TAIWAN > EL MUSEO NACIONAL DEL PALACIO EN TAIPEI
› Por Julián Varsavsky
La historia de la colección de objetos de arte del Museo Nacional del Palacio fue de lo más agitada. Su origen se remonta a la dinastía Sung (960-1279), cuando el emperador Dai Cong comenzó a enviar emisarios por todo el reino para adquirir o confiscar pinturas, cerámicas, bronces, jades, rollos caligráficos, tallas en madera y libros antiguos. Las siguientes dinastías continuaron con la tradición coleccionista de tesoros que se fueron acumulando en diferentes palacios de las ciudades de Nanjing y Beijing. Hasta que, finalmente en 1406, el emperador Yong Le de la dinastía Ming ordenó levantar “el palacio más maravilloso que hubiera existido y que existiría jamás sobre la tierra”. Así surgió la Ciudad Prohibida, “el centro del universo”, que entre otras cosas albergó durante 500 años la fabulosa colección artística para el exclusivo disfrute del emperador, la emperatriz y algunas consortes de turno.
Cuando en 1924 el último emperador Puyi abandonó sin gloria la Ciudad Prohibida –ya declarada la República de China–, las puertas de la residencia real amurallada se abrieron a los ciudadanos comunes y surgió a la luz la gran colección de los emperadores.
En septiembre de 1931 los japoneses ocupan Manchuria. Para evitar el saqueo de los tesoros, la colección es enviada a un depósito en Shanghai. Siete años más tarde, justo antes de la invasión japonesa a Beijing y Shanghai, nuevamente los tesoros son trasladados, esta vez a Nanjing. Pero como la guerra avanzaba por todo el país, se embaló la colección en 10 mil cajas de madera y se la despachó por tren a Chengdú, entonces capital de la república. Cuando las bombas japonesas también cayeron sobre Chengdú, en 1939 se decidió enviar el preciado tesoro al remoto pueblito de Emei, y por último se lo ocultó en un barco fondeado en el río Yangtze.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la colección se abrió al público en 1947 en la ciudad de Nanjing. Aunque aquí no terminó la peregrinación del tesoro, ya que la reanudación de la guerra civil china también involucraba la posesión de estas piezas de arte, un símbolo muy preciado de la China milenaria. Cuando en enero de 1949 las tropas maoístas avanzaron victoriosas desde el norte hacia el sur del país, el ejército nacionalista de Chiang Kai Shek embarcó los tesoros hacia el puerto de Keelung en Taiwan, isla de Formosa.
En un principio se mantuvo todo almacenado y a buen resguardo en unos túneles en Taipei, ya que los nacionalistas pensaban regresar a China en un lapso de dos años, que luego se extendería a cinco y más tarde a una década. Hasta que en 1965, cuando el retorno era a las claras imposible, se decidió crear el Museo Nacional del Palacio en las afueras de Taipei. China continental, por supuesto, reclamó los tesoros. Y desde el otro lado del Mar de China les respondieron que, si no fuese por ellos, las piezas de arte no habrían sobrevivido al embate de la Revolución Cultural contra toda antigüedad que remitiera al anterior “Estado burgués”.
El pasado mes de diciembre de 2006, el edificio de estilo chino clásico del Museo Nacional del Palacio en Taipei fue reabierto luego de tres años de remodelaciones. Sus vitrinas y depósitos albergan más de 600 mil piezas, la mayoría muy pequeñas, una muestra a escala de la inabarcable historia de la cultura china (alrededor de 4000 años). De ellas, “apenas” están en exhibición unas 15 mil piezas, gran parte de las cuales rotan todo el tiempo. Las piezas de jade, una roca que ha sido venerada desde el tiempo de las primeras dinastías chinas, están entre las más admiradas del museo. Ya al final del período neolítico en China –entre 4 mil y 7 mil años atrás–, los gobernantes encargaban piezas de jade a hábiles artesanos. En la estratificación social de la antigua China, la posición de un individuo estaba determinada por su nivel de percepción de las cosas en asociación con lo sobrenatural. En la escala más alta se encontraba entonces el emperador, quien trataba directamente con los dioses, de quienes era su “hijo en la tierra”. En los sitios de adoración y rezo –tanto del emperador como de la gente común–, los objetos de jade asumían un significado metafísico y formaban parte integral de las ceremonias. Los pendientes de jade eran muy populares a todo nivel social –con las variaciones del caso según las escalas sociales–, alcanzando un gran nivel de sofisticación. Algunos intelectuales confucianos incluso hacían comparaciones entre los hombres virtuosos y el jade. Y los miembros de la dinastía Han –206 al 220 a.C.– rellenaban a sus muertos con jade.
