NOTA DE TAPA
Crónica de una travesía a pie desde el pueblo de Tilcara por los milenarios caminos indígenas que los omaguacas y los incas recorrían con caravanas de llamas cargadas con mercaderías. Hoy, la experiencia se revive en excursiones turísticas guiadas por baqueanos de la zona.
› Por Julián Varsavsky
Además de disfrutar del increíble paisaje jujeño, hacer una travesía en caravana con llamas es revivir la experiencia que, a lo largo de 5 mil años, compartieron las diversas culturas aborígenes que se desarrollaron a lo largo de la Cordillera de los Andes. En la zona de influencia de los omaguacas –colonizados por los incas poco antes de la llegada de los españoles–, los arqueólogos calculan que llegaron a utilizarse alrededor de un millón de llamas como “medio de transporte” para andar por los vastos caminos del Tawantinsuyo.
Entre los drásticos cambios producidos por la conquista española, se destaca la pérdida paulatina de la cultura llamera, tal como ocurrió en el norte de la Argentina, donde prácticamente desapareció en los últimos cuatro siglos. Y si bien la pérdida es ya irreversible, la cría de llamas está resurgiendo de a poco para la producción de lana y carne –en la Puna hay 130 mil llamas– y también por el auge de unas nuevas y originales excursiones turísticas.
El pueblo de Tilcara, en plena Quebrada de Humahuaca, es el punto de partida para una caravana de dos días por los valles montañosos de la zona de Alfarcito. Santos, nuestro guía, se ocupa de los preparativos para la partida: acomodar los costales (alforjas de arpillera) que se cierran cosiéndolos con un punzón, como hacían los aborígenes, donde van las carpas, mesas y sillas. Además hay que atar bien los abrigos y las mochilas para llevar sólo la cámara en las manos, dar de beber a las llamitas el agua suficiente para varios días y colocarles el bozal.
El paso previo a la partida es hacer un “chayaco” junto a una apacheta, cúmulo de piedras donde se alimenta a la Pachamama. Un cuchillo clavado en la tierra abre el vínculo con la Madre Tierra y comienza el breve ritual. Cada uno toma con las dos manos un montoncito de hojas de coca y lo coloca con suavidad en una vasija entre las piedras: “Pachamama, te pedimos permiso para caminar y que tengamos buenos días, la pasemos bien, nos hagamos amigos y que los animales no se lastimen”. Después nos turnamos para dejar caer un chorrito de licor de coca sobre las hojas y luego tomamos un trago dulzón que también sirve para prevenir el apunamiento.
La caminata junto a la caravana de llamas comienza directamente en las calles de Tilcara, donde Santos tiene un corral en el patio de atrás de su casa. En pocos minutos van quedando atrás las últimas casas de adobe desperdigadas en los suburbios de Tilcara y nos internamos en las resecas montañas de los valles tilcareños, siguiendo el cauce del río Huasamayo por unos caminos que antiguamente unían la zona de Humahuaca con la selva de Las Yungas.
Al subir unos metros en la montaña –por pendientes bastante suaves–, comienzan a proliferar los dedos acusadores de los cardones. Son millares de cactus totalmente distintos entre sí, que aportan una cuota de vida mínima en este paisaje árido y de ascética belleza, cuyo mayor atractivo está en los colores fuertes de las laderas y los cielos azulísimos.
A la hora de caminata llegamos hasta una construcción de ladrillos de barro abandonada donde un pequeño arco de varas de acero sobre el camino dice: “Nuestra Señora de la Candelaria”. El armazón de hierro no despierta gran interés, hasta que el guía explica su significado: “Estamos en la primera estación del calvario de Semana Santa que se realiza hasta el Abra de Punta Corral –a 4845 metros–, cuando medio centenar de bandas de sikuris con alrededor de mil músicos suben en procesión por la montaña tocando al unísono. Cada banda lleva sus bombos adelante, platillos, redoblantes y atrás van las cañas. Llegan desde todo Jujuy y las acompañan unas 8 mil personas. Los mayores se regresan en el día y el resto completa la procesión de tres días hasta el Abra de Punta Corral, acampando en el camino”.
