Dos fragmentos de El niño criminal, de Jean Genet, Errata Naturae, Madrid, 2009. Traducción y prólogo de Irene Antón.
Saint-Maurice, Saint-Hilaire, Belle-Isle, Eysse, Aniane, Montesson, Mettray, he aquí algunos de los nombres que tal vez no signifiquen nada para ustedes. En la mente de cada niño que acaba de cometer un delito o un crimen, son la proyección, durante un tiempo definitivo, de su destino.
“Estoy condenado hasta los veintiuno”, dicen.
Cometen un error (voluntariamente), porque el veredicto del tribunal que los juzga es el siguiente: “Absuelto por haber actuado sin discernimiento, y confiado hasta la mayoría de edad al patronato de rehabilitación...”. Pero el joven criminal rechaza ya la comprensión indulgente, y la solicitud, de una sociedad contra la cual acaba de sublevarse al cometer su primer delito. Por haber adquirido, a los 15 o 16 años, una mayoría de edad que la gente de bien no tendrá todavía a los 60, desprecia su bondad. Exige que su castigo se lleve a cabo sin dulzura. Exige, para empezar, que los términos que lo definen sean el signo de una crueldad superior. Sólo con una suerte de vergüenza admite el niño que acaban de absolverlo o que se le condena a una pena leve. Desea el rigor. Lo exige. En sí mismo alimenta el sueño según el cual la forma que tome la pena será un infierno terrible, y el correccional será un lugar del mundo del que no se regresa nunca. Efectivamente no se regresaba nunca. Al salir se era otro. Se acababa de atravesar una hoguera. Y los nombres que he citado hace un instante no son cualquier cosa: están cargados de un sentido, de un peso aterrador que los niños exageran aún más. Ahora bien, esos nombres serán la prueba de su violencia, su fuerza y su virilidad. Porque eso es exactamente lo que los niños quieren conquistar. Exigen que la prueba sea terrible. Quizá para extenuar una necesidad impaciente de heroísmo.
De El niño criminal
¿De qué te protege la camelia fabulosa? El vapor del agua no les sirve de nada a tus bronquios delicados y floridos. Descalzo sobre las baldosas, vestido con una toalla de felpa, en el vaho que, junto con la vergüenza, te aleja y te abstrae, hubieras ofrecido tu ojete dorado. Ojete brindado a la pinga de los viejos. Tu ruina interior te retenía en la puerta. Pero para tu orgullo: qué sueño, tú, el más deseado –sin conocer los de Roma, te observo en esos baños turcos donde pensabas prostituirte–, esperado, ofrecido, vencedor e infernal, de entre todos esos cuerpos aceitosos e hirientes, recorriendo en silencio e iluminando con tus dientes, tus ojos, tu cinismo, esa masa de vapor blanca y húmeda.
Contra ellas –tuberculosis y muerte–, he aquí mi remedio: eres una puta. El vocablo no es un título, indica tu oficio. Sé una puta sublime. Recitas –como el lenguaje poético, todo en ti se dirige hacia la muerte, donde perezosamente te sepultas– con una voz blanca y altanera un texto olvidado. Así, lo que morirá cuando tú mueras será no un hombre sino un heraldo portador de armas extenuadas.
De Fragmentos...
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