NOTA DE TAPA
Crónica de un viaje a lomo de mula a través de la Cordillera de los Andes, siguiendo la huella sanmartiniana. De San Juan hasta el límite con Chile, la emocionante experiencia de revivir hoy la epopeya del Libertador y sus soldados. A cada paso por esa abrupta geografía, entre gigantescos cerros y vertiginosos precipicios, la gesta histórica cobra mayor dimensión.
› Por Guido Piotrkowski
En el imaginario colectivo, atravesar la Cordillera de los Andes parece ser algo reservado sólo para los próceres como el general San Martín. Cuando de niños en la escuela nos relataban una y otra vez la epopeya libertadora, quedábamos convencidos de que el cruce de los Andes era para los utópicos, aunque en aquella época ni siquiera supiésemos el significado de esa palabra. Pero como alguien dijo por ahí, parece ser que las utopías pueden volverse realidad, y entonces, atravesar la inmensa cordillera deja de ser sólo un sueño lejano y exclusivo de los héroes de bronce. En fin, la gesta que al Libertador le llevó 24 días, hoy la podemos realizar en seis, a ocho horas promedio a lomo de mula. Seis duras e inolvidables jornadas donde la fuerza de la naturaleza dice presente una y otra vez, con paisajes imponentes y tramos donde la abrupta geografía andina pone a prueba cuerpo y mente.
Es allí cuando uno toma verdadera dimensión del cuentito escolar. ¿Cómo es posible que unos 5 mil hombres, con ganado, armas pesadas y demás carga atravesaran esa cordillera hostil, inmensa y bella, hace casi 200 años? ¿Héroes serían los de antes?
Este no es un viaje más, porque estas montañas guardan secretos de nuestro pasado, porque atravesarlas significa pisar un suelo con historia. Son muchas horas montados arriba de las mulas, cruza de yegua y burro que resulta en un híbrido y terco equino. Pero que son los mejores animales para semejante aventura, aunque uno pelee y reniegue con ellos, aunque se rebelen y no quieran ser montados, aunque se cabreen y nos tiren en medio de los cerros.
La aclimatación a la altura es esencial. Por eso, antes de subirse a las mulas, se pasa la noche en el pequeño pueblo de Barreal, en Calingasta, a 180 kilómetros de la capital sanjuanina. A la mañana temprano la expedición hace un último tramo en 4 x 4 hasta Estancia Manantiales, previo paso por Hornillos, un paraje que quedó inmortalizado en un viejo billete de mil pesos.
Manantiales es el punto de partida hacia el corazón de los Andes, y también el inicio de la difícil pero necesaria relación mula-hombre. Así quedó demostrado ni bien salimos. Tres caídas en la primera media hora no eran buen augurio, pero como alguien dejó entrever, “una vez en Manantiales, no hay vuelta atrás”. Así que no queda más remedio que seguir, contra viento, miedo y mareos. Acostumbrarse al animal, a los cambios de clima, no resulta fácil. Y no moverse mucho encima de la mula es una de las recomendaciones más repetidas por los responsables de la expedición. A un par de horas de haber salido se impone la primera parada obligada para almorzar, en un sitio conocido como Los Hornitos. Algunos aprovechan para recargar sus caramañolas en el río, otros se atreven a “besar” un whisky, y las mulas beben el agua fresca de la vertiente.
Acto seguido, montar y seguir camino al primer refugio: Altos de las Frías, que le hace honor a su nombre. Ráfagas de viento de unos 60 km por hora y temperaturas que llegarían a los 10 grados bajo cero durante la noche nos reciben en aquel paraje ubicado a unos 2500 metros de altura. Muy cansados, nos rendimos ante unas sabrosas sopaipillas (tortas fritas), y algo caliente en espera de la cena: un buen asado vacuno para recobrar fuerzas.
Por la noche, el viento pega fuerte contra las paredes de las carpas y el frío helado no da tregua; los efectos de la altura se sienten de una manera u otra, y dormir se convierte en una tarea difícil para la mayoría de los expedicionarios. Y es sólo el comienzo, una muestra gratis del duro viaje por venir.
La mañana, como no podía ser de otra manera, es helada, y lavarse la cara en el río se transforma en una fría misión. Los músculos, entumecidos tras una larga noche, no responden fácilmente y aún nos espera un largo día de desafíos andinos a lomo de mula.
Desayunamos, cargamos nuestro equipaje personal sobre los animales –me pregunto si habrá que abrigarse o en pocos minutos estaré sofocado bajo el sol– y el resto va en las mulas de carga. Así partimos en caravana, listos para el mayor ascenso de toda la travesía: el Cordón del Espinacito, a 4800 metros de altura. A poco de salir, y luego de atravesar el río, ya se registran unas cuatro caídas, la de este cronista incluida. Las mulas y la cordillera se hacen respetar.
