ITALIA EN LA REGIóN DE LA TOSCANA
Al sur de la Toscana, y como en muchos otros lugares de Italia, una ciudad medieval se encarama en lo alto de una meseta en capas superpuestas de piedra y ladrillos, rocas y casas. Se llama Pitigliano y fue un centro importante de la mítica civilización etrusca, uno de cuyos dioses principales era Fufluns, el dios del Vino. Un paseo por la ciudad y una visita a las cuevas-bodegas donde sus habitantes preservan la antiquísima cultura del vino.
Pitigliano aparece de golpe;
nada hace presentir la visión y por eso el impacto es total. Pasamos
una curva, y allí en lo alto una ciudad encaramada al abismo como un
hongo, una excrecencia de la tierra, compartiendo su color, su textura porosa,
su disposición. Inexpugnable, ella misma una muralla. Y a la vez precaria,
corroída por el tiempo y los elementos como una esfinge de arena, a punto
de desmoronarse en el barranco en cualquier momento. Por un segundo la mente
proyecta un espejismo de Jaipur, esa fabulosa ciudad-fortaleza en Rajasthán,
India.
Los rasgos nítidamente medievales y europeos de Pitigliano no dejan de
permear un aire extranjero, exótico, que no puede definirse con precisión
hasta que escuchamos cómo se apodaba esta ciudad en el siglo XVI: la
“Piccola Jerusalemme”.
La leyenda de Petilio
y Ciliano La historia de Pitigliano puede leerse en sus piedras como en
un palimpsesto. En los muros naturales de la meseta donde se levanta la ciudad
pueden verse agujeros, cuevas que estaban habitadas en el neolítico.
Algunas de las casas incorporaron estas cuevas y las transformaron en depósito
de herramientas o garajes. También fue un centro importante durante la
edad de oro de la Etruria, esa mítica civilización de temperamento
dionisíaco que ocupó el centro de Italia desde el siglo XVIII
a.C. hasta la supremacía de los romanos, un par de siglos antes de Cristo.
A los tiempos romanos puede remontarse el nombre Pitigliano. Siguiendo la tradición
de Roma, la leyenda dice que Petilio y Ciliano eran dos hermanos que robaron
la corona de oro de una estatua de Júpiter que estaba en Campidoglio,
y fueron a refugiarse al espolón rocoso donde más tarde se fundó
la ciudad. Durante la Edad Media estuvo bajo el dominio de los condes Aldobrandescos
y luego bajo el Gran Ducado de Toscana, hasta que en 1860 el pueblo de Pitigliano
se adhirió al Reino de Italia. Entre los siglos XVI y XIX se estableció
una importante comunidad judía, que incluso tuvo su impronta en la arquitectura
medieval. El barrio más pintoresco de la ciudad es el antiguo ghetto,
y existe allí una sinagoga del siglo XVI y un cementerio.
El “mediceo”
de piedra Trepar la “mesa” natural adonde se apoya la ciudad no
es tan difícil como parece. Lo primero que nos sale al paso es una especie
de puente de piedra que cruza las alturas de la ciudad, sostenido por una hilera
de trece arcos colosales que se apoyan en el fondo del barranco. Está
imbricado, unido, sin que sea posible separarlo, a los edificios contiguos;
así parece ser todo en esta ciudad. La piedra y las casas crecen una
sobre otra y junto a otra; la tierra se hace ladrillo, vuelve a ser muro natural
en el barranco, una casa y su vecina como dos rizomas de la misma planta. El
“puente” resulta ser un acueducto, el “mediceo”, construido
en 1545 cuando Pitigliano estaba bajo la protección de Cózimo
de Medici, Señor de Florencia. El agua, que proviene de un manantial
situado a 7 kilómetros, termina en una gran fuente de cara al panorama
del valle.
Subimos por un caminito peatonal escalonado y entramos a la ciudad por la Porta
di Sotto, un collage irregular de piedras de diferentes épocas, colores
y tamaños, amalgamada con los frentes de las viejas casas que contornan
la escalinata retorcida. Nos dicen que acá todavía existen muros
hechos con grandes cubos de piedra superpuestos “a seco” (sin cementos),
según una técnica etrusca del siglo V a.C.
Cuevas y bodegas
Nos recibe Martino, un torinés amante de los vinos que se radicó
aquí. Pasamos a su casa, y nos dice “vamos a la cantina” (el
sótano). Para nuestra sorpresa el sótano no está dentro
de la casa sino que hay que salir a la calle, caminar una media cuadra, y de
la vereda de enfrente Martino abre un pesado portón de madera bajo un
arco de piedra. Adentro es... una cueva. Después de un rellano bastante
amplio, una escalera esculpida en la piedra nos lleva a un nivel inferior. Es
un lugar fascinante, silencioso, fresco. Allí Martino estaciona sus barriles
de vino. “Estas cuevas ya estaban desde siempre”, cuenta. “No
se sabe si las hicieron en la Edad de Piedra, o los etruscos, o en el Medioevo,
probablemente las hay de todas las épocas. Ahora la gente las usa como
bodegas, para estacionar el vino, porque son perfectas. A lo largo de todo el
año, verano o invierno, mantienen siempre el mismo nivel de humedad,
y 7C de temperatura. En verano casi vivimos acá, comemos acá,
hacemos fiestas.” Nos señala una mesa de madera rodeada de sillas.
