PARIS > POR LOS PASAJES DE CORTáZAR
Un paseo por los pasajes cubiertos del viejo París siguiendo los pasos de Julio Cortázar, quien se inspiró en esos corredores con techos de vidrio para escribir el cuento “El otro cielo”. Si bien esos recovecos han perdido el glamour que los caracterizaba, todavía conservan intacta una perfecta combinación de pasado, enigma y encanto.
› Por Mariana Lafont
Algunas ciudades invitan a caminar y a abstraerse de la realidad, al menos levemente, transitando sus callejuelas. Quizás no sea el hábito más frecuente cuando se está de visita en un nuevo destino y con una infinita lista de lugares para conocer, como suele suceder en ciudades como París. Sin embargo, vaguear sin rumbo puede ser una gran tentación si los lugares por los que se deambula son aquellos por los cuales grandes personalidades han transitado antes. Más aún si esos lugares son nada menos que recónditos pasajes con techos de cristal. La piel se eriza con sólo pensar que un escritor de la talla de Julio Cortázar también ha estado en esos recovecos y que, en uno de sus tantos paseos, se inspiró y escribió el cuento “El otro cielo”, publicado en Todos los fuegos el fuego, en 1966. Tanto para aquellos amantes de los infinitos meandros que el autor propone en su literatura como para aquellos que gozan de salirse de lo que las guías turísticas sugieren y, en cambio, se dejan extraviar en las grandes ciudades, un recorrido por algunos de los tantos pasajes cubiertos parisinos puede ser una sugestiva experiencia. Una excelente oportunidad para zambullirse en un “París paralelo” e interconectado por aberturas y salidas que parecen no tener fin.
Como errantes vagabundos, cuerpo y mente se transportan a confines lejanos a medida que avanza el paso y los pies fluyen ligeros como si el pavimento se hubiera convertido en río. Inmerso en las callejuelas parisinas que aún perduran –y recuerdan lo que alguna vez fue una intrincada ciudad medieval– uno se deja llevar hasta que, súbitamente una puerta se abre. Al traspasar la abertura se aprecia un lugar detenido en el tiempo y con cierto halo de misterio. Una sensación de descubrimiento invade inmediatamente el cuerpo. Mientras tanto, la gente sigue pasando sumida en su veloz cotidianeidad. Es el primer pasaje.
“En todo caso bastaba ingresar en la deriva placentera del ciudadano que se deja llevar por sus preferencias callejeras, y casi siempre mi paseo terminaba en el barrio de las galerías cubiertas, quizá porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre.”*
Los pasajes cubiertos son los antepasados de los actuales centros comerciales. Su origen se remonta a principios del siglo XIX y están situados en la margen derecha del Sena, aproximadamente entre el Palais-Royal –al lado del Louvre– y los grandes bulevares. Varios indicios revelan que estas peculiares calles coronadas por un cielo acristalado fueron concebidas a imitación de los zocos árabes (mercados). Galerías, arcos de herradura y motivos egipcios transportan al caminante a tiempos más remotos.
Estos pasajes, a resguardo del barro y los carruajes, permitían a los comerciantes exponer sus mercancías sin estropearlas y a las damas elegantes pasear lejos del bullicio, sin mezclarse con la plebe. Además, estos corredores servían a los peatones como un cómodo atajo para pasar de un barrio a otro, así como también resguardaban del frío, la lluvia y la nieve.
Durante el II Imperio –entre 1852 y 1870– hicieron su aparición los grandes almacenes con luz eléctrica, lo cual selló el comienzo del declive de estos lugares únicos que, a su estilo, han dejado una huella imborrable en el urbanismo parisino.
“La Galerie Vivienne, por ejemplo, o el Passage des Panoramas con sus ramificaciones, sus cortadas que rematan en una librería de viejo o una inexplicable agencia de viajes donde quizá nadie compró nunca un billete de ferrocarril, ese mundo que ha optado por un cielo más próximo, de vidrios sucios y estucos con figuras alegóricas que tienden las manos para ofrecer una guirnalda, esa Galerie Vivienne a un paso de la ignominia diurna de la rué Réau-mur y de la Bolsa (yo trabajo en la Bolsa)”.*
Cuando se arriba al número 4 de la rue des Petits Champs, frente a la Biblioteca Nacional, se atraviesa la primera arcada característica y la Galerie Vivienne comienza a desplegarse. Al instante se encuentra un primer espacio rodeado de sofisticadas vinacotecas donde es posible encontrar los vinos más selectos de Francia y degustar exquisiteces gastronómicas. Sus pisos de mosaico, sus escaleras de hierro forjado, sus vidrieras y su decoración estilo Imperio la transforman, sin dudas, en una de las galerías más elegantes de la Ciudad Luz.
Su estratégica ubicación entre el Palais-Royal y los barrios de los bulevares, la Bolsa y la Chaussée d’Antin hizo de este pasaje el preferido de los parisinos hasta el II Imperio. Cada rincón en la Galerie Vivienne es único e irrepetible y para los amantes de los libros antiguos y exóticos la librería Jousseaume es una parada obligada para buscar algún ejemplar perdido en las estanterías.
