PATAGONIA > LEYENDAS INDíGENAS
Detrás de cada pétalo se esconde una historia. Un recorrido por las leyendas patagónicas más populares que explican el origen de algunas de sus flores más conocidas.
› Por Mariana Lafont
Las flores son un tesoro de la Patagonia. Al asomar la primavera una explosión de aromas y colores invade el extenso territorio. Cada flor tiene su mes. Mientras tulipanes y narcisos prefieren agosto, los frutales se despiertan en septiembre. Y otras eligen florecer más tarde, en octubre y noviembre (e incluso entrado el verano), ofreciendo un generoso desfile de pimpollos. La imaginación de los habitantes originarios, que solían contar cuentos para explicar el mundo que los rodeaba, también dio origen a leyendas sobre el surgimiento de las flores.
LA PRIMERA FLOR Según un relato tehuelche, hace mucho tiempo, cuando sólo había plantas sin flores, vivía en la Patagonia una hermosa niña llamada Kospi. Un día de tormenta Karut (el trueno) la vio, se enamoró y la raptó llevándosela bien lejos, hacia lo profundo de la cordillera. La escondió en el fondo de un glaciar y la joven, sumida en pena y dolor, se transformó en un pedazo de hielo. Cuando Karut volvió, tal fue su furia que desató un terrible temporal que derritió completamente el glaciar. Kospi se transformó en agua y corrió montaña abajo empapando los verdes valles. Al llegar la primavera su corazón quiso ver la luz: trepó por las raíces y los tallos de las plantas y asomó su cabeza bajo la forma de coloridos pétalos (por eso kospi significa “pétalo” en idioma tehuelche). Así nacieron las flores que alegran este mundo. Y en la Patagonia hay una increíble paleta de tonalidades de flores nativas y exóticas. Algunas son emblemáticas y tienen leyenda propia.
MUTISIA El secreto de su belleza es, sin dudas, su estética simpleza. La flor insignia de Neuquén es una especie perenne (sus hojas son verdes todo el año), con tallos muy ramificados que trepan como enredadera por los arbustos. Su llamativa flor suele ser naranja, pero también puede ser blanca, rosa o roja. En general habita en los parques nacionales Lanín, Nahuel Huapi y Los Alerces y en zonas aledañas.
Una leyenda mapuche cuenta que hace muchísimo tiempo, cerca del volcán Lanín, había dos tribus que se odiaban. Un día, el joven hijo del cacique de una de las tribus y la hija del cacique de la otra se enamoraron perdidamente y causaron un gran problema debido al rencor que había entre ambas comunidades. Los jóvenes quisieron luchar por su amor y escaparon bien lejos pero una machi (chamán o curandera mapuche) los vio y le contó a su cacique. Furioso, el jefe persiguió y capturó a los amantes y finalmente los condenó a muerte. Los jóvenes fueron atados a un poste y, con lanzas y machetes, los mataron cruelmente. Una profunda tristeza invadió el lugar pero ya nada podía hacerse. A la mañana siguiente la tribu, asombrada, vio que en el sitio de la ejecución habían brotado flores de pétalos anaranjados. Desde entonces, y avergonzados por la matanza, los mapuches comenzaron a venerar esta bonita flor que se abraza a otras especies como los jóvenes enamorados entre sí.
CHILCO (O ALJABA) Esta vistosa flor con forma de farolito crece en sitios húmedos como orillas de ríos, arroyos y lagunas. Existen dos variedades, una roja y otra blanco-rosada, que brotan en arbustos siempre verdes con largas y delgadas ramas. Tan exótica es su belleza y tan largo su período de floración, que en general se la utiliza como decoración. Una bonita fábula cuenta la amistad entre esta llamativa planta y el Diucón. Este simpático (pero poco vistoso) pájaro gris habita en la Patagonia y sólo llama la atención por sus intensos ojos rojos. La leyenda explica el origen de esa mirada carmesí.
El Diucón vivía solo y feliz en los bosques más profundos de la cordillera, bebiendo las aguas cristalinas de lagos y arroyos que fluían de las altas cumbres. Un invierno, mientras recorría el bosque, escuchó una voz que lo llamaba desde la orilla de un arroyo, cubierta de copos de nieve. Con breves saltitos se fue acercando sigilosamente hasta ver una flor roja iluminada por un tenue haz de luz pero casi tapada por la nieve. Tal fue la alegría de la flor al verlo, que la belleza de sus pétalos se multiplicó. Y, temblando, le dijo: “Hola, soy Aljaba. Te he visto pasar por aquí, posándote en las ramitas de mis vecinos matorrales, donde el sol calienta tu gris plumaje”. Y continuó: “¿Podrías ayudarme? No puedo moverme porque la Madre Naturaleza me bendijo diciendo que yo era la encargada de darle mi belleza a este arroyo. Y para ello tengo raíces que se han arraigado firmemente aquí para poder cumplir mi misión”. Sin dudarlo, el Diucón, con su diminuto pico, sacó uno a uno los destellantes cristales de hielo hasta que el primer rayo de sol la iluminó completamente. Con el calor, la aljaba fue despertando a sus hermanas que pendían de la misma rama y, al verlas, el ave quedó maravillada por sus colores. Las flores, agradecidas con el buen pájaro, le obsequiaron destellos rojos para adornar sus ojos. Desde entonces, el Diucón mira el mundo a través del color de la aljaba.
