SALTA > EL MUSEO ARQUEOLóGICO DE ALTA MONTAñA
En 1999, una expedición arqueológica subió a la cima del volcán Llullaillaco, donde descansaban desde hacía 500 años tres momias incas de niños sacrificados al sol. El frío y la nieve los conservaron en un estado asombroso, y desde el mes pasado se los exhibe junto con su ajuar en las vitrinas del MAAM.
› Por Julián Varsavsky
La imagen despierta sensaciones encontradas. Los niños están acurrucaditos, como descansando, en la misma posición en que los durmieron con chicha hace unos 500 años en lo alto del volcán Llullaillaco. Estaban a 6730 metros, en el oeste de la provincia de Salta. Y todavía hoy –-detrás de una vitrina recién inaugurada–, mantienen las finas trenzas de pelo que parecen de ayer, la cabeza junto a las rodillas flexionadas con el rostro semioculto entre los brazos cruzados, y están envueltos en su allacoya (el manto). Murieron por congelamiento cuando ya estaban dormidos, como paso previo al sacrificio del ritual de la capacocha.
Los tres niños del Llullaillaco probablemente pertenecían a familias de la elite inca que gobernaba las cuatro provincias del Tawantinsuyo, cuya parte más austral –el Kollasuyo– incluía la actual provincia de Salta. Fueron elegidos por sus rasgos únicos de belleza, que los hacia aptos para el paso hacia la otra vida –y no a la muerte–, donde entraban en contacto con los dioses llevándoles un mensaje terrenal. No morían sino que se reunían con los antepasados y observaban todo desde la cumbre de las montañas.
Como la vida de estos niños “continuaba” en otro plano, los clérigos que los condujeron hasta lo alto del volcán les colocaron alrededor un completo ajuar funerario compuesto por un millar de objetos, un excepcional tesoro en perfecto estado de conservación que se exhibe en el museo junto con alguna de las tres momias, que se van alternando en la exposición.
La ceremonia del capacocha se llevaba a cabo en pequeños adoratorios de piedra construidos en lo alto de una montaña. A lo largo de la cordillera de los Andes hay unas doscientas montañas con restos arqueológicos de altura encontrados hasta el momento, muchos de ellos relacionados con esta ceremonia. Y de todos ellos los del volcán Llullaillaco son los más altos encontrados hasta ahora. Se los descubrió en 1952, cuando una expedición del Club Andino Chile hizo una ascensión deportiva. Más adelante hubo otras expediciones hasta que, en la década del ochenta, el arqueólogo norteamericano Johan Reinhard estudió todos los sitios del volcán. Y en 1999 este mismo investigador organizó la expedición que bajó del cerro a los ya famosos a nivel mundial “Niños del Llullaillaco”, en el marco de una polémica con las comunidades locales que se consideran descendientes de los pobladores originarios de la zona, y que se opusieron a lo que ellos llaman “una profanación de sus lugares sagrados”.
Desde mediados del siglo XV hasta 1532, cuando los conquistadores españoles llegaron a Perú, gran parte del Noroeste y centro Oeste del actual territorio argentino fue incorporada al estado inca, gobernado entonces por Pachacuti, el Noveno Inca. Era el Kollasuyo, una de las cuatro provincias del Tawantinsuyo, cuya capital sagrada era el Cuzco.
El estado inca les impuso a los conquistados un sistema de pago de tributos así como la lengua quechua, controlando también los recursos naturales y la producción agrícola, ganadera y minera. Y el eje de este flujo político y económico fue una compleja red de caminos construidos principalmente por los conquistados, que de esa forma pagaban el tributo al Estado con trabajo.
Uno de los rituales más importantes en el calendario religioso del mundo andino –que giraba en torno de la naturaleza y la fertilidad– fue la capacocha, que se realizaba en el mes dedicado a la cosecha a lo largo de todo el Tawantinsuyu. El inca, como autoridad, decidía cuándo debía hacerse. Entonces se difundía la noticia a través de los corredores o chaskis por la vasta red de caminos.
