TIERRA DEL FUEGO > USHUAIA Y SUS ALREDEDORES
Ushuaia, sus bosques y rutas del fin del mundo están en plena temporada. Un estallido de colores, en la larga noche austral, para la ciudad que es “punta de riel” de la Argentina continental.
› Por Graciela Cutuli
Sólo llegar a Ushuaia –por no hablar de todo lo que viene después– ya tiene cierto sabor a aventura. Incluso para los habitantes del sur del mundo, este “sur del sur” es un misterio, con un nombre que promete un viaje iniciático a los misterios de la Patagonia. Y como los extremos se tocan, no es raro que el viajero del norte encuentre alguna similitud entre Ushuaia, empezando por su aeropuerto, y los aeropuertos y ciudades escandinavas...
Al menos para quien llega de una gran urbe, el aire es el primer contraste: es tan puro que hasta tiene perfume, el viento se lleva los pormenores de más de tres horas pasadas en el avión, y el paisaje se abre de repente frente al viajero como un gran libro de imágenes. Las agudas cumbres hacen relucir sus puntas blancas bajo el sol, y el rojo de las faldas montañosas cubiertas de lengas es la primera fiesta para los ojos. Del otro lado de la bahía, Ushuaia se apresta a recibir a los pasajeros: capital del fin del mundo, hace soñar quien le gusten los mapas. La ciudad que mira hacia la Antártida. Una ciudad alegre, dinámica, cosmopolita, con un centro intensamente animado, y museos donde se recuerda una historia breve pero intensa, la de la última colonización de los occidentales.
Para muchos visitantes en su primer arribo –argentinos y extranjeros– puede ser una sorpresa encontrarse con una ciudad tan grande y moderna. Menos moldeada que Punta Arenas por la aristocracia ganadera, y sin el triste aislamiento de la pequeña Puerto Argentino, Ushuaia es toda vida. A las cinco de la tarde, la calle San Martín es un vaivén constante de vehículos y peatones que animan los locales y los bares del centro, mezclándose con turistas procedentes de todos los horizontes. En pocas cuadras, se oyen decenas de idiomas. La primera impresión es que Ushuaia supo dejar de lado su ubicación remota para abrirse al mundo con sorprendente vitalidad, modernizándose radicalmente y asumiendo con profesionalismo su papel turístico. Todo depende de los tiempos de cada uno: pero si lo hay, se puede ocupar más de una semana en actividades variadas y propuestas que combinan naturaleza, historia, navegaciones, cabalgatas o turismo cultural.
Todo turista que se precie debe, además, sacarse una foto junto al cartel ubicado en la plaza frente al muelle desde donde salen las navegaciones por el Canal de Beagle, que indica las distancias hasta Buenos Aires y La Quiaca. Más de 3000 kilómetros sólo hasta Buenos Aires... la distancia es, y parece también, enorme. Y si causa esta impresión a un porteño, ni hablar de lo que significa para los viajeros, cada vez más numerosos, que llegan desde el Hemisferio Norte.
Cerca del cartel se encuentra una pequeña plaza que funciona como paseo artesanal: aquí hay recuerdos con maderas locales, con llao llao, y también operadores turísticos que ofrecen explorar el Canal de Beagle en catamarán o en pequeños pesqueros. En esta zona portuaria se instaló la Oficina Antártica, donde se puede conseguir información sobre el continente blanco y pedir la lista de todos los barcos que lo visitan durante los meses de verano. Además, hay exposiciones regulares de fotos. Hay que recordar que la Península Antártica está más cerca de Ushuaia que de Buenos Aires, y el Polo Sur se encuentra a “sólo” 3926 kilómetros...
Entre los paseos por la ciudad, no es menor el atractivo que ejerce el Museo del Presidio, que se combina con el Museo Marítimo (ambos están instalados en los edificios de la ex penitenciaría). Aquí se pasa de la historia de los barcos que exploraron y abastecieron antaño Tierra del Fuego y el Atlántico Sur, a los personajes que forjaron la vida cotidiana de una de las cárceles más duras del mundo. Construida sobre el modelo de la cárcel británica de Port Arthur (Tasmania), o la francesa de Cayena (Guyana), el presidio de Ushuaia era el lugar donde tanto los guardiacárceles como la naturaleza se encargaban de vigilar a los asesinos alejados por la sociedad, aunque también albergó detenidos políticos y reincidentes comunes. Algunos de los presos más famosos están representados en sus celdas por maniquíes de cera, y también se encuentran sorpresivamente en un mural pintado en la fachada de la oficina de correos del centro de la ciudad.
Después de las celdas del presidio, hay que visitar en los patios exteriores la réplica del Faro del Fin del Mundo, construido en el siglo XIX en la Isla de los Estados (y de visos literarios, ya que fue protagonista de una novela de Julio Verne). Desde la oficina de correos que funciona aquí, se pueden mandar postales con el sello del museo, un lindo recuerdo para enviarse incluso a la propia casa.
