la frontera. Las operaciones allí cuestan cerca de U$S 10.000. Otros lugares donde se realiza este tipo de cirugías son Inglaterra, Francia, España y en algunos países del Sudeste asiático.
La vía chilena para el movimiento trans local se inauguró en los ’80. Una de las primeras en cruzar la cordillera fue Marcela Romero. Lo hizo “sin dudar ni un segundo de que era lo que quería”. A los 13 años, a Marcela la confundían con una mujer y se rateaba de gimnasia de forma metódica: era la única materia en la que tenía cero. Su familia creía que era porque no sabía atajar penales, pero la verdad es que no estaba dispuesta siquiera a intentarlo. A los 17 dejó de hacer una doble vida: le pidió a su familia que dejaran de mandarle piyamas y calzoncillos. Salió a taconear en el barrio de Congreso, y enseguida conoció la cárcel de Devoto, lugar a donde iban a parar aquellas trans pioneras de principios de los ’80. Pero en la calle también juntó dinero para poner en sintonía su identidad y su cuerpo: primero para hacerse los pechos en San Pablo y después para viajar a Chile y cumplir el sueño que venía arrastrando desde chica. Tenía 23 años. “Yo estaba muy segura de mi transexualidad —recuerda Marcela—, pero me incomodaban las leyes que hay acá. Entonces me operé en Chile, porque ahí no tenés que pasar por la autorización de un juez. Hice los trámites, pasé por un psicólogo, me hicieron análisis y de ahí al quirófano.” Cuando despertó del sueño de la anestesia, una enfermera le sostenía la mano. “Ya eres niña”, le dijo la mujer, y a Marcela eso le quedó grabado como el inicio de una nueva vida.
Enseguida quiso mirarse al espejo y estrenar la ropa ajustada que había comprado para su nuevo cuerpo. Al mes, ya en Buenos Aires, se encontró con un viejo pretendiente que sabía de su operación y que se propuso como su primer hombre. Aquella vez todo fue romántico y delicado. Lo que vino después echó por tierra cualquier mito sobre la supuesta falta de plenitud sexual que seguiría a la operación. “Me hicieron una nota en Eroticón —recuerda Marcela entre risas— y empezaron a venir hombres de todas partes a verme. Me dieron una baqueteada importante.”
Pero junto con la felicidad del cuerpo propio también surgieron las complicaciones. Durante los primeros 14 años posteriores a la operación vivió con documentos de hombre. La primera vez que cayó presa después de la operación, en Devoto no sabían dónde alojarla. La dejaron cinco días sola, encerrada en una celda, hasta que convenció a los carceleros de que tenía que estar con las demás chicas trans. Cuando decidió tramitar el documento de identidad femenino, hace 10 años, le cayó el peso de la burocracia estatal encima. “Un juez me mandó a un médico forense para ver la profundidad que tenía mi cirugía. Tuve que pasar por un psicólogo y por un psiquiatra para que me den los documentos, y yo ya estaba operada. Todo el trámite duró 10 años. Es una prueba más de que necesitamos una ley de identidad de género para que tengamos nuestra documentación.” l
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