El origen de la galería se remonta a 1823, año en que comenzó su construcción por iniciativa de monsieur Marchoux. Este notario, luego de haber comprado varias parcelas de la misma manzana, encomendó el diseño de este bellísimo pasaje a uno de los mejores arquitectos de la época, François-Jean Delannoy. Finalmente, luego de tres años de labor, la galería fue inaugurada en 1826.
La segunda entrada se ubicada en el número 5 de la rue de la Banque y apenas se entra se aprecia un típico bistrot parisino. Si bien cada espacio tiene su propia personalidad, varios elementos –las arcadas de las tiendas y las figuras que adornan las paredes– se repiten a lo largo de toda la galería dándoles una identidad común a todos los ambientes.
Finalmente, la tercera entrada se sitúa en el número 6 de la rue Vivienne, justo donde solía vivir el notario Marchoux y donde, muchos años más tarde Jean-Paul Gautier instalaría una de sus tiendas contribuyendo al renacimiento de este lugar.
“... y a mí me quedaba el resto del tiempo para las galerías; eran las horas del explorador y así fui entrando en las zonas más remotas del barrio, en la Galerie Sainte-Foy, por ejemplo, y en los remotos Passages du Caire, pero aunque cualquiera de ellos me atrajera más que las calles abiertas (y había tantos, hoy era el Passage des Princes, otra vez el Passage Verdeau, así hasta el infinito), de todas maneras el término de una larga ronda que yo mismo no hubiera podido reconstruir me devolvía siempre a la Galerie Vivienne.” *
Partiendo hacia la rue Saint Marc, más allá de la Bourse, en el número 10 comienza una sucesión de tres pasajes que permiten pasar del arrondisement II al IX formando, dentro de la ciudad, un apacible e íntimo reducto.
El primer pasaje, el Passage des Panoramas, con sus restaurantes étnicos y sus tiendas de filatelia y tarjetas postales antiguas, es uno de los más concurridos y animados. Este pasaje fue abierto en 1799 y su nombre proviene de una antigua atracción que consistía en proyectar, a oscuras, imágenes panorámicas de grandes ciudades, pintadas en las paredes de una sala cilíndrica.
Al confluir en el boulevard Montmartre se llega al distrito de la Bolsa y la Prensa; luego el paseo se prolonga por el Passage Jouffroy. Este pasaje, abierto en 1836 y restaurado en 1987, fue el primero en ser construido enteramente en hierro y cristal. Y es famoso por albergar, desde 1882, al célebre museo de cera Grévin, uno de los primeros museos de cera del mundo.
Si se sigue caminando por el boulevard Haussmann –y a partir de la rue Le Péletier– se entra de lleno en el Drouot, arrondissement donde, a fines del siglo XIX, solían reunirse las grandes figuras de la cultura. Allí también expusieron sus obras por primera vez muchos de los grandes pintores impresionistas. Actualmente esta zona, atravesada por infinidad de pasajes, se caracteriza por sus grandes salas de subastas.
Por último, se encuentra el Passage Verdeau cuya entrada está en el nº 6 de la Grange-Batelière. Aquí se respiran la magia y la poesía de otra época y es el lugar elegido por coleccionistas que se acercan a curiosear las tiendas en busca libros raros, periódicos antiguos, soldados de plomo, o viejas cámaras de fotos.
“... me gustaba echar a andar sin rumbo fijo, sabiendo que en cualquier momento entraría en la zona de las galerías cubiertas, donde cualquier sórdida botica polvorienta me atraía más que los escaparates tendidos a la insolencia de las calles abiertas...”. *
Desde el principio, y con el transcurso del tiempo, los pasajes tuvieron diversas funciones. Sin embargo, su fin último siempre fue resguardar: proteger del barro, los carruajes, la lluvia, el viento y la nieve. Pero mientras la ciudad moderna crecía y se transformaba, la vida avanzaba a pasos agigantados y los pasadizos también debieron evolucionar. Lentamente, estos laberínticos entramados peatonales se convirtieron en una suerte de salvoconducto y en un refugio donde permanecer a salvo de la vertiginosa metrópoli. Si bien han perdido el glamour que los caracterizaba, todavía conservan intacta una perfecta combinación de pasado, enigma y encanto a través de una exquisita atmósfera, por momentos irreal, producto de la suave y armoniosa luminosidad reinante. Inmediatamente después de traspasar el arco de entrada e ingresar a uno de estos recónditos pasadizos el ambiente cambia impetuosamente, el silencio se adueña del entorno y atrás queda el ajetreo citadino. Un esplendor de antaño hace su entrada junto a un París diferente, mezcla de poético, abigarrado e insólito a la vez. Seguramente el mismo París que Cortázar caminó, conoció y plasmó magistralmente en gran cantidad de sus obras.
* Julio Cortázar, “El otro cielo”, en Todos los fuegos el fuego (1966).
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