Visitar Tierra del Fuego es también un pasaporte hacia la antigua historia de esta región, hábitat de los indios yámanas. Es difícil imaginar condiciones de vida más duras que las de esta etnia que pobló el extremo sur del continente, Tierra del Fuego y el Beagle, y de la que sólo quedan algunos testimonios para recorrer su historia. En el Museo Yámana hay maquetas tridimensionales que reproducen escenas de la vida cotidiana de este pueblo indígena, y también pueden verse objetos y fotografías en el Museo del Fin del Mundo, que se amplió notablemente en los últimos años. Allí se presenta una interesante colección de aves fueguinas embalsamadas, además de una sala que reproduce un almacén de la ciudad a principios de siglo XX. En los jardines exteriores del Museo se reprodujeron chozas yámanas, con maniquíes en posturas de tareas cotidianas, y se exhiben también algunos objetos de madera de la vida de los primeros colonos. Luego, para completar el vistazo a la historia fueguina hay que pasar por la Casa Bebán, una de las construcciones más emblemáticas de la ciudad, trasladada pieza por pieza desde Suecia hasta Tierra del Fuego (y ahora transformada en un centro cultural).
Si Ushuaia es la ciudad más austral del mundo, su tren turístico tiene el mismo privilegio. Aunque el recorrido es corto, los paisajes que atraviesa bien valen la pena: actualmente, el Ferrocarril Austral Fueguino recorre –dos o tres veces por día según la temporada– parte del ramal trazado y construido por los presos del presidio. Lejos estaban del turismo los tiempos en que el ferrocarril original salía de la cárcel para bordear la costanera de la ciudad e ir en dirección oeste, hacia la zona que se convertiría más tarde en Parque Nacional... Por entonces, las vías eran de madera, y los presos viajaban sentados en las tablas del vagón. Así llegaban hasta las zonas donde cortaban leña para calentar el presidio y proveer de madera a los primeros colonos de la ciudad. Todavía se ven, gracias a la conservación operada por el clima seco y frío, las bases de los troncos de los árboles cortados. Según la altura se puede adivinar cuándo fueron cortados: los restos más bajos en verano, los más altos en invierno, cuando la nieve formaba una espesa capa sobre el piso. Volviendo al presente, hoy día es posible en la primera parada subir la ladera de la montaña hasta una cascada, cuyas aguas se unen luego con las del río Pipo. En uno de los meandros del río se reconstruyeron chozas yámanas: son apenas algunos puñados de ramas que se sostienen formando un cono, y eran la única vivienda que conocían estos pobrísimos indígenas sudamericanos.
El ramal ferroviario sigue al río Pipo en buena parte de su recorrido. Se cuenta que el nombre es el de un preso así apodado, que logró saltar del tren en marcha y tirarse al río. Famoso tal vez por ser uno de los pocos intentos de evasión, no se sabe cómo concluyó: si con el real escape, o la muerte del preso. Desde las ventanillas del tren, lo que se ve entretanto son turbales, campos de musgo que crecen a razón de un centímetro cada cien años. También por eso son tan delicados... Estos turbales se formaron sobre lagos, y poco a poco fueron llenándolos y tomando su lugar. Algunos de los turbales fueguinos pueden tener varios metros de espesor, lo que da una idea de los miles de años que llevó su formación.
Finalmente, la estación terminal del tren es un terraplén en medio de un bosque de lengas. Desde allí se puede volver en el mismo tren, o bien seguir viaje hacia el Parque Nacional, esta vez en ómnibus.
Esta opción merece dedicarle su tiempo: lengas, ñires, guindos, todo un bosque excepcional se ofrece a la vista de los viajeros. Estamos ya en las terminaciones de la Ruta 3, espina dorsal de toda la parte visitable del Parque (su margen sur, a orillas del Canal de Beagle y de Bahía Lapataia). Lo mejor, sobre todo en verano, es visitar el parque a pie, por los senderos expresamente balizados para las caminatas, y que permiten acceder respectivamente hasta la cima de un cerro, un hito fronterizo o la costa de la bahía.
El verano fueguino también invita, con sus largos días y cortas noches, a recorrer el trayecto que lleva de la ciudad hasta el valle de Tierra Mayor, al pie del monte Olivia, por la Ruta 3. Tras pasar la antigua zona industrial de la ciudad, hoy destinada a reconversión, se sale de la zona urbana rumbo al valle que, en invierno, funciona sobre todo para paseos en trineo tirados por perros. ¿Y si no hay nieve? Hay ingenio, ya que en uno de ellos, llamado Las Cotorras, se pueden hacer paseos en carros de ruedas, también tirados por perros.
En la zona donde el valle se angosta, la ruta empieza a subir: estamos ahora rumbo hacia el paso Garibaldi, que permite atravesar la cordillera en dirección norte-sur. Desde sus cornisas, se ofrece un espectacular panorama de los lagos Escondido y Fagnano. Toda la región es de gran belleza, y se puede recorrer por la ruta, pero también a pie, en medio del espléndido paisaje de bosque y líquenes que caracteriza a esta parte de Tierra del Fuego. De fuego, pero sin duda también de sueños...
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