PERU > CHAN CHAN Y LA HUACA DE LA LUNA
Desde la ciudad de Trujillo, ubicada en la costa norte del Perú, excursiones para conocer las obras monumentales de las culturas Chimú y Moche. Un recorrido por las ruinas de Chan Chan, la mayor ciudad de adobe de América. También en el Valle de Moche, una visita a la Huaca de la Luna, una pirámide escalonada con maravillosos frisos de 1300 años de antigüedad.
› Por Julián Varsavsky
Llegó por mar en una flota de balsas con su corte y sus guerreros. De él sólo se sabe su nombre –Tacaynamo– y que fue el mítico fundador de Chan Chan, una prodigiosa ciudad de adobe levantada en el desierto, considerada la más grande en su estilo construida en América. La fuente de esta leyenda es una escueta “Historia anónima” recopilada por un cronista español. Y a partir de allí se puede inferir que hubo un par de manos originarias que moldearon el primer ladrillo, y que hubo una primera cuadrilla de hombres que levantaron la primera pared.
Desde ese momento hasta la destrucción final de Chan Chan por los Incas en 1470, pasaron casi 900 años y diez soberanos Chimú. Guacricaur y Ñancenpinco habrían sido hijo y nieto del venerado Tacaynamo, y detrás de ellos el linaje produjo ocho soberanos más. Diez es también el número de enormes ciudadelas amuralladas –una por soberano–, que encerraban cada una un laberinto rectangular de calles con pirámides, palacios y casas de adobe. Cuando un rey moría en Chan Chan su primogénito no heredaba el palacio sino que construía otro en una ciudadela nueva donde se instalaba con su corte. Curiosa costumbre la de estos gobernantes Chimú –acaso única en la historia–, quienes se autoimponían comenzar de cero, desechando el legado arquitectónico de sus padres.
COLOR TIERRA Chan Chan está ubicada en el Valle de Moche –a mitad de camino entre los balnearios de Huanchaco y la ciudad de Trujillo–, en el departamento de La Libertad. Es un inabarcable sitio arqueológico de 20 kilómetros cuadrados con diez ciudadelas, numerosos canales de irrigación y algunas pirámides solitarias. Por ser de adobe, su estado de conservación es pobre, aunque en el sector del Palacio Nikan –el único que se visita–, las correctas restauraciones permiten caminar por calles y barrios de casas de adobe sin techo, casi igual que en alguna de las intactas callejuelas de Pompeya.
Uno de los aspectos más curiosos de Chan Chan es su precisa planificación urbana. La más grande de las ciudadelas –llamada Gran Chimú– mide 600 metros de largo por 360 de ancho, rodeada por muros de hasta 12 metros de altura. Tenían una sola entrada, lo cual permitía un control muy estricto del ingreso, aunque no se sabe muy bien si las murallas se levantaron con un fin defensivo, ya que en la parte superior carecen de corredores, espacios para los defensores y ni siquiera escaleras para subir a ellas.
Los principales muros de Chan Chan eran más gruesos en la base e incluían un cimiento de piedra. Sin embargo, la piedra no se utilizó en la sofisticada pero frágil Chan Chan, donde curiosamente había un dominio excelente de la metalurgia. Las paredes de los principales palacios –sólo queda eso, paredes de hasta 2 metros de alto– están decoradas con toda clase de altorrelieves de arcilla y con millares de nichos donde se cree que iban colocadas las estatuas de oro y plata. Los techos eran entretejidos de paja y la madera se utilizó para hacer postes, columnas y dinteles.
Cada ciudadela de Chan Chan era autosuficiente, con cisternas de agua intramuros y su propio centro ceremonial (no hay un centro de culto principal para toda la ciudad). También tenía una plataforma funeraria en forma de pirámide trunca donde se enterraba al señor principal con todas sus pertenencias. Poco quedó de esas plataformas, ya que fueron saqueadas por los conquistadores.
La ciudad de Chan Chan despertó particularmente la codicia española en tiempos de la conquista. Todos los cronistas de la época hacían mención de ella –entre ellos Pedro de Gamboa–, seducidos por los sugestivos laberintos de barro en medio de la nada. Siglos más tarde, Alexander von Humboldt recorrió Chan Chan. En 1897, el Ministerio de Instrucción Pública de Francia envió una misión arqueológica; dos años después llegaron los alemanes y en la primera mitad del siglo XX, los norteamericanos. Pero al menos para esa época ya no había más tesoros de metal. Se encontraron, en cambio, unos pocos guerreros de madera que custodiaban la entrada, y el que quizá sea el tesoro mayor de Chan Chan: los altorrelieves moldeados en arcilla de sus muros. Estos maravillosos paneles están en todos los edificios importantes de Chan Chan, con modelos de suma sencillez, pero una estética única y sugerente, donde se combinan las formas geométricas abstractas con motivos inspirados en la naturaleza como filas de peces, aves, lagartos, algas, calamares y también seres fantásticos surgidos de la imaginación Chimú.