Desde las provincias del estado inca se enviaban uno o más niños al Cuzco y se los reunía en la plaza principal ante las imágenes de Viracocha (dios de la creación), el Sol, el Trueno y la Luna. Allí los sacerdotes efectuaban sacrificios de algunos animales y después, junto al inca, oficiaban matrimonios simbólicos entre las criaturas de ambos sexos, que debían dar dos vueltas a la plaza alrededor del ushnu, una construcción que representaba el centro simbólico del mundo inca.
Luego de la celebración, los niños, sacerdotes y acompañantes regresaban a su lugar de origen, pero no lo hacían por el camino real, sino en línea recta, salvando todo tipo de obstáculos del terreno. La peregrinación podía durar semanas e incluso meses, y al llegar eran aclamados públicamente.
Entonces el séquito iba al lugar donde se realizaría la ofrenda, las criaturas eran vestidas con las mejores ropas, les daban de beber chicha y una vez dormidas eran depositadas en un pozo bajo la tierra, junto a un rico ajuar. En el caso de los niños del Llullaillaco, se desconoce el momento exacto en que se realizó la ceremonia, pero se deduce que fue en algún momento entre comienzos del 1400 –cuando los incas llegaron a la zona– y el año 1532, cuando el imperio se desmembró por la conquista española.
Durante la ceremonia de la capacocha se realizaba el matrimonio ritual de los niños con el fin de reforzar los lazos sociales en un territorio tan extenso y diverso. La hija del jefe de un poblado se “casaba” con el hijo de otro, de manera que ambas aldeas quedaban emparentadas y unidas a través de la intervención del inca. Este matrimonio simulado era acompañado con objetos en miniatura fabricados en oro, plata y concha marina, formados por figurillas de animales, seres humanos y pequeños juegos de vajillas, que acompañarían después a los niños en los entierros. La ofrenda de las criaturas establecía una relación entre el rey mortal y su imperio terrenal, entre el inca y el jefe de una aldea y entre el centro del Tawantinsuyo y su periferia.
De los tres niños del Llullaillaco, sólo uno era varón. El niño, de unos siete años, estaba sentado sobre una túnica o uncu de color gris, con las piernas flexionadas y el rostro apoyado sobre las rodillas. Como todos los hombres de la élite incaica, llevaba el cabello corto y un adorno de plumas blancas, sostenido por una honda de lana enrollada alrededor de la cabeza. A un costado del cuerpo tenía depositadas dos estatuillas de concha marina, una humana vestida con ropa tejida y un penacho de plumas amarillas, y la otra con forma de camélido. Frente al niño había dos sandalias de cuero, una bolsa o chuspa tejida con lana de varios colores, dos hondas de lana, una bolsita de piel de animal con cabellos y uñas en su interior, y otra de lana forrada con plumas blancas con hojas de coca. Todos estos objetos, junto con una larga serie de estatuillas que integraban el ajuar, forman parte de la exposición.
Una de las dos niñas del Llullaillaco tenía poco más de seis años, y se la encontró quemada por un rayo. Aun hoy está sentada con las piernas flexionadas, las manitos semiabiertas apoyadas sobre los muslos y el rostro en alto. Lleva puesto un vestido o acsu de color marrón claro ajustado en la cintura con una faja multicolor. Además está cubierta por un manto o lliclla de color marrón sostenido por un prendedor o tupu de plata colocado a la altura del pecho. Su cabello lacio está peinado con dos trenzas pequeñas que nacen en la frente, y lleva como adorno una placa de metal. Sus ojos están cerrados y la boca semiabierta, y como sinónimo de belleza y jerarquía su cráneo fue modificado intencionalmente para darle una forma cónica.
El tercer niño del Llullaillaco corresponde a una adolescente de unos quince años que se encontró sentada con las piernas flexionadas y cruzadas, los brazos apoyados sobre el vientre. Tiene un vestido de color marrón claro ajustado en la cintura por una faja con dibujos geométricos. Y sobre sus hombros lleva un manto color gris con guardas rojas, sostenido por un prendedor de plata a la altura del tórax. Su largo cabello está peinado con pequeñas trenzas, y su rostro fue pintado con un pigmento rojo.
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