Luego nos muestra en un costado un pozo circular profundo, cubierto con un vidrio.
Abajo, una lamparita permite ver un cúmulo de vasijas de cerámica.
“Cuando compré esta cantina sabía que antes, a principios
de siglo, había sido una trattoría. Pero después descubrí
que mucho antes, tal vez en la Edad Media, era una cocería (un taller
donde se fabricaban y cocían objetos de cerámica). Al limpiar
para hacer la bodega encontré todos esos cacharros. Y tal vez antes era
una tumba etrusca, quién sabe.”
Martino baja al subsuelo y entre tanques donde apenas comienza a fermentar una
uva blanca, trae dos botellas, una de vino blanco y una de vino tinto. Probamos
de los dos, son frescos y suaves, buenísimos. “Este es un vino casero,
como todos los que hace la gente por acá. No podemos venderlos en comercios,
pero a veces salimos a la calle y en un puestito informal pronto nos compran
todo.” Martino aclara que como no están pasteurizados, estos vinos
no pueden transportarse. “Son para tomar acá mismo”, inseparables
de la tierra que los produjo.
Enjambre medieval Salimos
a recorrer. Como ya notamos, parece haber diferentes estratos de ciudad, y también
cada edificio, fuerte, palacio e iglesia tiene una superposición de transformaciones
que hace ilegible la estructura original. Por ejemplo, en el subsuelo del Bar
Italia están los restos de la inglesia de San Francisco, del siglo XIV,
que conserva algunos frescos.
Lo más interesante, más que los palacios y fuertes individuales,
es la estructura, como un todo orgánico y compacto, del “barrio”
residencial medieval. Se organiza a lo largo de tres calles principales casi
paralelas, cruzadas por pasajes estrechos que terminan sobre los precipicios
laterales, como balcones. Parecería que las casas, las fuentes, las escaleras,
los arcos hubieran evolucionado por superposiciones sucesivas, sin orden aparente,
solo siguiendo criterios de necesidad o de uso, como hiedras o musgo. Las casas
antiguas del ghetto sobre todo tienen el aire espontáneo de un crecimiento
vegetal, adaptativo, en donde nuevas exigencias abrieron nuevas puertas y ventanas,
o elevaron la altura del piso, colmando al límite de lo posible cada
espacio libre. Pequeños patios internos, puentes aéreos entre
casas, sótanos o establos para el burro, el verdadero protagonista de
la historia económica pitiglianense. La única materia de construcción
es esa piedra increíble: su textura de roca volcánica, muy porosa,
cambia de color según el ángulo de la luz, en tonos que van del
gris al ocre al amarillo al naranja. En algunos puntos también es posible
visitar las galerías subterráneas; abajo se conservan implementos
antiguos para preparar el vino, el aceite de oliva, y telares.
Seguimos hacia el Palazzo Orsini, sede del Museo Diocesano de Arte Sacra, que
guarda obras de la Escuela de Siena y de la Escuela Romana. En el Fuerte Orsini
está el Museo Arqueológico, donde se exhiben piezas etruscas y
pre-etruscas de las necrópolis de Vulci.
Pronto llegamos a una plaza-balcón. Frente a nosotros, del otro lado
del barranco, se extiende el bosque y las montañas. Pueden verse los
huertos y las viñas. Martino nos señala un punto donde tiene su
huerto. Allí está construyendo, en dos o tres cuevas-tumba que
encontró en el terreno, una especie de taller rupestre con posibilidad
de pernoctamento. Una casita rústica en tres cuevas interconectadas.
Vino y viñas etruscas Por la tarde del día siguiente, cuando
ya secó el rocío, vamos a conocer la pequeña viña
de Martino. La uva es blanca, minúscula y dulcísima, de nombre
Trebbiano toscano. Es la misma uva que se utiliza, junto con algo de otras variedades
(Malvasia Blanca toscana y Grechetto), para producir el Bianco di Pitigliano.
Este vino, de fama internacional, es un blanco fresco que se bebe joven, y tiene
el sello DOC (denominazione di origine controllata).
Los etruscos fueron unos de los primeros pueblos en adquirir las técnicas
para producir el vino, que transmitieron a los pueblos celtas y romanos. Así,
las variedades Malvasia, Procánica y Ansónica, cultivadas en la
actualidad en Toscana, descienden directamente de la uva etrusca. Tan importante
era el vino en esta civilización que uno de los dioses principales del
panteón etrusco es Fufluns, el dios del Vino.
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