HUACAS DE LA LUNA Y DEL SOL En el Valle de Moche, 8 kilómetros al sur de Trujillo, se levanta el principal complejo administrativo-religioso de la cultura mochica, compuesto por dos pirámides truncas: las Huacas del Sol y de la Luna.
Se cree que la pirámide escalonada Huaca del Sol era el centro político del reino Mochica –mide 43 metros de alto–, y está separada de la Huaca de la Luna por el núcleo urbano de la población, donde aun se ven los cimientos de muchas casas y plazas.
La Huaca de la Luna –el único sector del complejo que se visita– es una mole de 50 millones de ladrillos de adobe dedicada al dios supremo Ai-apaec, representado en los muros de la pirámide escalonada como un rombo con rostro humano y colmillos de felino.
Los sacerdotes de este templo eran unos feroces guerreros que detentaban el poder político. A diferencia de los chimú, los mochicas reutilizaban la arquitectura precedente cuando la corona pasaba de manos. Sin embargo, cubrían absolutamente toda la huaca con millones de nuevos adobes –hasta que no quedara a la vista ni un resquicio del templo anterior–, y decoraban nuevamente las diferentes terrazas de la pirámide agrandada con frisos de colores. Es de suponer que los arqueólogos entrarían en éxtasis cada vez que removían una capa de ladrillos y se encontraban con un nuevo friso casi intacto y desbordante de información. En total se descubrieron cinco capas de las cuales se observan a simple vista fragmentos de las últimas tres.
Para construir semejantes monumentos, la sociedad mochica –que estaba fuertemente estratificada en clases sociales– tenía un sistema de tributo al rey en ladrillos de adobe. Cada familia debía entregar su cuota fija, y aun hoy se puede ver en muchos ladrillos la marca que identificaba a cada tributario, una por cada mil bloques. Hay incluso bloques de adobe de 200 kilos, aunque esos se fabricaban en el lugar.
El aspecto más significativo y que llama mucho la atención de los visitantes es el ritual de los sacrificios humanos descripto al detalle en algunos frisos y en los dibujos de los objetos de cerámica. Según los arqueólogos, en determinada época del año se escogían los hombres más fuertes de la sociedad y se los enfrentaba de a dos afuera del templo mayor. El combate no era a muerte, pero se cree que al primero que sangraba o perdía el tocado se lo consideraba perdedor y se lo sacrificaba a los dioses (por la misma época se combatía en el Coliseo Romano, un espectáculo repetido en dos mundos que se ignoraban entre sí).
El perdedor del combate era semidesnudado por el ganador, quien lo traía atado hasta la Plaza de los Sacrificios, en el interior de la Huaca de la Luna. Igual que hoy en día en el Coliseo Romano, los visitantes de la huaca también caminan por la arena donde caían los muertos. Allí mismo, el perdedor, alucinado por los efectos narcóticos del cactus San Pedro, era degollado por una sacerdotisa que recogía la sangre en una vasija y la ofrendaba al voraz Ai-apaec. Luego los cuerpos eran arrojados a los pies de un afloramiento rocoso al costado de la plaza, donde se encontraron setenta cuerpos con signos de sacrificio.
Se cree que el pueblo mochica asistía a los combates en una plaza para 10 mil personas que hay afuera del templo, mientras que el ritual de sacrificio era privativo del clero gobernante.
Como casi todo en una cultura, este sangriento ritual tiene su porqué. La hipótesis más aceptada es que, a consecuencia de la Corriente del Niño, el imperio mochica sufría regularmente grandes tempestades y destrozos. Y cuando esto ocurría, se ofrecían sacrificios a los dioses para calmar su furia. Incluso se cree que en el lapso de los últimos 30 años de la cultura mochica, el “llanto” torrentoso del Niño fue implacable, al punto de ser la razón principal de la desaparición de esa cultura. No porque destruyera físicamente a sus integrantes sino porque habría minado la fe de ese pueblo en Ai-apaec –dejaron de confiar o de creer en él–, provocando una desintegración cultural que debilitó a la sociedad hasta su desaparición.
DIVERSIDAD DE UN PAIS Luego de recorrer el norte de Perú –donde también están los tesoros de la tumba del Señor de Sipán, en Lambayeque–, se impone una breve reflexión sobre Machu Picchu. Aquella ciudad sagrada de los incas es por cierto el vestigio arqueológico más espectacular del Perú, básicamente por su ubicación y estado de conservación. Pero de punta a punta del país hay una variedad tan grande de restos de diferentes culturas –como las líneas de Nazca y el Santuario de Chavín de Huantar–, que luego de un viaje por tierras peruanas es inevitable pensar que la famosa ciudadela inca no es más que una pequeña parte de ese increíble universo arqueológico que refleja al Antiguo Perú.
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