La celebración se realiza en homenaje a la Virgen de Copacabana, pero siempre en el marco del sincretismo típico de la zona –se alaba más a la Virgen que al Cristo–, y la costumbre indígena de reverenciar lo sagrado en las alturas, donde siempre han estado las tumbas y los templos de la región andina. De hecho, cada pueblo tiene su “mamita del cerro” y hay una fecha determinada para subir a la montaña.
Con la inimaginable idea de un millar de músicos avanzando por este estrecho y desolado camino, seguimos nuestra silenciosa caminata por unos parajes vacíos que, a partir de ahora, van cobrando una nueva dimensión.
Uno de los momentos más celebrados de la caravana de las llamas es el de la merienda o el almuerzo en algún punto panorámico elegido según el cansancio. En apenas ocho minutos por reloj el guía baja la carga de las alforjas y arma una mesa con cuatro cómodas sillas plegables de lona. Y sobre la mesa aparecen –como por arte de magia– cuatro copas bien frías con vino sauvignon blanc, trozos de queso simbo y azul con galletas, varias manzanas y una docena de alfajorcitos de maicena. El panorama es insuperable y la tranquilidad absoluta, salvo por las llamitas que estiran su largo cuello y olfatean la comida pidiendo su parte del picnic. Pero Santos las arregla con unas bananas.
Unos mates con yerba y hojas de coca alivian la fiaca y emprendemos camino por los terrenos de Alfarcitos, donde a lo lejos se ven los cuadrantes de los andenes de cultivo precolombinos que los omaguacas construían con piedra para protegerlos. Del otro lado de la quebrada, mimetizada con la tierra, una escuelita de adobe se levanta solitaria en medio de la nada, a donde llegan todos los días unos veinte alumnos caminando unas cuatro horas en total entre ida y vuelta. Por supuesto, en la zona no hay caminos ni vehículos, así que la única forma de llegar a la “civilización” –léase, agua corriente, hospital, una bodega– es caminando una jornada al rayo del sol. En los valles tilcareños viven desperdigados unos 600 pobladores que plantan distintos tipos de papa y maíz, y tienen algo de ganado. Y aunque los rasgos quisieran decir otra cosa, ellos se consideran gauchos criollos en lugar de kollas.
Las llamas de la caravana se llaman Ñaui, Pampa, Puka, Churito, Sarumán, Aparente y Yana, éste último un llamito negro de un año que anda suelto, siguiendo y adelantándose a las demás. Por lo general, las llamas van con bozales que sirven para atarlas entre sí en dos grupos, cada uno de ellos llevado por una persona con una soga de lana de llama en la mano, como quien lleva un perrito por la calle. Pero las llamas son todavía más obedientes que un perro, e incluso se las puede soltar y no se escapan más que unos metros.
El único “problema” con las llamas es que, cuando se molestan, comienzan a los escupitajos. A las personas es muy difícil que las vayan a escupir, pero entre ellas es muy común que “discutan” de esa manera. El guía describe esas peleas: “Ellas van en fila hasta que, de repente, una comienza a percibir que la otra la molesta; entonces gira el cuello por completo y lanza un ruidoso escupitajo que hace mucho más ruido de lo que moja. La otra entonces le responde, y así comienza una guerra intermitente que me obliga a separarlas. La solución es cambiarlas de lugar en la fila, colocando a otra en el medio. Por lo general hay un orden preestablecido de ubicación: yo sé que a Aparente le gusta ir atrás en la fila, pero si se pelea lo tengo que cambiar. La escupida significa concretamente ‘no me jodas... este pastito es mío, correte’”.
Más adelante en la travesía, se dio otra situación curiosa cuando a lo lejos apareció un grupo de turistas a caballo que se acercaban hacia nosotros. Resulta que los caballos –desacostumbrados a las llamas– les tienen miedo a los camélidos y pueden tumbar al jinete por el susto. Por eso tuvimos que sacar del camino a las obedientes llamas y subirlas un poco en la montaña, poniéndolas incluso de espaldas a los caballos, que así y todo se retobaban un poco al pasar.
