Dom 22.02.2009
turismo

LAGO TITICACA > VIAJE DESDE LA CIUDAD PERUANA DE PUNO

Azul profundo

Fascinante y ancestral, el lago Titicaca es la cuna de la civilización inca y el escenario de un modo de vida tradicional transmitido a lo largo de generaciones. Profundo y azul, evoca postales de totoras, de llamas y de tejidos, en una auténtica “visión de dioses”.

› Por Graciela Cutuli

Cuenta la leyenda que los hijos del Sol, Manco Cápac y Mama Ocllo, fueron enviados por su padre al lago Titicaca con la misión de civilizar a los hombres de la tierra. Desde aquí caminaron hacia el norte, hasta llegar al excepcional valle de Cusco, que se convertiría en la cuna de la civilización inca y el epicentro de una de las culturas indígenas más desarrolladas de América latina. Pero sus raíces quedarían para siempre en este lago de aguas azules nacido en el corazón del altiplano, entre totoras y llamas, rodeado de montañas que lo enmarcan como a un tesoro digno de conocer y preservar. De origen misterioso –probablemente glaciar, aunque hay quienes piensan que pudo haber sido el cráter de un antiguo volcán–, el lago Titicaca se convirtió a lo largo de los siglos en el guardián de un modo de vida tradicional, acunado por aguas frías de excepcional transparencia, aunque capaces de ocultar eternamente –lo cuenta otra leyenda– el tesoro dorado que los incas quisieron proteger de las manos conquistadoras.

DE PUNO A LAS ISLAS DE LOS UROS Puno, la “ciudad de plata”, nacida a 3830 metros de altura en un lugar que sus primeros pobladores consideraban un “paisaje de ensueño”, es el punto de partida peruano de las visitas al lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo. Sobre todo, el viaje que aquí comienza es un viaje en el tiempo: en la era de la globalización, este rincón del mundo ofrece una experiencia magistral de apego a los saberes tradicionales, el despliegue de la cultura viva de los quechuas y los aymaras, y una naturaleza grandiosa que enriquece la mirada –como lo describió en una frase ya célebre el historiador Arnold Toynbee– con una “visión de dioses”.

Desde el mirador de Huajsapata, en Puno, que en estos días es todo fiesta por la Virgen de la Candelaria y el Carnaval, la imagen de Manco Cápac contempla el lago donde comenzó la dinastía de los incas. Se dice –y es un nuevo terreno de leyenda– que las cavernas subterráneas del cerro conectan Puno con Cusco, donde los hijos de Manco Cápac y Mama Ocllo levantaron con piedra el testimonio duradero de su paso. Pero más allá de su atractivo mercado, de la Catedral y la Plaza de Armas, Puno es sobre todo la puerta de entrada a ese mundo lacustre que parece flotar aún en una dimensión fuera del tiempo.

En la bahía de Puno, una veintena de islas son el hogar de los uros, los “hijos del amanecer”, una etnia preincaica de origen misterioso que hoy está mezclada con los quechuas y los aymaras. En cada isla hay entre cinco y diez familias, pero el panorama siempre puede cambiar: es que los uros van construyendo islas o abandonándolas según sus necesidades, y hasta pueden cortar una isla en dos para resolver sus diferencias... Estas curiosas islas, de entre dos y tres metros de espesor, flotantes en las partes del lago que tienen al menos diez metros de profundidad y amarradas con postes al fondo, se construyen con raíces de totora, renovada periódicamente, ya que las capas inferiores se van descomponiendo por el contacto con el agua.

De totora, la planta enviada por los dioses, son las islas y son las casas, las artesanías y el combustible de las cocinas, las paredes de las escuelas y la inspiración de los tejidos. Se lo puede vivir desde adentro quedándose con la comunidad Khantati, que abre las puertas de sus casas flotantes para compartir con los turistas la vida familiar. A pesar de las dificultades de hacer convivir las necesidades turísticas con los modos de vida tradicionales, el desafío está logrado: las habitaciones para los viajeros, hechas en totora, cuentan con electricidad, pero esos mismos viajeros pueden observar y aprender de los nativos la pesca artesanal del carachi y el pejerrey, y las técnicas de tejido que hacen famosas las creaciones de las mujeres del Titicaca.

LOS COLORES DE TAQUILE Rodeados por laderas montañosas que conservan restos de las terrazas incas, hasta los años ’70 la gente de la isla de Taquile vivía aislada del mundo, cultivando la tierra con arados tradicionales e hilando las telas que luego se convierten en las coloridas faldas de las mujeres y los brillantes sombreros de los hombres. Desde entonces, gracias a una apertura despaciosa controlada por los propios isleños, cuya gestión turística basada en la vida asociativa logró preservar sus costumbres al tiempo que abrían sus puertas a los viajeros, en Taquile se multiplicaron las pequeñas tiendas de artesanías, los restaurantes donde se sirve la trucha pescada en el lago, las casitas de hospedaje donde compartir unos días con los isleños. La experiencia es mucho más rica que el simple paso en una corta excursión por las islas: es la única manera de ir más allá de los servicios que los nativos realizan para los turistas -–decenas de miles cada año, para una población que no supera los 2000 habitantes– y adentrarse en el corazón de una sociedad que aún lleva la divisa inca: “No robarás, no mentirás, no serás perezoso”.

