CUBA: LA HABANA
Vivir por la libre
Para los que buscan conocer la vida cubana desde otro ángulo, la opción es alojarse en casas de familia. Una oportunidad de vivir en un barrio y no en un hotel internacional, compartir vivencias, comer en paladares y bajar drásticamente los costos.
Textos: Hebe Schmidt
Fotos: Fabio Snaider
Por momentos parece una ciudad administrada por un anticuario, poblada de autos de colección prerrevolucionarios a punto de destartalarse y antiguos palacetes que alguna vez fueron habitados por lo más exquisito de la cultura habanera, los caballeros de la aristocracia azucarera y políticos de turno. La infinidad de columnas que emergen de sus derruidos palacios y caserones señoriales, hoy devenidos en pobladísimos solares, fueron la musa inspiradora de Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante. La ciudad de Rita Montaner, Beny Moré y Silvio Rodríguez, genuinos representantes de ritmos afrocaribeños como el son, la salsa, el bolero, el mambo, la guaracha y el danzón, se dispone sin problema alguno como un aparato parlante, capaz de revelar las historias más lejanas y enigmáticas.
Lo cierto es que al paso La Habana encandila. Quizá porque cada uno de sus rincones esté poblado de misterios, nostalgia y encanto. Claro que a esta altura del recorrido, el turista comprende que sólo habrá un modo de sumergirse en la cotidianidad de la ciudad, y no es precisamente mediante el tradicional y aburrido city tour que lo conseguirá.
Muchos buscan, entonces, servicios alternativos a los lujosos e históricos hoteles como el Habana Libre, el Hotel Internacional o El Hotel Presidente en el Vedado. En este caso, las casas de familia que alquilan habitaciones con baño privado –entre U$S 15 y 20 diarios–, o los hoteles temáticos que albergan no más de 12 0 15 habitaciones –U$S 40 diarios promedio, con variantes según la zona– constituyen una buena opción para continuar un viaje que ahora, sí, promete convertirse en una verdadera travesía.
La Habana Vieja es la zona más antigua de la ciudad: atesora quinientos años de mestizaje, sincretismo religioso y cultural. En ella se levantan construcciones coloniales plenamente restauradas y transformadas en museos como El Morro y la Cabaña, el Palacio de los Capitanes Generales y la casa natal de José Martí, el Palacio del Segundo Cabo y el Convento de San Francisco de Asís. Allí, el punto de alojamiento más requerido por los turistas se encuentra en la calle Obispo, poblada de bares y cafés semiabiertos al exterior, con orquestas que hacen tronar una música que invita a entrar. Allí también están los más conocidos restaurantes cubanos: La Bodeguita del Medio, el Floridita –dos lugares visitados asiduamente por Ernest Hemingway–, El Patio y la Zaragozana. Casi llegando al Malecón, en la feria de artesanía de la catedral, conviven diariamente el souvenir y la ideología. Apenas a doscientos metros del lugar, el renovado Hotel Ambos Mundos, que alojó al autor de El viejo y el mar, es otro de los puntos de reunión obligado hacia la media tarde. En su lobby, entre tragos de ron muy añejo y té bien frío, los visitantes tratan de descubrir por qué Hemingway lo amaba.
Otro paseo deslumbrante consiste en internarse una mañana por las deterioradas calles de Centro Habana. Observar la ropa que se agita alocadamente sobre los cansinos balcones y a los habitantes que con cierto dejo de resignación esperan vaya a saber qué. O sencillamente, puede experimentarse la extraña sensación que produce La Habana que vuelve sobre uno omnipresente y nostálgica a la vez.
En La Habana todo es una historia que merece su foto. Viajar –salvo que se opte por un clásico recorrido a bordo de un coche oficial para turistas a tarifa dólar– puede convertirse en un fascinante experimento de campo. Por apenas centavos de peso cubano –menos de cincuenta centavos de dólar- los viejos Rambler, Ford y Oldsmobile de la era republicana, verdaderos símbolos de sobrevivencia devenidos en taxi, recorren perezosamente los distintos barrios. En su interior, las historias de vida con acento local se diluyen en el ritmo de fondo de la salsa que proviene de la reacondicionada radio. El turismo es la nueva fuente de ingresos de la isla y dejó atrás a la economía basada en la caña de azúcar. Desde que esto sucedió, en La Habana todo está prohibido pero tolerado. La ciudad vive en permanente trasgresión de sus propias normas y resulta difícil evitar el contacto con la rutina cubana del mercado negro. Allí puede conseguirse desde un kilo de frescas langostas hasta el más añejo ron por valores impensados. A toda hora, sus vendedores pululan por las calles céntricas detrás de los turistas ofreciéndoles sus productos y servicios como guía o chofer, o intentando acercarlos a sus paladares, una especie de restaurante improvisado en el living de una casa de familia. Curiosamente, en estos lugares, las delicias culinarias típicas de la isla se saborean en forma especial.
En el Vedado, en las calle 23 y L, se encuentra Coppelia, una heladería estatal en la cual sólo pueden tomarse dos gustos de helado que la película Fresa y chocolate hizo popular. Los rostros que se cuentan entre las larguísimas colas para quienes pagan en pesos cubanos, lo mismo que en las guaguas o camellos que ofician de colectivos, son retratados permanentemente por los viajeros como un fenómeno.
A unos 20 minutos de la ciudad se encuentra Miramar, un barrio que cobija lujosas residencias, embajadas y hoteles, en medio de una frondosa vegetación, que puede recorrerse caminando. Aquí está La casa Dos Gardenias, un pequeño restaurante donde famosos artistas cubanos amenizan las noches. A diez minutos más, Las Playas del Este que bordean la costa noroeste de La Habana relucen con arenas blancas y limpias y exhiben infraestructura de la más moderna, a valor dólar.
Cuando cae la tarde y los turistas se cansan del asedio de los vendedores de puros y ron, van a sentarse un rato en El Malecón, un bulevar de casi diez kilómetros de largo bordeado por una muralla de piedra baja que se estrecha contra La Habana y la separa de la inmensidad del Caribe. Hasta allí también llegan quienes sueñan con un amor o con emigrar. Más abajo, saltando el muro, entre las enormes piedras, hay niños que se bañan y hombres que pescan con su mirada clavada en un horizonte que no llega a divisarse.
Entre autos de colección y edificios que el salitre no perdonó, La Habana sobrevive a los embates del tiempo y revela su encanto y misterio a quienes se atreven a mirarla de otra forma.
Subnotas