Camino al Espinacito, se erige imponente a nuestro lado el cerro del Alma Negra (y vaya a saber uno la historia de semejante nombre). El andar cansino de las mulas –tan especial y del cual dependemos–, y el balanceo que produce, adormece por momentos. El no quedarse dormido resulta un esfuerzo extra.
Antes de subir la empinada cuesta del Espinacito, hacemos un alto: hay que tomar precauciones y ajustar bien las cinchas. La altura se hace sentir, algunos mascamos coca para combatirla; otros optan por los fármacos. La mula hincha y deshincha la panza durante la subida, y esto, sumado al propio movimiento, afloja las monturas y corremos peligro de rodar cuesta abajo. La siguiente recomendación es ayudar al animal con el cuerpo, es decir que hay que tirar el propio peso hacia delante. Y no moverse mucho.
Es momento de iniciar la cuesta arriba. Curva y contracurva, los animales pisan firme sobre la huella. Frenan, hay que darles su tiempo. Arrancan de nuevo. A medida que ascendemos, la vista es, sencillamente, maravillosa. Repaso las instrucciones. Mantenerme quieto es esencial, pero de todas maneras no lo logro: intento inmortalizar ese momento en un par de clicks y, cautelosamente, hago sólo los suficientes para no caerme y rodar por la pendiente sin fin.
La cima está nevada y quienes ya han venido en otras oportunidades dicen que es la primera vez que la ven así. El Espinacito representa la primera gran emoción del cruce, un cordón que une a las montañas más altas de estas latitudes, el Mercedario (6770 m) por un lado, y el Aconcagua (6960 m) por el otro, completando un marco impresionante. Algunos animales, exhaustos, no le dan tiempo al jinete a bajar y se echan en la nieve, de donde pareciera que nunca irán a levantarse. Los expedicionarios, también cansados pero emocionados, tomamos agua y algún que otro trago más espirituoso, brindamos, gritamos, hacemos fotos, y festejamos nuestro pequeño pedazo de epopeya sanmartiniana.
Aún queda la bajada, y varias horas por delante para llegar al refugio. Si subir es complicado, bajar con la vista al frente y clavada en el precipicio resulta temerario. Entonces la gran mayoría de los jinetes decide descender de la mula y hacer el tramo a pie, llevándola de las riendas. Es que balancearse sobre su lomo descendiendo en zigzag por aquella pendiente tan pronunciada hace temblar hasta al más osado. Y las piernas y rodillas, que no descansan a lomo de mula, ahora están más exigidas: hay que pisar firme en aquel terreno pedregoso y resbaladizo. Pero el entorno compensa. Y observar los cerros linderos rojo amarillentos de picos nevados bajo el cielo azulado transforma el miedo en placer y ayuda a transitar uno de los tramos más complicados de este viaje.
Al descender desembocamos en un extenso llano, y hacemos un alto para almorzar, exactamente en Las Vegas de Gallardo. Vegas son humedales –en la Patagonia se le llaman mallines–, un oasis verde en medio del desierto cordillerano, donde las mulas aprovechan para comer como si fuera la última vez. Aún falta un largo trecho para llegar al segundo campamento, el refugio Ingeniero Sardina, en pleno Valle de los Patos (sur), a la vera del río de los Patos.
Transitamos lentamente. Mi mula se detiene a pastar a cada instante, se la nota cansada, ofuscada y hambrienta. Y más ofuscado me encuentro yo, que no consigo dominarla. La jornada se hace muy extensa, es bien entrada la tarde y el sol castiga nuestras pieles resecas. El paisaje no da respiro y muta todo el tiempo. Ahora nos encontramos con una inmensa y particular montaña blanca en medio de tanto verde-amarillo-rojizo-marrón. Es el Cerro Yeso. Paramos al pie. Tomar agua, ajustar cinchas, sacar fotos, estirar piernas, desabrigarse, montar... La rutina de los Andes.
Entramos en el cauce de un río seco. Un hilo de agua corre por aquel valle gris piedra y, más allá de la curva, finalmente se ve un puntito al pie de un cerro. Debe ser el refugio. El valle parece no tener fin, atravesamos media docena de arroyos, calculo que llevamos unas siete horas de marcha, aunque el tiempo no es preciso en la cordillera. Y así, antes del atardecer, llegamos al refugio.
Día libre y nadie se acerca a las mulas. Dormimos un poco más que de acostumbre, todos apiñados dentro del refugio de piedra en donde conviven cuatro gendarmes entre noviembre y diciembre, que cada tanto reciben la visita de diferentes expediciones. Hay que aprovechar este día para descansar, porque se viene la jornada cumbre, la llegada al límite chileno y el encuentro con nuestros vecinos trasandinos.