Dos sectores de la comunidad, llamados Huayllano y Collino, comenzaron recientemente a ofrecer visitas que incluyen desde una bienvenida en un buffet con productos locales -–papas, quinua– hasta la recorrida por los sitios arqueológicos de la isla, que incluye un alto en homenaje a la Pachamama, proveedora del sustento cotidiano. Al mismo tiempo, se pueden conocer las técnicas tradicionales de esos tejidos taquileños que la Unesco incluyó entre los patrimonios de la humanidad: en la Plaza Mayor de la isla hay tiempo para tentarse y dudar entre un mundo de prendas, colores y simbologías, que aparecen sobre todo en las vistosas fajas bordadas de los hombres, mientras las mujeres suelen usar una manta negra y faldas superpuestas de distintos colores. Pero sobre todo hay que tomarse un rato para conocer esos símbolos, enraizados en los astros y el ritmo del calendario de las cosechas, aunque también brindan a quien sepa interpretarlos datos sobre las bodas y la búsqueda de pareja. Alguna vez, cuando el calendario indique finalmente la hora de la partida, habrá que volver hacia uno de los pequeños puertos de la isla para embarcarse nuevamente hacia las azules aguas del lago, bordeadas de totoras, esta vez rumbo a Amantaní, la isla más extensa de Perú sobre el lago Titicaca.

AMANTANI, FLORES Y EUCALIPTUS La llaman “la isla de la flor de la cantuta”, porque aquí crece naturalmente esa vistosa campanilla que es la flor nacional del Perú. Es una muestra más de un paisaje que ofrece mayor diversidad que en otras islas del Titicaca: aquí crecen varias plantas arbustivas, y sus manantiales permiten la agricultura de riego y los cultivos combinados. También prospera el eucalipto, necesariamente muy apreciado en una región donde la madera es escasa. Tal vez por ello Amantaní se abrió al turismo un poco más tarde que Taquile, de quien la separan apenas unos 40 minutos de navegación. Ocho comunidades se dedican en la isla a la pesca, la agricultura, la artesanía y el turismo: en total son unos 4000 habitantes, que mantienen una red comunal de hospedaje y alimentación. En casitas muy sencillas pero confortables, el visitante es recibido con cordialidad y todos los honores, que revelan un orgullo discreto por la herencia recibida del Sol en este paraje privilegiado del altiplano. Los lugareños son los encargados de realizar los recorridos por los restos precolombinos -–hay dos templos en las partes altas de la isla, probablemente de las culturas Pucará o Tiahuanaco– y de dar a conocer la riqueza de sus tejidos, similares a los taquileños, y el tallado en piedra, otra tradición local. En el lado oeste de la isla, sobre la playa, se encuentra una roca trabajada conocida como “Incatiana”, el “asiento del inca”, cuyos bordes están dirigidos hacia el oeste y el norte: se cree que esta piedra servía a los nativos para ubicarse con respecto al sol y marcar los períodos para la actividad agrícola. Tal vez nunca se sepa con exactitud; lo cierto es que más allá de eso muchos sitios incaicos aún siguen siendo utilizados en las ceremonias del pueblo, cuya cultura -–como subrayan los chamanes locales– sigue siendo vital y profundamente arraigada en las tradiciones del lago sagrado. Ese lago que, visto desde la altura del cerro Coanos, regala al atardecer colores de ensueño, fundiendo el gris plata del agua con el azul oscuro del horizonte, apenas iluminado por los últimos rayos del sol.

A ORILLAS DEL LAGO Esta vez no en una isla sino en la península de Capachica que se adentra sobre el lago Titicaca, también abre sus puertas a los visitantes la comunidad de Llachón, que hace algunos años incorporó el turismo a sus actividades tradicionales: la pesca, la agricultura y la cría de animales. Cálido de día y frío de noche, el lugar atrae por sus miradores con vista a las islas del Titicaca, los pueblitos de la meseta del altiplano o más lejos aún, los altos nevados de la cordillera. Siglos atrás, Llachón fue un sitio importante de la cultura tiahuanaco: a poco más de un kilómetro del centro poblado, quedan los restos de una ciudadela-necrópolis. Y sobre el cerro Auki Carus, un antiguo templo es utilizado todavía para los homenajes a la Pachamama.

Pero más allá de su cultura tradicional y el esfuerzo de los habitantes por conservarla intacta, desde las casas hasta los tejidos, los alimentos y las costumbres, Llachón también se convirtió en un excelente punto de partida para quienes quieren experimentar la aventura sobre las aguas del lago. De aquí hay salidas para navegar en kayak, una actividad inédita para los pobladores, que sin embargo no tardaron en prestar consentimiento, conscientes de que el deporte no haría mella en su entorno natural: son los propios jóvenes de Llachón, capacitados por los operadores de turismo aventura, quienes guían a los visitantes. En pocas horas o en varios días, es posible subirse a un kayak para recorrer las orillas bordeadas de totorales del Titicaca, bajando en algunos lugares para sentir, una vez más, la magia pura que rodea las aguas del mítico lago. Esa magia que es el principal recuerdo que se lleva quien haya navegado sus aguas transparentes, escuchado el rítmico vaivén del agua sobre las embarcaciones y capturando para la eternidad lo que ninguna foto puede mostrar, la emoción y el amor de sus habitantes, los hijos de los hijos del Sol.

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