AMANCAY Otra de las flores más bellas y representativas de la Patagonia es el amancay. Esta flor crece en los bosques húmedos y forma verdaderas alfombras doradas. Sus semillas están resguardadas en una especie de cápsula desde donde se propagan cuando llega el momento oportuno. Si bien brota entre septiembre y octubre, recién florece a partir de diciembre. Las flores suelen ser intensamente amarillas, pero también las hay anaranjadas. Su característica principal es que dos de sus pétalos tienen vistosas estrías rojas y ésta es la leyenda de su origen: “A orillas de un río correntoso vivía una tribu mapuche cuyo cacique tenía un apuesto hijo llamado Quintral, a quien le gustaba recorrer la ribera mientras cazaba y pescaba. En una de sus tantas salidas, el joven conoció a una hermosa y sencilla muchacha, llamada Amancay, quien se enamoró de aquel valiente muchacho al instante de haberlo visto. Pero la mutua atracción pronto se transformó en amor imposible, ya que una mujer humilde no podía pretender al hijo del cacique. Un día se desató una feroz epidemia que diezmó a la tribu y el joven indígena cayó gravemente enfermo. Viendo que Quintral no mejoraba, Amancay consultó a la machi y ésta le confió el secreto para que sanara. La cura consistía en preparar una infusión con una flor que sólo crecía en las cumbres heladas. Amancay sabía cuán peligroso era ascender a esas cimas pero no le importó; emprendió la temeraria tarea y consiguió la flor. Feliz de haber logrado su objetivo, comenzó a descender, cuando de pronto un amenazante cóndor se abalanzó sobre ella y le exigió que dejara la preciada flor. Amancay se negó y el cóndor le exigió entonces que dejara su corazón a cambio de la flor. La muchacha aceptó. Mientras Quintral se sanaba, el cóndor emprendió su vuelo con el corazón de Amancay entre las garras, tiñendo de rojo el camino. Tiempo después, en aquellos lugares donde habían caído las gotas de sangre, crecieron flores tan bellas en noble ofrenda.
SIN LEYENDAS, PERO LINDAS IGUAL “La amada y odiada” de la Patagonia es la rosa mosqueta. Esta rosa arbustiva oriunda de Europa Central es vista de dos maneras. Por un lado es una excelente materia prima para fabricar gran cantidad de productos (dulces, té, aceites y cosméticos) pero, a la vez, es una plaga que ocupa agresivamente terrenos aptos para la agricultura y la ganadería. Se dice que la especie llegó desde Chile (donde fue introducida por los conquistadores, que la usaban por su alto nivel de vitamina C). También la difundieron los animales –en especial vacunos y equinos– al utilizar la planta como forraje. Sea como sea, lo cierto es que ya es parte del paisaje. En diciembre los mosquetales florecen y se llenan de pintitas rosadas que decoran los costados de los caminos. En cambio, hacia el fin del verano la flor ya se ha secado y aparecen pequeños frutos al rojo vivo. El famoso aceite de rosa mosqueta se extrae de las semillas y con él se preparan cremas, ungüentos y pomadas con excelentes propiedades regenerativas para tejidos dañados.
El notro (también llamado ciruelillo) es una especie nativa que se extiende hasta Tierra del Fuego. Se adapta muy bien a todo tipo de suelos, incluso aquellos arenosos y con poco drenaje. Si bien es un árbol, suele presentarse como un arbusto perenne poco llamativo y no forma bosques puros. Pero todo cambia durante la primavera, cuando salen ramilletes de flores y un rojo intenso invade el paisaje. Su madera es blanda pero resistente y por eso es muy utilizada en ebanistería y construcción.
Los lupinos (o chochos) invaden los campos del sur con su simpática silueta al llegar el mes de noviembre. Aunque no son nativos, todo el mundo los quiere porque alegran los lugares donde brotan, tapizando las praderas con múltiples tonos: violetas, fucsias, blancos y rosados. Fueron introducidos por los primeros pobladores (en su mayoría europeos) para decorar sus jardines, pero se aclimataron tan bien que adoptaron la Patagonia como su hogar.
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