Algunos se bañan y charlan en el río, helado pero reparador. Otros prefieren subir a la cumbre del cerro que nos custodia, unos 700 metros más arriba. Es un día de sol y no hay mucho más para hacer que conversar, debatir sobre la figura de San Martín, compartir anécdotas y contemplar el mágico paisaje. Un suculento guiso de lentejas contribuye a la recuperación física y espiritual de la tropa. Y así, entre baños, mate, licores y recuerdos sanmartinianos, cae el sol y el cielo se puebla de estrellas. Los amantes de la astronomía están de fiesta. Para cerrar la noche, guitarreada a cargo de un personaje entrañable: “el Rulo”, autodidacta en música y ocurrentes chistes. Lo acompaña Juan Italo Reinoso, un miembro de la asociación gaucha de Laboulaye, que no desentona con su guitarra.
Nos levantamos poco después del alba. La rutina de los Andes ya está incorporada. Pero mi animal me pone un escollo: no quiere ser montado, se retoba una y otra vez, hasta que pido un cambio y me toca Mariela, blanca y dócil.
Debo apurar el paso, quedé rezagado; por suerte mi nueva compañera me hace caso y trotamos hasta alcanzar a la caravana.
Nos dirigimos hacia el Valle Hermoso, que según los investigadores sanjuaninos Claudio Monachesi y Eduardo Mendoza es el lugar por donde cruzó San Martín la primera de las ocho veces que lo hizo, tal como demuestran las cartas que llevaban los chasquis de un lado a otro.
En principio el trayecto es ameno. Vamos a paso firme por un llano semiárido, y subimos una ladera rodeando una especie de peñón, un río, ¡y otra vez al borde de un precipicio! Un guanaco solitario –seguramente expulsado de su manada– atrae la atención. La presencia de animales es casi nula en estas tierras, pero cada tanto un cóndor planea sobre nosotros.
De pronto, el Aconcagua se muestra nuevamente, y contemplarlo ayuda una vez más a vencer el temor al filo del abismo. Apuramos el paso, hay que llegar a la hora señalada para el encuentro con los colegas chilenos. Me pregunto cómo calculaba el tiempo y las distancias San Martín, sin reloj ni GPS, y con semejante cantidad de hombres a su cargo. A cada paso la epopeya libertadora cobra mayor dimensión. Valle Hermoso es el último lugar donde el Libertador durmió antes de cruzar a Chile y librar la batalla de Chacabuco. Entonces, con tanta historia en sus entrañas, el sitio se vuelve más significativo aún. Paisajes de esplendor, historia viva y la sensación de ser protagonistas de algo único e irrepetible: cruzar la Cordillera de los Andes, un cuento hecho realidad.
Una vez en el límite, emotivos abrazos, brindis de altura, y regalos sellan un encuentro en el que no faltan los discursos y el homenaje a la gesta histórica, el mismo día en que hace 191 años se libraba la batalla de Chacabuco, pilar fundamental de la liberación de América.
La mitad más uno de la expedición estaba cumplida. Ahora hay que retornar y el camino elegido ya no es por El Espinacito sino por el Portezuelo de la Honda, más corto que el anterior, pero también más peligroso. El clima no acompaña, está nublado y sopla el viento, los sombreros se vuelan, estamos agotados.
El vértigo es un fantasma que aparece cada tanto, pero aquí, en la Honda se hace presente en serio. Un abrupto desfiladero desciende cientos de metros a mi derecha, justo bajo mis pies. Las mulas suben a paso firme y miro de refilón a mis espaldas, apenas si me muevo para intentar una instantánea. Un paso en falso puede ser fatal. Así comienza el desafío final, bajar desde los 4200 mts en que nos encontramos. El gran precipicio al frente y un zigzag infinito en el que a cada curva, freno y giro de la mula, parece que uno irá a desbarrancarse. El corazón late fuerte, ya no sé si es adrenalina o miedo.
El último campamento es en Altos de las Frías, un frío recuerdo de la primera noche. Pero aún falta un tramo más, otra cuesta muy empinada, conocida como La Ventana. El vértigo no pasa esta prueba y resuelvo bajarme de la mula. Tomo a Mariela de las riendas, que a la vez me sirven para afirmarme a cada resbalón. Al llegar, sólo atinamos a cenar y meternos en las carpas rápidamente. Es un lugar hostil y no hay voluntad de permanecer tomando fresco. Dentro de las carpas se escuchan risas y anécdotas, canto y guitarras hasta altas horas de la noche.
Desandamos el camino hacia el punto de partida, Estancias de Manantiales. El regreso me trae una sucesión de imágenes de la travesía y la inevitable comparación con el paso de José de San Martín, que utilizó aquellos últimos seis días para planificar la batalla Chacabuco, puerta de ingreso para la liberación de América. Esos mismos seis días que a nosotros nos tomó atravesar una geografía inhóspita, inabarcable para cualquier mortal; un homenaje a la historia que vale la pena. Y aunque las grandes epopeyas no se repitan, sólo se trata de mantener la llama viva.
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