Según los arqueólogos, aquí podría estar una de las explicaciones del abandono tan notable de la cultura llamera en la zona. Los españoles andaban a caballo armados con sus arcabuces, y un simple kolla con cinco llamas lo podía tumbar incluso sin querer. El caballo y la mula son más fuertes que la llama, por supuesto, y pueden llevar personas encima, así que son mucho más útiles. Pero así y todo no se explica cabalmente por qué la llama desapareció como animal de carga luego de cinco mil años de uso constante.
La otra gran duda histórica es si, originalmente, las caravanas iban con las llamas atadas entre sí o las llevaban sueltas. Las llamas son gregarias, es decir que se mueven en grupo y una vez amansadas son muy sumisas y no rechazan al hombre. En muchas pinturas rupestres se las ve atadas, pero eso no significa necesariamente que anduvieran así, ya que la imagen podría tener algún sentido simbólico, sólo para el dibujo. Cuando llegan los españoles –según se comprueba en los documentos de la época–, las caravanas avanzaban ya sin sogas ni bozal.
Al atardecer ya es hora de ir armando las carpas y elegimos un corral de piedra para tener un buen reparto contra el viento. El equipamiento incluye por supuesto un calentador para la comida, faroles a gas, linternas y provisiones: una necesaria sopa para el frío, chocolate en barra y un vino tinto cabernet. Las llamas duermen en el corral con nosotros y por la noche se las oye caminar por los alrededores de la carpa, bajo un cielo límpido a la perfección, tanto como el del día. La desolación estrellada que rodeaba las carpas fue definida con exactitud por uno de los integrantes del grupo: “Este es el mejor hotel de la tierra”.
A la mañana siguiente encendimos una fogata para entrar en calor, pero al salir el sol ya todo el mundo estaba otra vez en remera por la gran amplitud térmica del lugar. Luego del desayuno visitamos la casa de Isidro Martínez, un hombre de 68 años nacido entre los cerros, igual que sus padres y sus abuelos. Don Martínez vive con su esposa y uno de sus hijos en una casa construida por él mismo, con ladrillos de adobe fabricados también por él mismo, y colocados uno sobre el otro sin otro pegamento que el barro. La poca energía que necesita para las lamparitas la obtiene con un panel solar, aunque mucho no las usa porque se acuesta con el sol. El agua la obtiene de una acequia cercana y todos los alimentos que consume son los que produce: papas, arvejas, cebolla, acelga y maíz. Además tiene algunas cabras, vacas y caballos, y aparentemente no necesita nada más. Con su radio le alcanza para saber del mundo exterior y se lo ve bastante feliz. Los Martínez son, a simple vista, una familia autosuficiente.
Por la tarde recorrimos unos andenes de cultivo prehispánicos y luego del almuerzo emprendimos el regreso a Tilcara. Al bajar por los senderos las charlas inevitablemente derivan en el comportamiento de las llamas y uno se entera, por ejemplo, de que todos nuestros acompañantes son machos castrados para disminuir la conflictividad. Resulta que el orden social de las llamas se basa en harenes de 20 a 30 hembras que pertenecen a un macho dominante. Así se movían por las montañas cuando vivían en libertad –hoy todas las llamas tienen dueño–, con un grupo de solteros siguiéndolas a la espera de una oportunidad para destronar al macho. Por lo general algún soltero acechaba al grupo en un lugar propicio con buen pasto verde, y encaraba al macho enfrentándolo a escupitajos, con saltos y carreras, y también golpes que a veces los lastimaban. Y si la operación era exitosa, el reemplazado volvía con el grupo de los solteros a rehabilitarse y esperar una nueva oportunidad. En medio de la explicación, Gandalf se dio vuelta de repente y echando las orejas hacia atrás midió el disparo y le descerrajó un escupitajo en la cara a Sarumán. Pero no fue una hembra la razón de la disputa sino una rencilla mucho menor, referida sin duda a la ubicación dentro de la fila. Así de curioso es el universo de las llamas, con una historia que uno no se podría imaginar, y que por suerte se resiste a desaparecer.
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