Los jades más llamativos de la exposición –por su gran tamaño– son los de la corte de la dinastía Ching (1662-1795), con elegantes diseños de dragones, el emblema principal del poder infinito del emperador. Otro, es una curiosa cabeza de repollo hecha en jade, con dos insectos posados encima, para la que se utilizaron las variaciones naturales de color de la piedra, con una nivel de destreza asombroso. Y entre los más antiguos están unos discos perforados de jade que datan de segundo y tercer milenio antes de Cristo.
Los célebres pintores de paisajes chinos del medioevo creaban sus obras con fines mucho más sublimes que decorar las paredes de un palacio. Aquellos cuadros rectangulares pintados sobre seda, que se guardaban enrollados en estuches de madera, eran desplegados en los momentos de calma e intimidad absolutas, como si abrieran un libro de poesía. Su contemplación era el punto de partida para sumirse en la meditación interior, la misma que impulsaba al artista a pasarse horas admirando un paisaje que luego reproducía al volver a su casa. Con frecuencia el pintor añadía unas líneas poéticas que reflejaban su dominio del arte de la caligrafía china. En aquellos cuadros de perspectiva bidimensional abundan unas extrañas montañas de punta roma emergiendo entre las nubes y estrechos sampanes de bambú surcando un río sin dejar estela. En la lejanía, entre los pinos y las cañadas de bambú, una inalcanzable pagoda roja de cinco pisos corona un cerro cubierto por la vegetación. Estos cuadros enrollables donde la pintura se mezcla sutilmente con caligrafía son quizá las piezas artísticas más originales del museo.
La exposición emblemática del arte de la caligrafía china en el museo es la de Mi Fu (1051-1107 d.C.) quien fue aceptado como artista de la corte de los Sung del norte, gracias a sus dotes como poeta, pintor y sobre todo, calígrafo.
La historia de la cerámica Ju Ware es breve e inusual. Las piezas se hicieron en un lapso de 20 años, al final del siglo XIII, en la corte de la dinastía Song del norte. Sólo 30 de las únicas 70 originales sobrevivieron al paso del tiempo y actualmente forman parte de la colección del Museo Nacional del Palacio. Además de la perfección de su forma, se caracterizan por un color muy especial, similar a cierto tipo de jades muy antiguos, llamado celadong, una inusual mezcla de azul, zafiro, blanco de luna y turquesa. El secreto de su producción murió con el que habría sido su único creador, y nunca se pudo volver a repetir un material de esa calidad, a pesar de que varias universidades del mundo han estudiado microscópicamente esta cerámica.
Una de las piezas más valiosas es la monumental enciclopedia que perteneció a la biblioteca de la Ciudad Prohibida de Beijing. Se trata de la única copia que llegó hasta nuestros días de los siete ejemplares que se hicieron de una enciclopedia legendaria conocida como Siku Quanshu. Por sus 36.000 volúmenes podría decirse que era una biblioteca, pero por el método de compilación que se utilizó y por la clasificación en cuatro ramas del conocimiento, lo correcto es afirmar que era una enciclopedia general que recopiló 5 mil años de cultura china; la enciclopedia más vasta jamás escrita. Quien ordenó su creación fue el emperador Qianlung. En ella trabajaron 300 intelectuales y unos 4000 calígrafos hicieron siete copias idénticas de los 36.000 volúmenes finales. La enciclopedia fue realizada entre los años 1773 y 1782 e incluye estudios de historia, filosofía, matemáticas, arte, economía y ciencias exactas. Pretendió ser, a la manera del Fausto, la memoria artística, científica, filosófica y religiosa de la milenaria cultura china. Y como era de imaginar, sus incontables hojas albergaron sólo una mínima parte.
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